Agente Fortune

Crítica de Marcelo Stiletano - La Nación

Hace bastante tiempo que dejó de hablarse de las películas de Guy Ritchie en relación con el “estilo” que lo hizo famoso. En sus últimas películas no quedó casi nada, por ejemplo, de aquellos artificios visuales tomados directamente de la estética del videoclip, de las imágenes en cámara lenta seguidas de frenéticas aceleraciones, de las secuencias enteras hechas de planos muy breves agrupados en la sala de montaje a toda velocidad y de ese ritmo temporal que se frena y se retoma como relámpagos en una tormenta eléctrica.

Lo único que parece haber quedado en pie del viejo “modelo Ritchie” es ese juego constante entre la acción vertiginosa y el humor que prevalece bajo las coordenadas de una aventura policial. Que en este caso funciona como simple instrumento o herramienta de una fórmula que hemos visto muchísimas veces en los últimos tiempos. En este sentido, Agente Fortune: el gran engaño puede verse como el proyecto más impersonal de Ritchie, la película en la que menos salta a la vista su personalidad. Como si aceptara poner su oficio, su destreza narrativa y su indudable conocimiento de los secretos del policial más sofisticado al servicio de una nueva serie de aventuras construida a imagen y semejanza del clásico Misión imposible.

Todo lo básico de la copia se asemeja demasiado al original. Hay un estratega que recibe instrucciones del gobierno británico (con discreción suficiente como para que nada parezca oficial) y un grupo ejecutor que se mueve con soltura en cualquier parte del mundo para las operaciones encubiertas con un envidiable manejo del armamento y la tecnología más sofisticadas.

Al frente del grupo está Orson Fortune, encarnado por Jason Statham en su cuarta película con Ritchie. El personaje parece escrito a la medida del actor: rudo, de pocas pulgas y menos paciencia, irónico, eficiente e infalible para resolver cualquier clase de encerronas. De paso ratifica que de todas las figuras actuales del cine de acción es sin dudas el dueño de los mejores puñetazos.

La trama casi es lo de menos. Le toca al grupo averiguar quién está detrás de la compra de una tecnología vital para el equilibrio del planeta, con un único detalle que marca diferencias: la debilidad que siente el intermediario de la operación (un Hugh Grant de extrañísimo acento) por un astro del cine de Hollywood (Josh Hartnett), reclutado a la fuerza para llevar su faceta de actor a una realidad igual de simulada.

El relato se mueve a través de giros previsibles y fórmulas ya probadas, pero mientras progresa y empiezan a hacerse un poco más claras las intenciones de los protagonistas el interés de a poco va creciendo, al igual que el divertido vínculo que va estableciéndose entre Grant y Hartnett. Hay buenas escenas de acción, peripecias en Qatar y Turquía con escenarios de postal turística y un detalle incómodo para la distribución en algunos territorios de una película filmada antes de la invasión de las tropas de Putin: entre los que se portan mal hay algunos gángsters de origen ucraniano.