1100

Crítica de Fernando G. Varea - Espacio Cine

Un número, una persona, un estado de inquietud. Nueve años atrás, después de haber participado en la producción y realización de una media docena de películas (y de haber encarnado a Pocho Lepratti en un corto de Leonardo Albri), el rosarino Diego M. Castro competía en el BAFICI con su corto 8:05, que meses después lo llevó al Festival de Locarno, antes de fundar junto a Marina Sain la productora Minúscula. En el festival porteño, Castro no sólo estaba atento a su trabajo: también iba y venía aprovechando las otras funciones del festival.
Es que Castro es un realizador cinéfilo y cuidadoso con sus proyectos. Su primer largometraje llega tras la experiencia de una serie de clínicas y concursos (Raymundo Gleyzer y Ópera Prima del INCAA, Espacio Santafesino), sumándose subsidios y auspicios varios. De esa manera –repitiendo su interés en titular sus obras con fríos números, como se nos suele identificar muchas veces a las personas– pudo gestar 1100, film de ficción en torno a un taxista con una crisis personal que parece resonar en una crisis mayor, de la sociedad toda.
Serio, introvertido, cumpliendo con lo que debe hacer casi por inercia, Leo, el protagonista (Santiago Ilundain), parece haber llegado a un punto en el que (por razones que desconocemos, aunque podemos intuir) no puede depositar su confianza ni su pasión en nada ni nadie. Comienza escuchando música en el taxi, pero luego se desentiende de la misma y no lo entusiasma ni la propuesta que le hace un vecino para sumarse a su banda ni los comentarios de un simpático pasajero músico. Hace arreglos hogareños en su casa y en la de su madre, pero los vínculos tanto con ella (Andrea Fiorino) como con su esposa (Cecilia Patalano) oscilan entre el fastidio y la resignación. Algún tipo de convicción personal lo lleva a no abrir el paquete que alguien dejó olvidado en su taxi o a quitar el rosario que cuelga del espejo retrovisor, pero, al mismo tiempo, no se muestra solidario con quienes se acercan a pedirle limosna y responde con desganados monosílabos a los pasajeros que intentan amistosamente iniciar una conversación con él.
1100 sigue obstinadamente a Leo. Los planos son siempre cercanos: sólo lo que tiene a mano, o lo que ve desde las ventanillas del coche, es expuesto por la cámara, que a veces se desliza con suaves movimientos para recorrer detalles de sus manos o sus acciones. Al comienzo, breves planos fijos de su casa aluden silenciosamente a aspectos de su personalidad (buen recurso ya empleado en 8:05), en tanto otras referencias (el hecho de no tener hijos, el descuido en el que vive su madre) aparecen después distraídamente, como posibles causas del malestar que lo afecta, aunque Castro prefiere que esos elementos queden fluctuando como interrogantes. Al no apelar a un realismo sucio o descarnado, ni a un sacudimiento permanente procurando un efecto de desesperación, se diría que el trabajo de Castro tiene menos de los Dardenne que de algunas películas más enigmáticas, como El empleo del tiempo (2001, Laurent Cantet).
Para lograr que, como espectadores, acompañemos las sensaciones de Leo, el guionista y director se apoya en el fondo sonoro de la ciudad latiendo alrededor y en la excelente actuación de Ilundain. Despeinado, transpirado, fumando permanentemente, el actor transmite ensimismamiento y cansancio sin recurrir a nota falsa alguna, desdeñando todo tipo de pose, siempre con el tono justo de voz. La pasividad de su personaje puede irritar, de la misma manera que fastidia a su pareja: cabe preguntarse si no habrá sido él mismo el que condujo su vida hacia esa suerte de camino sin salida.
A la vez que bucea en el estado de ánimo de su personaje principal, 1100 sugiere una visión de Rosario, o de la sociedad argentina en general, igualmente marcada por la crisis. Desde los ruidos de una construcción vecina y las noticias sobre un caso de violencia de género hasta el temor a ser asaltado o los pensamientos que le sugiere un pibe trasladado a un barrio elegante, todo habla de un contexto cruzado por desequilibrios. Aunque no lo diga en voz alta, o no sepa qué hacer, Leo encuentra en torno suyo motivos de desmoralización que se suman a los de su situación personal. Un hecho policial, o más de uno, lo inquietan (como lo sugieren la intriga que le provoca el paquete o su visita a las cascadas del Saladillo, donde se produjo el acto de violencia en el que insiste la televisión), tal vez porque le traen un mal recuerdo o porque empieza a sentirse seducido por el mundo del delito, como posible medio para zafar de su vida gris.
Película deliberadamente abierta, 1100 deja pensando en el futuro inmediato del protagonista, cuya impaciencia aumenta después de una discusión con un pasajero. De los cabos que habrá atado el espectador, o incluso de sus deseos, dependerá que lo que sigue en la vida de Leo pueda ser una manifestación de rebeldía, un replanteo de su trabajo y sus relaciones, o la necesidad de sacar a la luz algo turbio hasta entonces oculto.

Por Fernando G. Varea