Acorralados

Crítica de Juan Pablo Cinelli - Página 12

Demasiadas debilidades para creer

La idea es de lo más sencilla y ya desde su título propone un juego de palabras (no muy brillante) que lo deja claro. Ambientada antes de la Navidad de 2001, en ese Acorralados se funden las millones de víctimas que padecieron la retención de sus ahorros con el corralito –gentileza de Domingo Cavallo y Fernando de la Rúa– y un grupo de personas más reducido que a partir de aquella circunstancia se ve envuelto en una situación sin salida.

El centro lo ocupa Don Antonio, que en la primera escena le confiesa a la tumba de su mujer que ha tomado una decisión, y se pone una pistola en la cabeza. El intento de suicidio se ve frustrado por dos pibes chorros que le roban los zapatos, el cinturón y la boina. Todo ocurre dentro de un cementerio parque: en sólo dos escenas, Acorralados muestra sus debilidades argumentales. Como ocurre con otras producciones nacionales recientes, esta está construida desde una idea de cine avejentada, que ni en su mejor época produjo buenas películas. Montada torpemente y musicalizada de modo explícito, la trama acumula golpes de efecto: Antonio llega al banco que retiene sus ahorros y, granada en mano, exige que se los entreguen. Para ese momento ya se sabe que además de viejo, viudo y estafado, también es insulinodependiente. Y entre los rehenes hay una pareja con un hijito sordo, un joven noble y suicida cuya novia enferma se mató para no ser una carga, y los empleados del banco, que son más cándidos que aquel de Voltaire (lo cual es mucho). Ante un panorama semejante, no es extraño que los deus ex machina se vayan acumulando para inventar un insólito final feliz, allí donde en la historia no lo hubo.

La idea de jugar con los hechos a la vez trágicos y traumáticos de un pasado reciente, en principio no tiene nada de malo. El problema es la absoluta falta de recursos (o la mala selección de ellos) para contar el cuento elegido de una manera convincente. La elección del elenco no ayuda a definir el tono narrativo del film. Mientras Federico Luppi entrega una de sus clásicas actuaciones realistas –y hay que reconocer que hace hasta donde el guión se lo permite–, Esther Goris se maneja en un registro farsesco y el comisario de Gustavo Garzón parece salido de un policial de esos que mezclan comedia con intrigas. Es decir, tres películas distintas según el personaje que ocupe la pantalla. Y no es un film que cruce géneros para causar un efecto narrativo, sino uno que no sabe cómo quiere contar su historia. El resultado es que no hay película.