Algo huele mal en una isla de Suecia Fiel adaptación del best seller al cine. Las expectativas con respecto a la primera novela de Stieg Larsson adaptada al cine eran enormes. El best seller que sigue al periodista Mikael Blomkvist y la hacker punk Lisbeth Salander -y que continuará en dos entregas más, ya filmadas sobre sendas novelas del autor sueco fallecido- tuvo una traslación exitosa. Allí donde Larsson era explícito en cuanto a vejaciones y ultraje, la película de Niels Arden Oplev no se queda atrás. Toda adaptación es compleja, como también le sucedió a Peter Jackson en Desde mi cielo, otro estreno de esta semana, pero está claro que si se apropia de un tema más que de una trama, el resultado puede ser satisfactorio. Siendo adolescente, Harriet desapareció en un carnaval. El hecho fue hace cuatro décadas, pero su acaudalado tío no pudo resolver el misterio. Allí entra en juego Mikael, que está lamiendo sus heridas tras ser desprestigiado por investigar un hecho de corrupción. Alejado de la revista Millennium en la que trabajaba, es contactado por el millonario para investigar la supuesta muerte y hallar al asesino. Larsson reparte en la novela el protagonismo entre Mickael y Lisbeth, que lo ayuda en la pesquisa, teniendo ambos mucho que refunfuñar en sus pasados. En pantalla, Oplev se entretiene -y bien- en cómo Lisbeth debe sobrellevar el acoso de su tutor legal, que administra sus bienes luego de que haya salido de prisión, por algún hecho delictivo que ya se sabrá. Siendo Los hombres que no amaban a las mujeres la primera parte de la trilogía de Millennium, hasta es bienvenido y necesario contar el background de los protagonistas. El suspenso, pese o contando a favor todos los enrevesados de la trama, con tantos personajes y sospechosos, no da respiro en ninguno de los 151 minutos que dura la película. La utilización de los ambientes naturales -la acción transcurre en una isla, no tan siniestra como la de la película de Scorsese por venir, pero hasta ahí nomás- y la puntillosidad en los detalles y las líneas que se van abriendo no hacen más que sumar atractivos. Los distintos finales que simula tener el filme -a diferencia de quien lee un libro, que sabe cuándo termina porque le faltan páginas por leer- sí parecen apurados, resueltos a las corridas. Pero allí donde Noomi Rapace (Lisbeth) esté, no hay manera de quitar los ojos de la pantalla. Su personaje termina siendo el mejor delineado, empezando como un arquetipo más de la mujer abusada. Fuerte y polémico, es un filme para mantenerse atento y atado a la butaca.
Caminante no hay camino... Poético y potente filme del colombiano Ciro Guerra. Las películas latinoamericanas que recortan en grandes extensiones abiertas a personajes pintorescos y toman fenómenos culturales propios suelen ser muy bien vistas en el universo cinematográfico europeo. Los viajes del viento, que si bien cumple con esa premisa, por lo que fue exhibida en la sección Un certain regard en Cannes del año pasado, va algo más allá. Porque al pintoresquismo que lleva como marcado a fuego, el colombiano Ciro Guerra le supo agregar un grado de autenticidad propio de quien cuenta algo que le es conocido. Bien conocido, y le toca de cerca. La historia es simple: un acordeonista y juglar, al sufrir la muerte de su mujer, decide dejar de hacer lo mejor hace y lo que hace desde siempre. Emprende, entonces, un largo viaje hacia el norte de Colombia para llevarle su instrumento "a quien le pertenece", a su maestro. Y si es ésta una película del camino, es también de las que se hace camino al andar en todo sentido. Ignacio Carrillo va caminando desde Magdalena hasta la Alta Guajira, y se le suma un joven (Fermín) que quiere ser músico como él y que lo acompañará en este periplo, donde conocerán gente de todo tipo, todo bien matizado con el vallenato clásico. La figura del juglar, mítica, y la relación maestro-alumno padre-hijo nunca deja de estar en primer plano, dejando de fondo aquéllo del paisaje y la Naturaleza. Ciro Guerra -recordar La sombra del caminante, su gran opera prima en blanco y negro- tiene un sentido plástico a la hora de encuadrar la cámara, y opta por algunos silencios -silencios humanos, ya que el agua, el viento o los pájaros están siempre en la columna sonora- que dicen más que algunas líneas de diálogo. Dentro de una cinematografía que comienza a despertar, como la colombiana, Los viajes del viento es algo más que un lindo sueño.
