Ad Astra: hacia las estrellas

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Los pecados del padre

Sin llegar a ser un genio del séptimo arte ni mucho menos, James Gray a lo largo de los años se ha trazado un camino como director y guionista que lo diferencia de gran parte de sus colegas de la actualidad porque mientras estos últimos buscan esa típica inmediatez pasatista del cine contemporáneo que no va más allá de una narración escueta basada casi en exclusiva en lo visual burdo y los golpes de efecto sustentados en clichés, el señor que nos ocupa en cambio opta por privilegiar la paciencia, la honestidad retórica y en especial el desarrollo de personajes, un combo que sin duda lo posiciona como uno de los pocos realizadores clasicistas trabajando en el mainstream norteamericano de nuestros días. Si bien todas sus propuestas cuentan con algún elemento atractivo y en esencia reúnen las características señaladas, los mejores trabajos de Gray a la fecha eran Los Dueños de la Noche (We Own the Night, 2007) y Z: La Ciudad Perdida (The Lost City of Z, 2016), un par de films que terminan siendo superados por su última obra, la certera Ad Astra (2019).

La historia se sitúa en un futuro relativamente cercano en el que la Luna atraviesa un estado muy avanzado de colonización, es eje de diversas disputas internacionales por sus recursos mineros y los viajes por el cosmos son moneda corriente sobre todo a cargo del gobierno de Estados Unidos, el cual envió hace 30 años una expedición a Neptuno para recopilar datos sobre galaxias lejanas en busca de vida inteligente, un contingente que se cree perdido y que fue encabezado por Clifford McBride (Tommy Lee Jones), considerado un héroe por astronautas y científicos. Cuando de pronto se sucede una serie de descargas misteriosas que provienen del espacio y afectan a todos los dispositivos eléctricos generando varias catástrofes en la Tierra, el alto mando civil/ militar de turno le encarga al hijo de McBride, el también explorador astral Roy (Brad Pitt), quien arrastra el trauma de no contar con su padre y la separación de su esposa Eve (Liv Tyler), que viaje a Marte -con una escala en la Luna- para enviar un mensaje a su progenitor en Neptuno porque creen que sigue con vida.

Como ocurre siempre en la carrera de Gray, aquí tenemos un género clásico principal -en esta oportunidad la ciencia ficción- sobre el cual giran distintos dispositivos de comarcas más o menos aledañas como el drama familiar, los relatos románticos, las aventuras, el policial y hasta los westerns, generando un trabajo de entonación apesadumbrada aunque siempre con esa variedad de colores y situaciones que habilita la sabia decisión de no atarse de manera fundamentalista a tal rubro cinematográfico hollywoodense. Los dos pilares cruciales de la película son la actuación de Pitt y el enfoque despojado/ anti pomposidad vacua en lo que respecta a los transbordadores y las estaciones espaciales: la madurez como actor del eterno carilindo ya viene desde hace mucho tiempo y pone en primer plano la falta en el mainstream actual de más proyectos que sepan explotar la vena seria del intérprete y de tantos otros similares que deben crear sus propios vehículos en pantalla porque hoy sólo parece primar la lógica de las franquicias (Pitt asimismo es productor del convite), y en materia del diseño de producción también es de destacar la idea de obviar toda estupidez quemada/ trasnochada/ infantil a lo Star Wars con vistas a echar mano de los mismos artilugios de siempre -los reales- que pudimos ver allá lejos y hace tiempo en 2001: Odisea del Espacio (2001: A Space Odyssey, 1968), hoy recuperados para garantizar la sinceridad formal del relato y jamás engolosinarse con esa artillería tecnológica que suele comerse a los films al punto de anular a los protagonistas y dejarlos como una excusa para los CGIs.

En cierta medida retomando el humanismo idealista de Interestelar (Interstellar, 2014) pero dejando de lado las disquisiciones sobre los diferentes planos de existencia, Ad Astra logra hacer verosímil las cuentas pendientes psicológicas de Roy, un hombre que suele consagrarse al egoísmo, la soledad y el desapego emocional en función de la herida abierta que le dejó la ausencia de su padre, un modelo a seguir que lo inspiró a perfilar hacia las estrellas y convertirse él mismo en ejemplo de una ética laboral férrea tendiente a centrarse en la misión en cuestión y relegar a un segundo plano su vida privada. Ahora bien, más allá del carácter tortuoso y sensato de los soliloquios en off de Pitt y la dinámica familiar que los inspira, el opus también se ocupa de dar forma a una visión muy crítica del ser humano en general, demostrando que lo único que hace es parasitar sus entornos -en este caso la Tierra y los astros- hasta destruirlos vía guerras comerciales y una ceguera caníbal, y de los Estados y conglomerados capitalistas, esos que transformaron a la Luna en un shopping para turistas y en una zona liberada símil Medio Oriente para combatir sin restricciones por las riquezas; a lo que se suma una eterna vigilancia de todo tipo -especialmente de índole mental- basada en la presencia de personeros del poder cual guardias/ buchones y la misma imposición sobre los pilotos/ astronautas de confesarse -como un consultorio psicológico- frente a analizadores virtuales que decretan si el susodicho está apto para continuar con su trabajo o si debe ser monitoreado más de cerca porque muestra un atisbo de desobediencia.

Por momentos pareciera que Gray está construyendo su propia Jinetes del Espacio (Space Cowboys, 2000), con una historia de reencuentro en lo más alto del firmamento y un elenco que vuelve a incluir al querido Jones más los infatigables Donald Sutherland y Loren Dean en papeles secundarios, no obstante aquel laconismo sentimental con toques de comedia de Clint Eastwood a decir verdad no se parece demasiado al existencialismo antipatriotero y taciturno de Gray, llegando incluso al nivel de enfatizar los armazones de mentiras que suele edificar el gobierno yanqui para mantener la apariencia de éxito y la paradigmática manipulación masiva ya no sólo para aplacar los ánimos del pueblo sino de los mismos esbirros que el Estado tiene bajo su servicio. La fábula ultra utilizada en el pasado del “apocalipsis inminente” aquí por fin está direccionada hacia el desarrollo dramático y hasta calza de manera perfecta con los problemillas del personaje de Pitt para empatizar con todos aquellos que lo rodean, casi siempre incapaz de demoler el muro que lo separa de sus semejantes. Tópicos como la reconciliación, la abulia autodestructiva, el dolor irresuelto, el hambre inagotable de conocimiento, los arcanos del cosmos, la codicia de los hombres y esa locura que se asoma continuamente detrás de las fachadas más calmas y/ o pulcras van estableciendo los mojones de un film que se mueve de lo particular a lo general y viceversa para pensar el rol de los padres en la estructuración de los hijos y cuánto daño pueden hacer si prefieren no responsabilizarse y favorecer otras dimensiones de su vida en detrimento de sus vástagos, algo hoy simbolizado en la fórmula del hijo pagando los pecados del padre sin poder esquivar la marca emocional indeleble de turno cual estigma que deja un vacío imposible de ser llenado, derivando en una frialdad que muchos confunden con eficacia…