Abrir puertas y ventanas

Crítica de Martín Iparraguirre - La mirada encendida

El espacio en que no estás

El cine es el reino de las apariencias: el valor de un filme, incluso su efectividad, no dependen tanto de un guión o del discurso oral de sus personajes como de la forma en que la cámara se relaciona con sus cuerpos y objetos, con la materialidad del mundo que busca atrapar (lo que incluye sus sonidos). Acaso el gran desafío que enfrentan muchos directores -y que pocos son capaces de sortear del todo-, es la necesidad de recurrir a la fisicidad del mundo para mostrar los procesos dramáticos que intenta narrar, relacionados a la interioridad de sus personajes, sin recurrir a discursos explicativos ni psicologismos reduccionistas. El mundo siempre es más variado y más rico que un discurso racional; allí está su misterio y su belleza, como también la del cine, que es un modo de explorarlo y entenderlo. Un filme argentino estrenado únicamente en el Showcase de Villa Cabrera, Abrir puertas y ventanas, primer largometraje de Milagros Mumenthaler, es la muestra patente de las posibilidades del cine, de cómo puede atrapar lo inasible en imágenes.

Su título es una bella síntesis de la película porque dispara una multiplicidad de sentidos, todos pertinentes: hay una situación de duelo que deben afrontar tres hermanas jóvenes, que tienen sus secretos y dolores escondidos, también deseos y anhelos guardados, y que deberán abrirse a sí mismas y a sus pares para superarlos; hay una nueva situación de incertidumbre que embarga sus vidas, la obligación de enfrentar un futuro desconocido, y los conflictos que conlleva; como también hay una dimensión material de esa apertura, relacionada al espacio que habitan los personajes, la casa familiar heredada de sus predecesores. La ópera prima de Mumenthaler (que obtuvo el premio mayor en el prestigioso Festival Internacional de Locarno) consigue mixturar esas dimensiones de lo íntimo y lo público con una delicadeza notable, que no necesita recurrir nunca al subrayado discursivo para lograrlo; más bien al contrario, se diría que la directora trabaja desde la ambigüedad, desde la incertidumbre misma que viven sus personajes.

El primer plano de la película es una invitación: filma la puerta que franquea el jardín de la casa de nuestras protagonistas; una vez cruzada, nunca volverá a salir de ése ámbito, pues el hogar de Marina (gran debut de María Canale), Sofía (Martina Juncadella) y Violeta (Ailín Salas) es un personaje imprescindible para la propuesta de Mumenthaler. La directora filma los espacios y los objetos que animan esa vivienda como una materialización de las ausencias que sufren estas hermanas, cuyos procesos internos se definirán por la forma en que se relacionen con ese pasado común. Sucede que unos meses atrás ha muerto su abuela, que presumiblemente ha sido la responsable de su crianza porque sus padres se han ido hace tiempo. Hay un nuevo orden que construir en el hogar, y todas las hermanas viven un momento central en sus vidas (tienen entre 17 y 24 años), porque deben comenzar también a definir su futuro. Cada una reaccionará a su modo, no sin recelos ni fuertes disputas: hay quien se irá de casa con un amor secreto, otra intentará destruir todo lazo con ese pasado, la tercera querrá mantener precariamente un orden perdido.

La delicadeza formal de Mumenthaler es inmensa, aunque se mantiene siempre en segundo plano: su puesta de cámara (con planos medios y planos detalle cuidados al extremo, con gran uso de la profundidad de campo) permite al espectador habitar un universo complejo, donde de algún modo los propios protagonistas son extraños. De allí que evite salir del hogar y apueste sin concesiones al fuera de campo: el desafío consiste en atrapar un momento de la vida donde todo se ha vuelto incierto, una especie de limbo donde los hombres se asoman a su verdadera condición existencial, la posibilidad del vacío (o la nada sartreana). Lo significativo es que lo haga sin ningún salvavidas: no hay trucos ni guiños al espectador, no hay vueltas de tuerca inesperadas, apenas la posibilidad de asomarnos a una cotidianeidad en crisis donde sus protagonistas deben construir una nueva intimidad, y donde la cámara funciona como un espectro que tiene el privilegio de asomarse a un momento determinado de esas vidas. Una vez que las protagonistas hayan podido abrirse a sí mismas y al resto, empezarán a encontrar algunas respuestas.

Por Martín Iparraguirre