¿Justicia para todos? Gerard Butler venga la muerte de su esposa e hijita por mano propia. Días de ira es otro de los títulos que dividirán las aguas entre aquéllos que verán en el filme con Gerard Butler un panfleto gorila a favor de la justicia por mano propia y quienes, tal vez con más ingenuidad, se queden con que es un thriller que expande sus límites hacia un costado no muy aconsejable. El director F. Gary Gray, de buen paso con El mediador, y en particular La estafa maestra, en Un hombre diferente tenía al frente al inexpresivo Vin Diesel a quien un capo de la droga mandaba asesinar a su esposa. Aquí Gray agrega que el psicópata que entra a robar a la casa de Clyde Shelton no sólo asesina a su esposa, sino también a su pequeña hija. Y el fiscal de Distrito (Jamie Foxx) le hace precio al asesino a espaldas de Shelton: si él acusa a su cómplice, éste tendrá pena de muerte y él quedará libre al poco tiempo. Si la película logra desconcertar en un comienzo, es algo similar a lo que sucede con Butler, quien cambia de género como de ropa interior. Fue el rey Leónidas en 300, luego saltó a la comedia romántica, al filme de suspenso con toques de comedia, al filme cómico sexual y ahora es el malo de la película. Porque acá es donde el espectador debe tomar partido: al viudo convertido en asesino serial ni siquiera puede considerárselo antihéroe. Lo que sucede es que el personaje de Foxx -el fiscal que con tal de mantener un alto porcentaje de triunfos en la Corte hace y deshace a su gusto, importándole poco que se imponga la Justicia- es igualmente deleznable. Y puestos a elegir, sobre gustos hay demasiado escrito. Y así, la película sorprenderá al espectador, pero no por el suspenso si no por alguna escena que se regodea con el gore, inesperadamente muy gráfica. Lo que en definitiva plantea Gray es que si el sistema judicial no funciona, ¿es válido que un hombre haga, no ya justicia por mano propia, porque directamente hace un ojo por ojo, y que las víctimas -alguna que otra es inocente- no tengan derecho al pataleo? Shelton quiere dar vueltas el sistema judicial. Su "los voy a matar a todos" no suena simpático y menos aún democrático. Días de ira hace de la ficción una bandera, alejándose de toda posibilidad de realidad cuando Shelton sigue masacrando personajes estando encerrado en la cárcel, primero, y hasta en una celda de aislamiento.¿Es que tiene cómplices afuera? ¿Cómo se las arregla? Cerebral o visceral, Días de ira es un thriller fuerte por donde se lo mire.
Con los ojos llenos de dolor La candidata al Oscar es un drama sobre una joven obesa e iletrada, abusada por su propia familia. Historias como la de Preciosa, el personaje central del filme, deben multiplicarse por miles, no sólo en el Harlem, en los Estados Unidos, sino en todo el mundo. Drama -dramón- acerca de una adolescente negra, excedida de peso, madre de un hijo con síndrome de Down producto de una violación (de su propio padre), que espera otro bebe -también de su padre-, que es analfabeta y fuertemente abusada por su madre, Preciosa persevera por la vida sabiéndose fuerte por dentro, aunque nadie a su alrededor parezca constatarlo. Preciosa ha encontrado una manera de atemperar los abusos, al menos, en su mente. Imposibilitada de decir lo que realmente pasa, inventa un universo en el que las fotos le hablan, por caso, o suelta su imaginación cuando su padre la viola. No hay quien la contenga, hasta que vaya a un colegio especial, donde una maestra (Paula Patton), y luego su asistente social (Mariah Carey) abran los ojos, casi tan grandes como el espectador. Y todavía habrá más. Una escena es ciertamente difícil de ver y no sentir ganas de bajar la vista. Es un diálogo, o casi un monólogo en el que la madre abusadora (Mo'Nique, quien seguramente se habrá de llevar el Oscar a la mejor actriz secundaria) da más que innecesarios detalles de los ultrajes a los que se sometía a su hija de pequeña. No hay que esconder las verdades, y no por disfrazar los hechos se llega a mejor puerto, pero la violencia de esas palabras -quienes han leído la novela original aseguran que ciertos aspectos, relaciones y hasta el tono se han morigerado- es lo suficientemente terrible como para querer que l que se escucha no sea cierto. Preciosa tiene momentos en los que el director Lee Daniels parece tirarle al espectador más y más escombros. El resultado es devastador. Insiste con los planos, refuerza el agobio. Está claro que escena tras escena la vida de Preciosa va cada vez más barranca abajo, y es en los ojos de Gabourey Sidibe -otra de las seis nominaciones al Oscar que tiene el filme- donde mejor se refleja. Cada espectador sabrá discernir qué está bien y qué mal en Preciosa, y saldrá del cine respirando profundo. Es una experiencia fuerte, decididamente no apta para todo público.
