Aballay

Crítica de Beatriz Molinari - La Voz del Interior

Los ojos de la memoria

A Julián la vida lo puso en un lugar que jamás hubiera elegido. Era un niño cuando presenció el asesinato de su padre, a sangre fría, en un camino perdido entre los Valles Calchaquíes. En una época sin fechas, Aballay y su banda de gauchos matreros siembran muerte y dolor, saqueos y todo tipo de abusos. 10 años después, Julián vuelve decidido a vengar esa muerte. Le queda el dolor y una carpeta con sus propios dibujos, retratos de los asesinos y el facón de funda plateada.

Fernando Spiner filmó Aballay, el hombre sin miedo , sobre el cuento homónimo de Antonio Di Benedetto. En el escenario imponente de la geografía tucumana, el director planta una historia de gauchos metidos en el relato de un western criollo, por momentos, cerca de la mirada impiadosa de Clint Eastwood. Su perspectiva pone en juego temas universales, como la violencia, la venganza y la culpa, junto a las devociones populares, los modos de hablar en sintonía (aunque no siempre) con la naturaleza, la riña de gallos, el ranchito y la mujer, así como la promesa de redención y la escasa esperanza en el amor.

“Estoy envenenado”, dice Julián. Ha salvado el pellejo de la crueldad del juez de paz de La Malaria, el segundo de Aballay en sus tropelías del pasado, pero debe cumplir el mandato de vengar a su padre. Nazareno Casero cumple el rol con intensidad, sobre todo en las escenas con Moro Anghileri, la chica ultrajada por el Muerto, apodo del personaje que desarrolla con fuerza protagónica Claudio Rissi. Su malo es de antología, mano a mano con Pablo Cedrón. Éste logra con gestos el dramatismo en la conversión de asesino a gaucho trágico. Así como en un segundo se puede segar una vida, él cambia la propia cuando los ojos de aquel niño no dejan de perseguirlo.

Mucho después del incidente, Aballay está retirado, alejado de todo, en la misma tierra sin ley. Los elementos trágicos quedan expuestos brutalmente en escenas sangrientas muy bien logradas. Hay que pasar esos tragos amargos. Pero Spiner también reserva momentos teatrales, de planos cortos, que aflojan la tensión casi permanente de la película. En esta historia de una redención, con pocos diálogos y largos silencios, cobra sentido la grandiosidad del paisaje fotografiado por Claudio Beiza. La dirección de arte de Sandra Iurcovich y la música de Gustavo Pomeranec ponen énfasis en el relato sobre esos personajes que no pueden escapar del drama que los alcanza.