120 pulsaciones por minuto

Crítica de María Bertoni - Espectadores

120 pulsaciones por minuto transcurre en Francia a principios de los años ’90 pero aborda un fenómeno que se anuncia característico del siglo XXI: la(s) ausencia(s) del Estado en el ámbito de la salud. En otras palabras, la película de Robin Campillo invita a considerar nuestro presente a partir de la lucha que los integrantes parisinos de la agrupación ACT UP llevaron adelante contra la inacción del gobierno de François Mitterrand y de los laboratorios frente a la funesta propagación del HIV. De hecho, bastante antes de que apareciera este film, hicieron algo por el estilo quienes alguna vez les sugirieron a las asociaciones de familiares contra el Alzheimer que imitaran aquella militancia capaz de visibilizar una enfermedad perturbadora, convertirla en prioridad sanitaria, acelerar los tiempos de la investigación científica enfocada en hallar un tratamiento eficaz.

La ficción del realizador marroquí desembarcó en la cartelera argentina justo cuando los Ministerios de Salud de San Luis y otras provincias denunciaron que el Estado nacional estaba incumpliendo el cronograma de entrega de retrovirales a cerca de sesenta mil enfermos registrados en el Programa Nacional de SIDA. La coincidencia resalta la arista política del largometraje que en 2017 ganó cuatro premios en el Festival de Cannes.

120 pulsaciones… gira en torno a la pareja que conforman Sean y Nathan, y que interpretan los magníficos Nahuel Pérez Biscayart y Arnaud Valois. Sin embargo, el gran protagonista del film es el sujeto colectivo que constituyen los organizadísimos miembros de ACT UP. Esta decisión narrativa se ve reflejada en la rigurosa recreación de marchas públicas, y de los meetings convocados para pergeñar campañas gráficas, coreografías callejeras, irrupciones en laboratorios, conferencias, escuelas.

Campillo representa muy bien las dos actividades militantes por excelencia: discutir hasta acordar la estrategia de acción, y poner en práctica dicha estrategia. El realizador se maneja con destreza en espacios cerrados (la suerte de aula donde se reúnen los activistas; oficinas y pasillos de multinacionales farmacéuticas; salones de cumbres científicas) y en la vía pública. Dirige con la misma comodidad tanto a actores secundarios y extras encargados de la representación colectiva como a Pérez Biscayart y Valois cuando encarnan a sus personajes en la intimidad.

Sobre todo al principio del film, es posible que algunos espectadores encuentren un poco apabullantes los debates entre los integrantes de ACT UP Paris. Justo en ese momento impacta la camaleónica conversión del argentino Pérez Biscayart en un francoparlante hecho y derecho.

Desde cierta perspectiva militante, 120 pulsaciones por minuto contrasta notablemente con El club de los desahuciados o Dallas Buyers Club, que en nuestro país se estrenó hace cuatro años. Basada en la historia de un estadounidense de carne y hueso, la película de Jean-Marc Vallée también recrea la época en que el sida era considerado una enfermedad oportunamente higiénica además de mortal. A diferencia de Campillo, el realizador canadiense prefirió relatar la lucha solitaria de Ron Woodroof, así como Jonathan Demme contó aquélla de Andrew Beckett en Filadelfia.

La comparación cinematográfica sugiere que existen dos maneras de recrear la lucha de los portadores de HIV, no sólo contra las enfermedades que provoca la inmunodeficiencia adquirida, sino contra el desamparo estatal y el maltrato de la industria farmacéutica. Una reivindica la construcción de un sujeto colectivo; la otra prefiere al héroe solitario y casi-casi autosuficiente.