Recordando sin ira El filme de Daniel Bustamante usa como telón de fondo los años de plomo para hablar de una familia. La mirada hacia el pasado -en particular si se refiere a los años de plomo- siempre es analizada desde la platea por el tamiz de la subjetividad del que vivió esa época. No es el caso de los espectadores más jóvenes, a quienes los relatos aún pueden llevarlos a creer, de un extremo a otro, que confían lo que se les cuenta fue realmente así. Andrés no quiere dormir la siesta, en buena parte de su trama, no se propone gritar verdades sino poner de fondo la situación de ciudadanos comunes que convivieron con la desaparición forzada de personas para contar la historia de una familia. Una familia rota, en pedazos y por varias cuestiones: primero, porque los padres jóvenes de Andrés se separaron; luego, porque la mamá muere en un accidente de tránsito, y el padre vuelve a vivir con Andrés y con su abuela. El director Daniel Bustamante no profundiza en su guión ninguna cuestión aleatoria: si hay personajes que rodean a Andrés que formaron parte de grupos paramilitares, los presenta casi siempre bajo los ojos de Andrés, un niño que no quiere dormir la siesta y prefiere tomar la leche fría antes que hervida, consentido por su abuela. La película cambia el eje cuando los personajes adultos niegan a Andrés la realidad ("yo no vi nada", le dice la abuela, cuando el niño sabe que ella presenció cómo secuestraban y golpeaban a alguien en la vereda de enfrente). Pero es más inquietante lo que se dice y sucede en esa cocina que todo lo que pasa afuera de la casa. A la buena construcción de los diálogos de Bustamante se suman afortunadamente las actuaciones, principalmente de Norma Aleandro, Fabio Aste (el padre) y hasta el pequeño Conrado Valenzuela, como Andrés. Cada uno tiene que enfrentar situaciones de dolor, y cada personaje lo expresa a su manera. Allí se nota la buena mano del director, ya que no permite que nadie se extralimite ni vocifere si no lo requiere la situación. La película se sigue con marcado interés hasta que la trama comienza a alargarse en los últimos veinte minutos, como si tanto rigor estilístico no hubiera podido mantenerse. Habrá que ver cuál es el siguiente paso de Bustamante, pero está claro que cuenta con buenas armas.
