Ad Astra: hacia las estrellas

Crítica de Diego Lerer - La Agenda

Un viaje trunco

Ad Astra: hacia las estrellas, con Brad Pitt, quiere insertarse en la tradición de la ciencia ficción inteligente; sin embargo, se queda a mitad de camino.

Los clásicos cinematográficos poseen la extraña cualidad de generar malas imitaciones. Se puede decir que algunas de las grandes películas de la historia del cine son, involuntariamente, culpables de modas muchas veces terribles. En el terreno de la ciencia ficción, sin dudas, películas como 2001: Odisea del espacio, de Stanley Kubrick, y Solaris, de Andrei Tarkovski, son clásicos irreprochables, adelantados a sus épocas, visionarias y fascinantes exploraciones del espacio como un estado de la mente. El problema de esas películas es que generaron, con el correr de las décadas, un sinfín de imitaciones que raramente se acercaron a su grandeza. En los últimos años, especialmente, la ciencia ficción ha vuelto con todo a narrar historias en las que los viajes intergalácticos o la visita de alienígenas funcionan más que nada como metáforas para analizar los traumas más profundos de sus protagonistas. Y si bien no hay nada necesariamente malo en eso -toda trama en algún punto es una excusa para ese tipo de exploración-, muchas de estas películas han adquirido un carácter en extremo terapéutico que termina por banalizar y reducir a conflictos muy simples y básicos historias que merecen un manejo un tanto más complejo y sutil.

Ad Astra se suma a Gravedad, La llegada, Blade Runner 2049, Interestelar y hasta El primer hombre en la Luna en este dudoso linaje. Son películas -algunas más interesantes y logradas que otras- en las que el concepto de aventura y descubrimiento suele estar pisoteado, traicionado y escondido debajo de montañas de ideas que parecen extraídas de manuales de autoayuda al uso. En estas películas la misión que las dispara termina siendo, a lo sumo, la excusa para plantear algunas impactantes escenas visuales. Lo que, sus creadores suponen, hace importantes a esas películas es que pretenden ser más que simples historias de ciencia ficción. Y esa presunción, o falsa pretenciosidad, es la que muchas veces termina por hundirlas.

La película de James Gray es bella. Tiene tres o cuatro escenas de acción espectaculares y un clima ominoso que envuelve al espectador desde la primera e impactante secuencia. Posee, también, una rara cualidad, la de ser por un lado bastante realista (dicen) respecto a lo que son los viajes interplanetarios y a la vez funcionar como una historia mitológica, que parece escrita en piedra desde tiempos inmemoriales, con sus citas y referencias de la mitología griega. Sin embargo, con todo ese material, el realizador de Los amantes no logra terminar de hacer una gran película. ¿El motivo? Gray deja que su aventura se hunda por culpa de un guión (y, especialmente, una voz en off) que prefiere volverse didáctico y solemne, uno que no abre al espectador las puertas a lo inexplorado y desconocido sino que lo trae todo el tiempo de regreso al diván del psicoanalista.

Ad Astra cuenta el viaje del astronauta Roy McBride (un contenido y circunspecto Brad Pitt, en una caracterización casi opuesta a la de su personaje en Había una vez… en Hollywood) quien, en un futuro cercano, recibe la misión ultrasecreta de viajar hasta el planeta Neptuno a investigar una extraña y peligrosa energía que está circulando por el sistema solar. De hecho, la película abre con un accidente causado por esa violenta “anti-materia” (no me pidan que les explique exactamente qué es) que parece ser enviada por algún villano intergaláctico de película de superhéroes que quiere destruir la vida sobre la Tierra. Lo más curioso es que ese villano no solo es probable que exista sino que no sería otro que el propio padre de Roy, Clifford McBride (Tommy Lee Jones), un astronauta que desapareció junto a su misión 30 años atrás y nunca se volvió a saber de él. Para Roy la sorpresa es doble: de golpe se entera que su padre puede estar vivo y, además, que tiene que ir a decirle que se calme un poco y que se vuelva para casa.

Pitt en un drama sobre las consecuencias de cierta “masculinidad tóxica”.
Roy es un tipo en apariencia tranquilo y reposado, concentrado e inmutable, que se volvió un gran astronauta porque es capaz de manejarse en situaciones de altísima peligrosidad sin que su pulso suba. Aprueba todos sus exámenes psicológicos de rutina pero queda claro que el terapeuta virtual que lo controla no escucha su torturada voz en off ni lo ve, en flashbacks, sufrir por sus problemas de pareja. Es esa voz en off la que irá, paso a paso, aplastando los sentidos de Ad Astra hasta convertir la película en un descargo emocional de un cincuentón con “daddy issues” en un drama sobre las consecuencias de cierta “masculinidad tóxica”. Roy podrá ser el astronauta ideal, pero lo que lo hace bueno para estar solo en el espacio lo vuelve inútil para relacionarse con otros. No exterioriza sus sentimientos, se aleja de sus seres queridos, piensa solo en el trabajo y, en secreto, sufre. Y sufre. ¿Y quién tiene la culpa de eso? Papá Clifford, claro, que era igual de hosco y solitario, y que se fue al espacio para nunca más volver. La misión, si Roy elige aceptarla, le permitirá seguramente hacer veinte años de terapia en un solo viaje interplanetario.

La película está organizada a la manera de Apocalypse Now (o bien de su referente e inspiración literaria, El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad) con Pitt en el papel de Martin Sheen y Jones en el de Marlon Brando. Es cierto que allí no eran padre e hijo, pero la estructura episódica y su recorrido hacia zonas cada vez más oscuras -de la galaxia y, digamos, de la mente- son idénticas. Imaginen eso pero en el espacio y con una voz en off sufrida y autocompasiva, más parecida a la de las películas de Terrence Malick que a la más económica usada en el clásico de Francis Ford Coppola, y se darán una idea de lo que propone Ad Astra. Sus episodios (una persecución en la Luna, un paso si se quiere más psicodélico por Marte y lo que sucede después y que no adelantaré) están cortados por la misma tijera que las peripecias de aquel film. Y la sensación de peligro y potencial horror son similares. El problema es que la película todo el tiempo se interpreta a sí misma y el espectador pareciera no tener permiso para hacer su propio viaje ni sacar sus propias conclusiones.

La ciencia ficción de corte terapéutico tiene ese problema y muy reconocidos directores parecen caer una y otra vez en esa rara trampa, de Alfonso Cuarón a Christopher Nolan, de Denis Villeneuve a Damien Chazelle. Todos ellos pueden manejar cuestiones de puesta en escena con brillantez, imaginación y momentos de abrumadora belleza, pero muchas veces tienden a perder esas cualidades a la hora de construir personajes creíbles atravesando esas circunstancias. Es como si la inmensidad de la galaxia los hiciera perder contacto con la realidad y la lógica de sus tramas invirtiera los valores exploratorios del cine de aventura y espectáculo hasta negarlos. Gray, un cineasta habitualmente más discreto y clásico, más apegado a las complejidades y ambigüedades del mundo real, no puede evitar caer en esa misma trampa. Y en Ad Astra termina convirtiendo lo que podría haber sido una fascinante exploración acerca de la soledad, los miedos y la tenacidad de un hombre que decidió hacer de su vida un viaje a lo desconocido en una culposa y torturada confesión de un cincuentón triste que, de haber tenido un papá atento y cariñoso, habría preferido quedarse tranquilo en su casa mirando partidos de béisbol.