Agora

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

Los combates y el debate.

Grandes muchedumbres, arquitecturas monumentales, mujeres con túnicas etéreas y guerreros en minifalda. El péplum es un género tan viejo como el cine. Amenábar, al igual que sus recientes antecesores (Scott con Gladiador y Petersen con Troya), quiso renovarlo. Ágora es una suerte de péplum intelectual, un intento pretencioso y fallido de reconciliar el espectáculo con la reflexión.

La película recrea la cristianización violenta de Alejandría, simbolizada por la destrucción de la biblioteca real de la ciudad, una de las siete maravillas del mundo. En el centro del relato está la astrónoma y filósofa Hipatia, una bonita joven que se consagra a preservar el espíritu de tolerancia haciendo frente a los fanatismos. Ante todo, debemos señalar que no parece del todo inocente la representación de guerras religiosas en Medio Oriente, en un momento en el cual todavía asistimos a las consecuencias de los atentados del 11 de septiembre. Sobre todo si tenemos en cuenta que Amenábar es un director propenso a guiñarle un ojo a la actualidad de manera bastante directa en sus ficciones. Así es como pasamos de la realidad virtual y la eutanasia a la intolerancia religiosa, subrayando las características de los bandos para que la analogía entre pasado y presente sea clara. En su infame Pasión de Cristo, Mel Gibson culpaba a los judíos de todos los males; Amenábar carga con la misma hosquedad contra los cristianos, que son exhibidos como siniestros extremistas de barba oscura y túnica negra que rompen tradiciones seculares, persiguen agradables paganos y condenan al pueblo judío al éxodo eterno.

Ágora es una superproducción española hablada en inglés, cuya acción transcurre en Egipto. Una mezcolanza insulsa que pone a las luchas religiosas, el romance afectado y los avances de la ciencia en un mismo nivel, pero se queda siempre en la superficie. El constante ir y venir entre Alejandría y el Universo en el cual resuena su destino, no deja rastros. El director asume con orgullo el artificio inherente al género y manipula las imágenes a su antojo. Su torpeza bordea lo risible cuando, para simbolizar que el mundo está patas para arriba, filma a una horda de cristianos con la cámara al revés. Amenábar abusa sin pudor de efectos digitales sofisticados para reproducir las elementales zambullidas cósmicas de su cámara en la batalla terrestre y luego se eleva de Alejandría para que todos reconozcamos los poderes divinos del realizador.