En una de las primeras escenas de “Sin nada que perder” un graffitti reza en una pared “3 veces a Irak pero no hay plata para nosotros”, y con esa declaración el espíritu del film queda grabado a fuego en el espectador. David Mackenzie retrata a dos hermanos del Estados Unidos profundo, de tierra árida que encuentran en el robo a sucursales de banco una válvula de escape para su presente comprometido económicamente. Sin nada que perder avanzarán hasta que un jefe de policía se obsesione por encontrarlos. Técnicamente impecable, y con un notable trabajo actoral (Jeff Bridges, Chris Pine, Ben Foster) y un guion hábil, esta película es una de las grandes novedades del 2017.
Barry Jenkins es un artista. Narra la historia de “Luz de Luna” con imágenes bellas, que contrastan con la dolorosa historia de su protagonista, una persona que ha debido luchar contra sus fantasmas, los ajenos y pararse frente a la vida sin poder detenerse a pensar realmente qué es lo que quería hacer para sí mismo. Profundo y sentido tríptico sobre la identidad, el amor, el dolor, el desapego, la resilencia, “Luz de Luna” supera prejuicios a fuerza de pasión por la historia que cuenta sin eufemismos, golpes bajos ni lugares comunes. Historia sentida sobre un hombre, su pasado, su presente y su futuro para reflexionar y repensar.
En el preciso momento que la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood terminaba de anunciar el récord de 14 nominaciones para “La La Land” (2016), película que bucea en la cultura popular y, especialmente, en las comedias musicales de antaño, se afirmaba una vez más la tradición de premiar, o al menos destacar, producciones que justamente respetaran formas de narrativa clásicas y las pusieran al día. Pasó con “El artista”, por citar solamente un caso reciente, y nuevamente vuelve a pasar con esta historia de amor, de pasión y de sueños con la que Damien Chazelle regresa a las pantallas tras la prometedora “Wiplash” con la que revolucionó todo. “La La Land” sigue los pasos de dos almas en pena (Emma Stone, Ryan Gosling), dos jóvenes que sueñan en grande a pesar que el presente los encarcela en rutinas tediosas y en tareas que ya no desean continuar. Por casualidad, o mejor dicho por designios de un guión clásico, sus destinos se cruzan y a partir de ese primer encuentro la progresión de la historia desandará el amor y desamor de ambos mientras cada uno, en lo suyo, comienza a despegarse del otro. Chazelle no es complaciente con sus personajes, y los va desnudando en la pantalla con sus miserias y con sus sesgos, y a pesar de ello va configurando, estratégicamente, un relato que contiene a ambos a pesar que la obviedad del mismo se neutraliza gracias a algunos de los números musicales. El espectador especializado, o el cinéfilo más ávido, podrá reconocer varias referencias a grandes musicales de antaño, los que, revisitados, envisten de nuevo sentido cada canción y baile que los protagonistas den. Pero como está Chazelle detrás de la pantalla, claramente el relato no será bondadoso con ellos, y en medio de la dulzura, de los colores, de la precisión escénica, de la simpleza de algunas bellas imágenes, habrá una mirada que coloque a ambos en una posición que podría haber sido diferente. Tras años de sufrir con adaptaciones de musicales de Broadway e intentos de resurgir un género que otrora supo conseguir miles de adeptos, el director convierte su propuesta en un homenaje pero también en una recuperación discursiva que funda en la nostalgia y en la alegría su posibilidad de disfrute. Sebastian y Mia (Gosling, Stone) transitan por la ciudad mientras conforman su historia en cada paso, baile y canción, hasta que uno de ellos decide, por sí mismo, y por el otro, dedicarse de lleno a una carrera. Ahí el guion trastoca su fundamento, y mientras todo lo bueno comenzaba a pesar, una salida hacia otro espacio, más oscuro, comienza a opacar la luminosidad con la que se decidió trazar el camino del amor de éstos. “La La Land” funciona como musical, pero también como romcom porque sabe que la química de los protagonistas y su entrega está presente, algo que hoy sería imposible pensar con otros actores aún cuando el destino de ambos quede sellado con un sinsabor, también una marca registrada en el género.
