1100

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

El día termina y vuelve la noche

Un estado de ánimo cada vez más alterado durante la jornada de trabajo de un taxista, en quien se cifra una lectura social.

La relación con la película Taxi Driver es oportuna, no hay por qué eludirla. Si en aquel film el mundo se extrañaba, a partir de la mirada de un psicópata nada ajeno a la psicopatía de su sociedad, habrá que pensar en tales términos al momento de abordar 1100. Ópera prima de su director, Diego M. Castro (con cortometrajes previos y tarea documental en Señal Santa Fe), 1100 es el número de placa del taxi que conduce otro alienado. Más circunspecto, introvertido y recargado de emociones, el taxista que compone Santiago Ilundain parece contener una serie de descontentos que sólo esperan el momento indicado donde explotar.

Si esa liberación sucediera -algo que probablemente ocurra, y que el film de Castro hace bien en sugerir-, las consecuencias no serían nada agradables. Además, si tal extroversión adquiriera forma en la pantalla, las imágenes habrían de golpear de una manera inmisericorde. Porque, ¿qué es lo que haría? Tal vez nada. Quizás prosiga en esa misma faena y rutina que lo cansa y hunde. Pero si no explota él, seguramente lo haga otro.

Todo esto conjugado en un día en la vida de Leo (Ilundain), quien parte hacia otra jornada de tarea provista de pasajeros eventuales y diálogos que él comparte en silencio. Como una tapia. Con él, las voces de quienes viajan suenan variadas y exhiben rencores, amores, secretos. Pero antes de entrar en este día-vorágine, el relato de 1100 comienza la noche anterior. El calvario inicia con el pasajero que tose de manera reiterada y se descompone.

Esta secuencia involucra, al menos, dos referencias más. Una de ellas es Vidas al límite (otra vez la dupla Martin Scorsese y Paul Schrader, director y guionista de Taxi Driver), en donde Nicolas Cage atraviesa el infierno en ambulancia durante una noche (el calvario de Leo será a lo largo de un día, con la digitación inevitable del paso del tiempo, algo que la noche sabe transgredir). La otra se relaciona con Los nuevos monstruos, el film coral de Monicelli/Risi/Scola, concretamente con el episodio donde Alberto Sordi encuentra a un accidentado al que sube a su coche, para convertir ese viaje nocturno en algo grotesco.

En sentido análogo, la secuencia inicial desencadena en 1100 una inestabilidad mayor, distinta al ajetreo de rutina. En este sentido, una yuxtaposición de situaciones habrá de repercutir entre sí. A propósito, ¿el taxista asiste al moribundo? ¿O se lo saca de encima? Como huella del episodio, habrá elementos que lo recuerden: gotas de sangre que más vale limpiar (tal el consejo "amable" del dueño del coche, que interpreta Tito Gómez), y un paquete envuelto en papel de diario que quedó olvidado en el asiento trasero. Todo parece confabular.

Por eso, mientras resuelve su jornada, procurará devolver este paquete. ¿No te fijaste qué tiene?, le dicen. Un "McGuffin" con el cual Diego Castro acciona los hilos de la trama de manera profunda, porque involucra al espectador y su curiosidad. No es el único recurso, el otro, fundamental, tiene que ver con obligarlo al viaje perpetuo, a permanecer dentro del auto cuantas veces y por el tiempo que sean necesarios. De este modo, la sensación de letargo se pronuncia y condice con la actuación notable de Santiago Ilundain, cuyos primeros planos lo llevan a ser el sostén icónico. Su mirada ladeada, cabizbaja, de cigarrillos constantes, en escorzo, con la nuca y sienes siempre transpiradas, hace que su tarea sea el eje de lo demás. Casi no habla, se mueve de manera ausente, mira cómo todo se resquebraja -su misma casa, aquejada por los golpes de una construcción cercana- y no reacciona. Tal vez espere que todo se desmorone. Alrededor suyo tampoco hay miramientos de un comportamiento muy distinto. En ese sentido, y teniendo en cuenta los otros dos personajes principales, hay un sonambulismo compartido.

Así lo señalan las costumbres de su pareja (Cecilia Patalano) y su madre (Andrea Fiorino). En el primer caso, una mujer que todavía trabaja en la barra de un bar nocturno y que cuida de su silueta preciada. Tal vez, según deja entrever el propio Leo en un diálogo con su madre, ella se decida por intentar algo diferente, una tienda de antigüedades. "¡Qué boludez!", dice la madre sin disimulo (la admirable Fiorino), mientras recurre al hijo para el arreglo de enchufes o cañerías. Así como la casa de Leo, el departamento de su madre decae, tanto como ella, cuyos movimientos delatan un nerviosismo que apela a cigarrillos escondidos en la ropa.

Estos detalles escriben relaciones entre los personajes y dan cuenta de un guión sólido: sea en relación a las semejanzas y urticarias entre madre e hijo, como las que existen entre las dos mujeres. Mientras, el contorno general que perfila 1100 es el de una ciudad (Rosario) que se extraña, que muta, que no está del todo en foco (virtud del trabajo del DF, Lucas Pérez), en donde los sonidos también se alteran (otro punto técnico a favor para Santiago Zecca). Rosario aparece como una morada algo agrietada, todavía vivible, con diferencias sociales y abulia ciudadana.

Es notable cómo el film construye, en este sentido, un círculo entre el pasajero del inicio con el del final, sea por la extracción social diferente de cada uno, pero también por la tos constante de los dos. Ambos, partes de un mismo entramado social. Por donde circula, además, un hecho cruento, un femicidio que ocupa la tarea periodística. De manera acorde con la ironía que prevalece en el relato, no está claro si esta prédica mediática -con la televisión como ojo eléctrico omnipresente- está preocupada por lo que registra o atenta con el morbo.

En otras palabras, es esta línea delgada por donde transita el taxi de 1100. Lo hace desde una preocupación estética que enrarece lo que toca mientras lo vuelve pantanoso. La película se hunde cada vez más. Al término del día, otra vez la noche. En esta secuencia final -en donde lo figurativo comienza a descomponerse junto a un sonido que aturde- aparecerán los puntos suspensivos. Nada casual, dentro de otro espacio encerrado, entre luces estroboscópicas y tragos alcohólicos.