El suspenso, por sobre todas las cosas Es un filme visceral, que traspasa el género de la película bélica. Difícil encuadrar a Vivir al límite en un género, pero si se pudiera, habría que definirlo como superior. Kathryn Bigelow toma uno o varios temas como el valor, la solidaridad, el miedo, que rondan los filmes bélicos, pero no construye un filme de guerra en el sentido lineal. Vivir al límite se sitúa en la guerra de Irak, pero la traspasa. Su protagonista está bajo fuego, pero no es presentado necesariamente como un héroe, sino como un especialista -en desactivar bombas- que llegado el caso obrará con heroísmo. Pero el sargento William James actúa con valentía porque así se lo exige la situación que lo rodea. Bigelow tiene un pulso maestro en elegir los planos y en la edición de las escenas de acción. En ellas el suspenso está por sobre todas las cosas, la espectacularidad, el dramatismo o el regodeo técnico -del que da muestras de sobra-. Una buena película de acción es aquélla en la que la cámara fluye, no se delata. Bigelow construye una secuencia para el recuerdo en medio de un desierto. Para entonces, el espectador ya ha pasado sufriendo por un par de desactivaciones de bombas, por lo que sabe que lo que está por venir no será sencillo. Sin llegar al extremo de Redacted, de Brian De Palma -con la que compitió en Venecia... 2008, Bigelow denuncia la locura de la guerra, pero se queda con el comportamiento de los soldados del escuadrón. Allí donde Oliver Stone los dividía en buenos y malos en Pelotón, o Kubrick mostraba la demencia del entrenamiento que llevaba al suicidio en Nacido para matar, la directora opta por mostrar al comando de élite tanto desprotegido como ansioso. Y allí donde Spielberg se pondría patriótico, para Bigelow no hay banderas sino hombres. Otro tema -al margen de qué lleva a James a vivir sin miedo todos los peligros- es el de la confianza: si James es quien se juega el pellejo, sus ojos no son los que ven alrededor y lo cubren, sino los de Sanborn, quien vigila el perímetro. De eso también trata Vivir al límite: cómo en el peligro uno no es nada, aunque puede creerse mucho, sin la ayuda, el soporte de quienes lo rodean. Metáforas al margen, la película es de lo más visceral, en el sentido estricto del término. Bigelow no ahorra crudezas, pero se entienden y se las ve en su justa medida. En una guerra hay cadáveres, y entre éstos suele haber inocentes -léase civiles- y allí donde parece que va a derrapar un clisé (con un niño de Bagdad), recupera el mando, y el tono. El filme es como un cuchillo que se introduce en la carne y va hasta la esencia. De la moral, del perdón, de la demencia de la guerra, pero con la maestría de quien cuenta y no sermonea. Con cámara en mano, imágenes ralentadas y planos detalles, Bigelow sabe cómo seducir al espectador y llevarlo adonde quiere. La mentada masculinidad que suele atravesar las películas de Bigelow está más que latente aquí, en la que es su mejor película y que merece todos los reconocimientos que ha tenido y -cabe esperar- tendrá.
A volar, sin los anteojitos 3D El pequeño héroe robot llega con toda la parafernalia del siglo XXI. Pasa en muchas familias: el héroe de alguna situación es un niño y no sólo parece más adulto que los grandes: lo es. Toby era un niño entusiasta e inteligente, pero un hecho fortuito -o cierta negligencia de los grandes- terminó con él. En su momento, década del '60, Astroboy ofició como un cruda metáfora tras las bombas arrojadas por los estadounidenses en Hiroshima y Nagasaki. Tanto en el manga original como en la serie de TV, Toby moría en un accidente automovilístico en la futurista Metro City. El problema era que conducía él, que no tenía más de 8 años, luego de ir a visitar a su padre, un científico que no tenía tiempo para llevarlo al museo. En la película del codirector de Lo que el agua se llevó, la muerte de Toby es, si se quiere, más tremenda: Toby queda del otro lado de una cortina que podría salvarlo de unas radiaciones y de una posterior explosión (¿alguien dijo Hulk?). Lo que sigue es lo mismo: su padre pondrá todo su empeño para "revivir" a su hijo (¿y la madre?), pero creando un robot, al que hará similar e instruirá como si fuera Toby. Y le hará creer que es su hijo. Pero... ¿Toby no se da cuenta de que puede volar, y sus compañeros, no? No es tiempo de hacer preguntas en el primer capítulo -en la serie el padre se volvía loco porque Astroboy no crecía-, porque hay una ciudad, y un mundo por salvar. Aquí, la ciudad en la que los robots hacen de todo en beneficio de los humanos está como suspendida en el aire. Abajo está la Tierra, convertida en un mundo de desperdicios, chatarra (¿alguien dijo Wall-E?), con un malvado exprimiendo niños (¿alguien dijo Stromboli, de Pinocho?). Sin olvidarnos del presidente Stone, cuya avaricia derivó en la muerte de Toby, ya que quiso utilizar la energía azul (buena, contraria a la roja: mensaje anticomunista) para que un prototipo de enorme robot le devolviera el poder que parece estar perdiendo ante la ciudadanía (¿alguien dijo Bush?). Claro que los chicos poco y nada entienden esta simbología, y está bien que así sea. Astroboy comienza fuerte, y poco a poco va mutando en una aventura con rasgos de humor, sobre todo a medida de que el héroe va descubriendo sus poderes (tiene armas en la cola, lo que despierta las risas de los más pequeños) y toma contacto con los niños de la Tierra, en donde deberá enfrentar a otros robots, muy a su pesar. El mensaje ecologista está a la orden del día. Y este Astroboy no precisa, para volar, que nos calcemos los anteojitos de 3D. Sólo basta hacer volar la imaginación.
