3 Corazones

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Romances de provincia

3 corazones tiene como centro y tema principal una reconocida perversión francesa. Se trata del amour fou: amor loco, desesperado, que enciende y condena a los amantes a la extinción; una clase de asunto sin salida que sólo puede avanzar y estallar, desgarrando todo a su paso y arrastrando en la marea a los participantes. Marc y Sylvie aciertan a conocerse una noche en la que él ha perdido el último tren de regreso a París y rumia su descontento frente a una botella de agua mineral en el primer bar que encuentra. El hombre está ansioso, dominado por el stress, y carga con un corazón cuyo funcionamiento en los últimos tiempos se ha vuelto poco confiable: la película no se priva de establecer desde el principio un juego elemental entre el órgano denominado corazón y el corazón de los sentimientos llamémosles románticos. Marc ve a la mujer pasar por la vereda y sale tras ella; está claro que es un cazador inveterado, un hombre de “todas las mujeres”, como se sincera cuando logra ganar su confianza. Un movimiento de la cámara y un estruendo fugaz de música preceden la veloz salida de Marc tras su presa y dejan ver una calle vacía, bellamente iluminada. ¿Es el vacío sin nombre que acecha el futuro de los amantes, el mismo que señala con desolación anticipada la no concreción de su unión? Como sea, Marc camina al lado de Sylvie y entabla rápidamente conversación; le hace lo que se llama un chamuyo, convite de sociabilidad que resulta tan conveniente como pedestre. Benoit Jacquot, el director, filma la caminata con gracia y sin mucha imaginación. La cámara, como en buena parte del cine francés contemporáneo, se mueve levemente, como si flotara, y sugiere la precariedad del instante. Los dos actores están muy bien: él (Benoít Poelvoorde), cien por ciento francés, proverbialmente feo y desaliñado; ella (Charlotte Gainsbourg) con cara de bambi, ojeras cruentas y cuerpo de adolescente que se empeña en desmentir los cuarenta años de la actriz. “Esto parece un pueblo fantasma”, dice Marc. “Así es la provincia”, replica Sylvie, colérica pero secretamente divertida. No ha pasado nada entre esos dos, pero están enamorados, el amor loco lo prescribe así. Antes de despedirse acuerdan una cita para dentro de una semana en el Jardín de las tullerías.

El día convenido Marc va con retraso porque no puede deshacerse de unos clientes chinos muy cargosos (en uno de los gags con menos comicidad del año), acude a toda velocidad y en el camino le da un infarto. La mujer espera lo que considera un tiempo prudencial y se marcha. Toma el tren de vuelta y llega arrasada en lágrimas a la casa de su madre (Catherine Deneuve), en la que vive luego de su separación. Tiempo después, su ex marido la convence de volver a estar juntos y parten a los Estados Unidos. Más tarde Sophie (Chiara Mastroianni), hermana de Sylvie, va a París por el tema de una deuda impositiva que tiene con el negocio que compartían y que ha quedado a su cargo. Ese tema es nada menos que el que incumbe al oficio de Marc: encargarse de poner en orden a los deudores con el fisco y facilitarles planes de pago. Sophie y Marc se conocen y, fatalmente, se enamoran. El corazón de nuestro dudoso héroe no afloja, a pesar de los achaques.

3 corazones podría ser una comedia pero no lo es, más que nada porque el director luce demasiado envarado, demasiado seguro de que tiene entre manos un dramón acorde a la tradición siempre trágica del amor imposible. La película fluye apática y más o menos elegante, con encuadres pertinentes, un poco rastacueros, que observan con una complacencia indisimulada los modales y los usos de la alta burguesía de provincia. Por otra parte, no está tan mal la escena en la que Marc se mete en la computadora de Sophie y se le aparece Sylvie en el Skype, y él al verla retrocede en las sombras del cuarto, espantado y sin saber si ella lo reconoce o no. En todo caso, Marc la reconoció a ella y vive mortificado a partir de allí, esperando que todo estalle. La idea peregrina de la película es que algo incómodo e innombrable habita en el corazón de las vidas silvestres, algo a lo que sólo se puede dar rienda suelta en la clandestinidad. Jacquot se preocupa por las imágenes bellas, los detalles del mobiliario, el desempeño equilibrado de sus intérpretes, la discreción del comentario musical. Es decir, todo lo que hace a un “film correcto”. En algún punto, la esterilidad de la película se predica justamente de la adscripción entusiasta a un tono (el buen tono, por supuesto; toda una idea del cine), a una política de la imagen adecuada, del timing narrativo, del sentido de la oportunidad dramático. En medio de ello, sin embargo, el director se dedica a mostrar, con una delectación más bien lúgubre, las consecuencias un poco descorazonadoras de los arrebatos emocionales de los personajes. ¿Algún momento para recordar? Sí, sin dudas. Aquel un poco grotesco, epítome a su pesar de un drama civilizado que pierde los estribos, en la que el personaje de Gainsbourg advierte que ha sido descubierto en su infidelidad y se abraza a las rodillas de su marido en plena calle rogándole entre sollozos que la perdone. La escena tiene lugar en un barrio de caserones y nadie presta atención a lo que ocurre fuera del perímetro de esos parques majestuosos. Para la película, los que encarnan el dolor verdadero se convierten en parias.