A million ways to die in the west

Crítica de Jorge Luis Fernández - Revista Veintitrés

Pistolas mojadas

Marchas militares al estilo John Philip Souza, títulos en carteles que evocan a los films de John Ford y voluminosos escenarios naturales que evocan a los spots de Marlboro. El segundo film de Seth MacFarlane, actor, dibujante, músico y hombre espectáculo todo terreno, es un verdadero puñetazo a la creatividad y (lo que es peor) al sentido común.
El protagonista de A million ways to die in the West (que transcurre, obviamente, en el mítico Far West) es Albert Stark (MacFarlane), un criador de ovejas eternamente endeudado por su novia Louise (Amanda Seyfried). A la hora de saldar deudas, Albert encuentra mil ardides y logra escaparles a los duelos de pistola, pero cuando el petit bourgoise Foy (Neil Patrick Harris) roba el corazón de su Louise, no le queda otra que enfrentarlo. Albert es torpe con ganas, una mala copia sonora de Chaplin y Buster Keaton, pero entonces aparece Ann (Charlize Theron), escapada de un grupo de forajidos, que le enseña a disparar y un par de cosas más interesantes.
Y eso es todo, más o menos. Apenas hay una historia, aunque por cierto hay muchísimas bromas. Más allá de gustos e ideologías, la industria de Hollywood poseía un sello distintivo, un amplio margen de calidad que daba pistas acerca de lo esperable. A million ways to die in the West constata que, de unos años a esta parte, Hollywood está listo para entregar cualquier cosa. La película es altamente grosera, escatológica y a medida que las bromas suben de voltaje uno se siente más fastidioso, como soportando al Jaimito de una madre que no está dispuesta a ponerle freno. MacFarlane no tiene frenos, y eso es lo terrible; guionista, productor, protagonista y director, el todo terreno es padre absoluto de la criatura y la arroja, peluda, a grito pelado, en los brazos del público. Si a la gente le gusta o no parece, para él, harina de otro costal.