Adoro la fama

Crítica de Roger Koza - Con los ojos abiertos

Una interesante película Zeitgeist que marca paradójicamente los límites del propio cine de su directora

Adoro la fama, la nueva película de Sofia Coppola, es su film más accesible y políticamente preciso. Su blanco es la sociedad del espectáculo, o la evolución perversa y pop de ese concepto unas décadas más tarde. Una evidencia: el deseo de fama se ha radicalizado hasta el infinito a través de las redes sociales, y el Joven, una especie simbólica ideal de ese universo comunicacional, delira en su exposición subjetiva en la red.

Compañera ideal de La red social, film no menos fallido que éste, Adoro la fama, basada en un hecho real, cuenta la historia de un grupo de adolescentes de clase media de Los Ángeles, conocidos como la pandilla “The Bling Ring”, quienes empiezan a robar casas de actores famosos como si se tratara de un deporte de riesgo. Cuando las grandes estrellas de cine y la televisión anuncian en las redes sociales que estarán de viaje llega la hora de usurpar. Entre los damnificados pueden estar Orlando Bloom, Lindsay Lohan, Rachel Bilson, Megan Fox, pero eso es pura anécdota.

Está claro que no roban por necesidad sino por un imperativo no del todo consciente de reconocimiento público. Subir a Facebook las conquistas adquiridas y sumar fans y amigos constituyen una meta propia de la lógica del hedonismo material estadounidense, una forma de vida tan insustancial como ineficaz y que regula la intimidad de los miembros de la pandilla. En ese sentido, es clave en el relato las alusiones a la espiritualidad de corte New Age californiano, demasiado caricaturizado por momentos, pero un orden simbólico correlativo a ese culto al materialismo banal que el film retrata. Es un acierto que Emma Watson sea una de las elegidas para interpretar a las ladronas en cuestión. Su presencia remite a Harry Potter, otra vía del misticismo contemporáneo. En otras palabras: estos elementos funcionan como un contrapunto preciso de los robos y de una filosofía del Yo en donde la exhibición personal en el espacio público resulta una regla ineludible, un imperativo categórico. Una tesis: la espiritualidad citada es enteramente compatible con la acumulación sin límites. Segunda tesis: el famoso espacio privado en realidad jamás desaparece por llevar al límite el deseo de mostrarse, más bien se sugiere estrictamente lo opuesto: lo que se expande hasta el infinito es la privacidad en todos sus órdenes, la que trastoca lo público como tal hasta borrar esa dimensión que propone un límite entre el yo y el conjunto en convivencia.

El problema de Coppola es que para dar cuenta de un modelo de subjetividad elige una forma de expresión característica de esa subjetividad. La película por momentos está demasiado cerca (y es absorbida) por el modelo representacional que critica. El observador se convierte en lo observado y viceversa, o lo que se ve se duplica en cómo se ve. Es por eso que el pasaje en el Coppola elige una panorámica extensa para focalizar sobre un edificio en el que la pandilla está robando, plano que remite a cierta forma de filmar lo edilicio en Playtime, la directora oxigena el sistema formal de toda la película. Es allí, quizás el único momento, en donde Coppola toma distancia, literal y simbólicamente, de todo lo que muestra y demuestra.

Película síntoma, revelación conjunta: en la sociedad estadounidense el joven es una figura conceptual que organiza la mayoría de las prácticas sociales; Coppola, ya con 42 años, no parece encontrar nada relevante para filmar que no pertenezca a ese mismo grupo etario que define las características del consumo y la estética del mundo audiovisual, incluso su propio cine.