Aballay

Crítica de Miguel Frías - Clarín

Sin afán pedagógico

Western gauchesco, con más acción e introspección que corrección política.

En el cruce entre la literatura introspectiva de Antonio Di Benedetto -autor del cuento en el que se basa esta película- y el western más sangriento y expresionista, Aballay, el hombre sin miedo se destaca por su potencia visual, abundante en aciertos formales, y por sus buenas actuaciones, imprescindibles para generar una atmósfera de época nada solemne, natural y descarnada, con pinceladas, incluso, de humor sutil.

No es poco. Fernando Spiner tenía mucho para perder al abordar el subgénero gauchesco, transitado por algunos de los realizadores más ilustres del cine nacional.

Aballay...

no sólo resiste las comparaciones: se destaca, además, por su personalidad. Discurre al ritmo de la épica de aventuras -con escenas de alto impacto, a lo Sam Peckinpah-, con un trasfondo místico/popular (a lo Leonardo Favio), y una saludable incorrección política.

Hablamos de una trama, impulsada por la venganza, que hace eje en la confrontación entre un joven de la gran urbe (Buenos Aires) y el mundo salvaje de los gauchos (en este caso, de los Valles Calchaquíes). La película, que jamás condesciende a la docencia ni las apologías de nuestros antecesores, se atreve a mostrar un universo brutal, machista, sin leyes. Un universo sin redención, apenas con culpas.

En este punto, hay que destacar la rara combinación entre la fábula y el naturalismo: eclecticismo que se refleja en la estética del filme. La película empieza con Aballay (Pablo Cedrón) como un gaucho forajido, vandálico, impiadoso, que al atacar a una diligencia y matar a un hombre queda perturbado por la mirada del pequeño hijo del asesinado. Luego, tras un salto de una década, cuando Julián (Nazareno Casero), el chico convertido en hombre joven vuelve por venganza, Aballay se ha convertido en mito, santo, leyenda.

¿Qué ocurrió en esos diez años? Atormentado por la culpa, tras haber escuchado hablar de los estilitas, quienes se instalaban en el extremo de columnas para expiar sus pecados, Aballay ha decidido vivir sobre su caballo, sin desmontar, convirtiéndose en una suerte de centauro. Este “héroe” gauchesco, como otros, es un solitario, incluso un ermitaño, un anacoreta, que no cree en el Estado, ni en ninguna otra forma de organización ni de poder. Por eso, uno de sus ex secuaces, El Muerto (extraordinaria actuación de Claudio Rissi), aparece como su contrapunto, convertido en un caudillo autoritario y feroz.

La película, dinámica y a la vez cadenciosa, incorpora una subtrama romántica: Julián se enamora de Juana (Moro Anghileri), mujer de El Muerto, quien la toma a ella como a un objeto de humillación, de posesión, de ejercicio del despotismo. Estos dos personajes, sometedor y sometida, los únicos que no tienen dilemas morales, se agregaron en la adaptación. Están muy bien interpretados y, aunque podrían representar la parte maniquea de la historia, funcionan muy bien como elementos dramáticos.

El punto de vista es el de Julián; débil en ese entorno, aunque luego sanguinario. Los virtuosos encuadres -desde los planos cerrados de la violencia hasta las panorámicas de un paisaje sublime-, la fotografía, el trabajo de sonido y la música conforman una obra con más impacto que moraleja, infrecuente en el actual cine argentino.