300: El nacimiento de un imperio

Crítica de Jorge Luis Fernández - Revista Veintitrés

Un peplum ultramoderno

Aunque esta vuelta ceda la dirección al israelí Noam Murro, la segunda entrega de 300 consolida el estilo personal y barroco de Zack Snyder para trasladar gráficos de cómics (como ya había hecho en Watchmen) a la pantalla. Más que una saga, El nacimiento de un imperio ocurre en simultáneo con la cruzada de los 300 espartanos contra el ejército persa; la película muestra el origen del conflicto entre Grecia y Persia para concentrarse luego en las batallas de Temístocles al frente de los atenienses, resistiendo las invasiones persas de ultramar al mando de la bella Arístides.
Poco importa que Arístides haya sido un varón y haya enfrentado a Temístocles en el seno de Grecia; importa que la saga logre su objetivo como nuevo cine de aventuras, un peplum al cubo donde cada soldado tiene el torso de Steve Reeves, un festín de fantasías homoeróticas (algo que Snyder hace explícito cuando la reina Gorgo, nuevamente interpretada por Lena Headey, le pregunta a Temístocles, con algo más que ironía, si lo excita el entrenamiento de sus soldados espartanos). Pero la carne, así como la historia, es falsa. Con un departamento de artistas visuales extenso como la guía telefónica, 300: el nacimiento de un imperio debe ser el artificio mejor elaborado de la industria en lo que va del año, mucho más fiel al cómic original de Frank Miller que la celebrada adaptación de Sin City. El resultado, aunque desigual, con escenas que, en el peor de los casos, parecen una reconstrucción de History Channel y, en el mejor, vistas nocturnas del mar Egeo ascendiendo hacia las lunas de Urano, es un innegable logro técnico del cine contemporáneo.