Caminar sobre palabras La ópera prima de ficción de Mariano Goldgrob (¿Qué sois ahora?, un documental sobre Pequeña Orquesta Reincidentes, 2011), Vapor (2016), es un ensayo sobre el reencuentro de una pareja a partir de un fallecimiento, y la comunicación que entre ambos surge en medio de una calurosa noche cerca de fin de año. Mientras esperan para despedir a ese cuerpo que los ha unido nuevamente, la pareja decide deambular por la ciudad, recorrerla de punta a punta, para también aprovechar la oportunidad de volverse a ver luego de un tiempo y ponerse al día. A contracorriente de aquello que podría pasar o esperarse, esta pareja (Julia Martinez Rubio y Julián Calviño) se vinculan nuevamente desde el amor y la compasión. Si en Antes del amanecer (Before Sunset, 1995) Richard Linklater planteaba el deambular como estrategia de conquista, acá Mariano Goldgrob deja la duda durante toda la película si estos ex amantes, quizás en la desesperación de la noche, volverán a unirse. El film rodea a los personajes con luces que se esfuman, con ruidos nocturnos en el medio de la soledad de las calles. La decisión de llevar el color a un tono que se asemeja al blanco y negro, brinda una opacidad a la imagen que realza la interpretación y reafirma cada gesto y cada movimiento que los protagonistas hagan, por mínimo que sea. Vapor es una película dinámica, porque en el acompañar a sus personajes, vincularlos con otros, espiar las reacciones ante el encuentro y desencuentro con los demás, hay también una necesidad de unificar el relato lejos de lugares comunes. Todo lo contrario: hay un cine que busca construir el fresco de una pareja que intenta seducirse sin acosarse ni reprocharse nada. La decisión de una cámara nerviosa, amplia esa necesidad por buscar en la misma caminata que reencuentra a los dos, una justificación a su relato urbano y callejero, porque Vapor es en definitiva eso: un acercamiento maduro a aquellas historias de amor que dejaron de ser tales, y que se convirtieron en recuerdos de algo bello y perdurable, pero que en realidad, terminó trunco sin que nadie sepa por qué.
Un monstruo viene a verme Juan Antonio Bayona es un artesano. Para plasmar en imágenes su cine se ha rodeado de artistas de la talla de Eugenio Caballero para lograr transmitir su mensaje, pero, también para poder narrar historias que en manos de otro realizador hubiesen sido otra película u otra cosa. Acá la tiene bien complicada, al trabajar con un género como el fantástico pero además teñirlo de drama en la inmejorable saga de un pequeño niño que ve cómo su madre se va alejando de él por una enfermedad y debe quedar a merced de sus propios fantasmas y al cuidado de su abuela. “Un monstruo viene a verme” (A monster calls, 2016), con Sigourney Weaver, Liam Neeson, Felicity Jones, Tobby Kebbell y Lewis MacDougall , nos transportan a un sentido y maravilloso viaje a las emociones de un niño. La infancia como el lugar de reparo ante el dolor de la pérdida. Bayona vuelve a lograr impactar con una narración única y potente.
Vivir de Noche Amado y odiado en partes iguales. La carrera actoral de Ben Affleck marca esa clara división de aguas, no así la de director, con obras que han sido celebradas por la crítica y el público sin distinciones. En “Vivir de Noche” (2017) Affleck juega con varios géneros, la acción, el drama, el cine de gangsters, y trata de la misma manera a todos y cada uno de esto. Un hombre que regresa de la guerra ve cómo sus anhelos de mantenerse al margen de la corrupción que está desbordando en su ciudad natal se truncan al verse involucrado emocionalmente con la mujer de un mafioso. Traición mediante por parte de ésta, pasará un tiempo en la cárcel y rearmará su vida al salir como puede. Su honor se verá vapuleado, al aceptar ser el segundo de un gangster que ni siquiera le permitió un tiempo para poder atravesar el duelo por la muerte de su padre, un subcomisario afectado por las decisiones de su hijo. Y en el transitar la noche para poder reposicionarse, algunos negocios que no salen del todo bien, por culpa de un policía y su hija, una especie de “iluminada” que pondrá el grito en el cielo cuando Joe (Affleck) intente terminar la construcción de un casino. El amor, la desdicha por la pérdida, la pasión, la mala vida, todo en un mismo plato, que merece ser visto ya sólo por una trepidante escena de persecución automovilística, su reconstrucción de época y sublimes secundarios, como la joven y ascendente Elle Fanning, que actúa cada día mejor.
Resident Evil: Capítulo Final Cierre de la exitosa saga inspirada en el game del mismo nombre y que en esta oportunidad propone una mirada mucho más complaciente con el universo que crea. Alice deberá una vez más escapar de todos aquellos que la quieren ver sin vida, porque saben, que, en el fondo, la mujer hará lo imposible para poder rescatar a la humanidad del apocalipsis zombie. Con escenas de gran vértigo, la exploración del género desde una mirada lúdica más que solemne, el cierre de esta épica, que posicionó a Milla Jovovich como heroína de acción, sí, porque las mujeres también pueden estar en ese rol, cumple con las expectativas sin perder fidelidad a la saga precedente.
