Actividad paranormal

Crítica de Orlando Verna - La Capital

Advertencia: no es una película para personas impresionables ni para aquellas que creen que la noche fue hecha para que los demonios salgan a pasear. Filmada como un falso documental (al estilo de “El proyecto Blair Witch”), en una semana y con un exiguo presupuesto; apadrinada por Steven Spielberg (quien defendió el trabajo original del director en detrimento de rodar una remake); publicitada únicamente en ciertos círculos cinéfilos o de boca en boca; y exitosa al punto de convertirse en la cinta independiente más taquillera de la historia del cine (si se comparan los 15 mil dólares invertidos con los 100 millones recaudados sólo en EEUU), “Actividad paranormal” consigue ser espeluznante, como pretende ser cualquier película del género de terror y que a esta altura pocas logran.
Katie y Micah forman una joven pareja y viven en una casa en San Diego. Allí la chica comienza a observar cómo se repiten algunos sucesos inexplicables de su infancia. Puertas que se cierran o lámparas que se mueven solas y ruidos sin motivo forman parte de un menú que el chico quiere registrar comprando una cámara de video.
Pero solamente consiguen enojar al responsable de esos incómodos acontecimientos.
De esta manera y a medida que avanza en su relato, el filme se va tornando cada vez más estremecedor. Sobre todo porque el espectador tiene el mismo punto de vista de los protagonistas, el de la filmación, y puede embeberse de su crispación ante el enigma sin resolver.
Pero sin dudas el terror emana del lugar y el momento en el que se dan los hechos. Desde que la modernidad inventó la intimidad y la ubicó entre bastidores, el dormitorio y el sueño resultan en metáforas de la introspección y la salvaguarda del mundo exterior en el que los hombres desarrollan su vida. Y el monstruo, si es que existe alguno, aparece de noche.
Y aunque el guión sea incongruente en algunos aspectos (especialmente en los racionales), construye un climax de extrema tensión, de esos que hacen gritar al público más sensible en la sala y que pone la piel de gallina cuando la cosa se pone fea. Para asustarse en serio y luego soñar con demonios parados al lado de nuestra cama.