En este teatro que yo llamo mi alma En el musical, Daniel Day-Lewis y Marion Cotillard están un escalón más arriba de un elenco de estrellas. El hombre, de traje y encorvado, no sabe qué hacer. No sólo es un artista, que se siente agobiado porque no le surge una sola idea para su nueva película, y está a pocos días de comenzar a rodar, con toda la producción avanzada. Por ahí, Guido Contini balbuceará que las películas son sueños, y explicar los sueños es algo así como traicionarlos. Guido tiene sueños. Lo que no tiene es la fe, ni la fuerza para volcarlos en una hoja que se transforme en guión. Tampoco parece poder convencerse a sí mismo de cómo llevar adelante el filme... ni su vida. Nine se basa en 8 1/2, la película de Fellini con Marcello Mastroianni como Guido Contini. Nine primero fue un musical, montado en Broadway en los '80 en los que el revival era moneda corriente en la Meca del género, y ahora que se convierte en filme, el encargado de plasmar esas canciones -varias quedaron en las veredas de la Gran manzana y no alcanzaron a llegar a la pantalla- es Rob Marshall, el director que acertó con Chicago. Y ése sí que era un desafío mayúsculo. Marshall hizo una adaptación mayor que cuando tomó el musical de Bob Fosse, que fue premiado con el Oscar y auguraba una época de musicales por venir. A Guido sigue obsesionándolo lo mismo -el bloqueo creativo-, pero también las mujeres que pasaron y forman parte de su vida. Porque si detrás de todo gran hombre hay una gran mujer, en este caso hay varias. El muestreo es parecido al de la escena original, con cada personaje femenino teniendo su momento en pantalla. Está la madre muerta -que revive con Sophia Loren, de vestido largo-, la prostituta que conoció cuando era un niño e iba a un colegio de curas -Fergie-, su amante esposa -Marion Cotillard-, su amante -Penélope Cruz-, su actriz y musa -Nicole Kidman-, su confidente y diseñadora de vestuario -Judi Dench- y, personaje creado para la ocasión, una periodista de Vogue -Kate Hudson-, nuevo disparador para que el latin lover de los años '60, cuando transcurre la película, se autodescubra perdido, confundido y sin horizonte. Aquí Guido se aproxima a los 50, la edad que tendrá Marshall el próximo 17 de octubre. Fellini tenía 43 cuando dirigió 8 1/2. Si esto es un síntoma de que la madurez -o la famosa crisis que atraviesan los hombres- varió con el paso de los años es sólo anecdotario. Lo que preocupan a Fellini y a Marshall es que su alter ego no quiere mentir más -en el cine y en la vida real-, y la relación con su entorno más íntimo, pero también consigo mismo. Mucha fama lo envuelve, pero en ese escenario que es su alma, Guido juega siempre el papel principal. Y se siente tan solo... Daniel Day-Lewis sorprende cuando canta y, más que bailar, se trepa a los andamios en Cinecittá. Porque que el irlandés componga a Guido desde lo más profundo de su ser, con o sin acento alla italiana, y nos emocione, a esta altura no puede causar sorpresa a nadie. Entre las actrices, lejos se destaca Cotillard, no sólo por el papel que juega, sino por los matices que sabe sacarle, así como Cruz es la misma de siempre y Kidman, no, en parte por esa naricita diferente, y porque Claudia, la musa, tiene escaso peso específico en la trama. El lujoso despliegue visual, el montaje y la escenografía son buen soporte para que Nine cautive en sus mejores momentos.