Debut en la dirección de Laura Casabé con “La valija de Benavidez” (2016) una lúcida mirada sobre el arte, el consumo, las elites que lo manejan, y la reflexión sobre la inmediatez de los consumos culturales ante el agotamiento de los mismos y la necesidad de renovación y expulsión de los artistas. Guillermo Pfening interpreta a Pablo Benavidez, un atormentado docente y escultor que al separarse de su mujer acude a su analista (Jorge Marrale) para que lo asista. Lo que no sabe es que el psicólogo en realidad mantiene una fachada en su vivienda alimentando una suerte de “residencia” en la que, con la complicidad de una merchant (Norma Aleandro) explota hasta el límite a todos con el fin de conseguir aquella obra que trascienda y logre imponerse como única. Impecables Aleandro y Marrale en una película asfixiante, discreta, pero efectiva.
El cine de Xavier Dolan es un cine visceral, intuitivo, que ha logrado ubicarlo, pese a su corta edad, en el panorama autoral mundial con pocas películas, y así y todo, muchos siguen cuestionando su capacidad para impactar y deslumbrar desde la pantalla. En “Es solo el fin del mundo” (Canadá, Francia, 2016) asistimos al relato del retorno de un hombre a su tierra natal luego de haberse alejado, sin muchas explicaciones, de su familia, de sus vínculos y de su pasado. En ese alejarse pudo forjar una carrera de escritor exitoso, la que, sin él saberlo, fue seguida por los suyos en silencio, minuciosamente. Lo que su familia no sabe es que su vuelta tiene que ver con algo personal, algo que quiere profundamente comunicar, al igual que una decisión irreversible que tomará. Pero en ese regreso nada se da como el pensaba, excepto la distancia con su hermano y la que él propiamente insiste en poner con su madre, su pequeña hermana y su cuñada (a quien no conocía) lo descolocan. Así arranca el film, un potente relato sobre las miserias familiares que terminan por explotar en forma de palabras a lo largo de todo el metraje. Un laberinto en el que cada obstáculo que aparece termina por sumar más odio destilado en medio de una cena que sólo complica más el presente del recién llegado. Dolan expone a sus personajes a un viaje al infierno, y expone al espectador a un sinfín de situaciones de las que trataré de evadirse sin buen resultado, porque “Es solo el fin del mundo” es la inmersión en las emociones de esta familia que supo callar y ocultar, pelear y amar al unísono, pero que no supo verbalizar ni explicar correctamente aquello que le estaba pasando. SI bien el guión va desarrollando el derrotero del encuentro y de la conflictiva relación entre los familiares, también juega con la imagen y la música a partir de la incorporación, por ejemplo, de la música (siempre la más inesperada) para sumar a través de flashback el estado anterior El director además de esos juegos, de bordear con el kitch, de acercarse a un cine de situación que parece casi improvisado, escoge delinear con trazos gruesos a sus personajes, porque sabe que en esa delimitación también radica su habilidad, sino no se entiende cómo su protagonista casi ni habla durante el film, y así y todo transmite mucho más que las palabras dolidas del resto del elenco. Y además, al delimitar los actantes, a cada uno le otorga una función, siendo la cuñada, aquella que funcionará como testigo de la decadencia de esos vínculos que intentan, a toda costa, imponerse nuevamente, pero que en la lejanía ya se han debilitado. Parece mentira que a tan corta edad Dolan pueda transmitir tantas impresiones sobre el entorno de la familia y cuente una vez más el clásico relato del regreso del hijo pródigo, aquel que vuelve para cumplir con algo, y en el medio termina por girar hacia otro lado para evitar que la colisión sea aún más fuerte. El preciosismo con el que compone las escenas, la precisión de los encuadres y la obsesión por construir también desde los espacios aquello que la narración necesita, sumado al increíble cast que lo acompaña en la aventura, Marion Cotillard, Lés Seydoux, Vincent Cassel, Gaspar Ulliel y Nathalie Baye, hacen de la propuesta una experiencia ineludible.
Con una puesta en escena casi teatral, el debut de Diego Bliffeld y Nicolás Diodovich en el largometraje posee una fresca idea sobre la narración y la progresión de los conflictos a partir del encuentro de cuatro amigos en medio de una final de Mundial de Fútbol. El resentimiento, la bronca contenida, los celos, la envidia, todo va surgiendo mientras en la pantalla el partido continua, y la amistad es puesta a prueba en cada palabra que los personajes dicen. Dos directores con ideas claras que se plasman en un óptimo resultado más allá de las limitaciones de algunos de los intérpretes.