Sangre que no has de beber... En una población vampírica, Ethan Hawke (vampiro) lucha. Y vuelve. James Cameron estaba equivocado. El recurso natural más preciado en el futuro no será la piedrita por la que masacrar a los Na'vis, como muestra en Avatar, sino la sangre humana. "Tengo hambre... Necesito sangre", dice un ¿hombre? en vías de extinción, demacrado, una noche lluviosa. Es 2019, y en los carteles del subte -donde los ojitos de los pasajeros que esperan el tren brillan en la oscuridad- el Tío Sam invita a capturar humanos. ¿Qué pasó? En algún momento de la edición o reedición de Daybreakers, Vampiros del día, eso quedó afuera, pero sí se sabe que hace 10 años (esto es: el año pasado) todo comenzó con un murciélago. La mayoría de la población mundial son vampiros, y necesitan beber sangre humana de aquéllos que no se convirtieron. Pero como éstos escasean, hay crisis de líquido y plasma y aumentan los precios. La compañía que "chupa" humanos, y en la que trabaja nuestro (anti)héroe, Ed (Ethan Hawke), está buscando un sustituto para no desaparecer del mercado. Es que si en un mes no consiguen esa sangre artificial, habrá epidemias de deformes deambulando por las noches, ya que los vampiros -se sabe- están confinados a la vida nocturna. Con un enfoque más futurista que retro, los gemelos alemanes Michael y Peter Spierig ponen mucho metal, mucho azul, mucha sangre y varios cuerpos mutilados, como fileteados y flambé. Ed es un hematólogo: mientras su hermano Frankie caza humanos para la compañía, él los cultiva. Pero Ed nunca quiso ser vampiro -si pagan la entrada sabrán por qué se convirtió- y está tras la cura más que querer conseguir un sustituto sanguíneo. Ed estaba lo más tranquilo cuando unos humanos se le cruzan, y uno de ellos resulta ser Elvis. Lo interpreta Willem Dafoe, que fue chupasangre en La sombra del vampiro, y que aquí, por obra del sol, dejó de ser vampiro y se reconvirtió en humano. Creer o -literalmente- reventar. Por fortuna, para los amantes del vampirismo hay bastante material para succionar; para aquéllos que se acerquen a Daybreakers buscando un plato suculento, de emociones fuertes, también; aunque algunas escenas se aproximen a las sagas de terror, tipo El juego del miedo, todo se ve bien, truculencias al margen. Como el malvado de turno -un capitalista hecho y derecho, con problemas familiares ya que su hija adolescente no quiso convertirse, y él, como tenía cáncer, dice que encontró la salvación en el vampirismo- está Sam Neill. Está contenido, no es grandilocuente, lo mismo que Dafoe, al que cuando le dan un espacio puede hacer descalabros. No es el caso. Pero el protagonista es Ethan Hawke, que como en Gattaca está ante un mundo que cambia y que él quiere tratar de resolver de la mejor manera. El guión a veces lo ayuda, otras, no, lo mismo que la música de Christopher Gordon, rimbombante sin necesidad, pero bien que sale adelante en su quimera antimaradoneana. El no quiere que sigan chupando.
Rescatando al pasajero Ryan George Clooney se luce, lejos de su sonrisita compradora, en un papel maduro y sensible. Metáforicamente hablando, Ryan Bingham está aislado del mundo. Del mundo real, del mundo de los afectos. "¿Aislado? Estoy rodeado de gente", le dice y no miente a su hermana por el celular. Está en uno de los cientos de aeropuertos que pisa por año. Ryan se la pasa viajando en avión -el último año, los contó, viajó 322 días- y tiene un sueño: alcanzar las 15 millones de millas para tener un reconocimiento en su aerolínea preferida. Y ése ha de ser el único aliciente, la única palmada en la espalda que podrá llegar a tener, porque Ryan trabaja de eficaz despachante de empleados. Integra una agencia que es contratada para decirle en la cara a los empleados que cualquier empresa piensa echar, que se quedaron en la calle. Ryan no es cínico, pone su mejor cara comprensiva ante los desahuciados, pero tampoco lo toma muy a pecho. Hasta que una movida en la agencia lo puede dejar afuera a él. Así como Juno, en La joven vida de Juno, la anterior realización de Jason Reitman, afrontaba su embarazo adolescente y trataba de adaptarse a la realidad, afrontando los riesgos, y tenía toda la vida por delante, Ryan es la contracara. Largo cuarentón, no quiere saber nada de relacionarse románticamente -conoce a una mujer (Vera Farmiga) que viaja casi tanto como él, y es sólo su amante-, casi no se habla con sus hermanas y escuchar la palabra niños lo asusta más que alguna turbulencia a bordo de un Boeing. Hasta que... Amor sin escalas -título que tendrá gancho para una comedia romántica, pero escasa relación con la trama de esta película- es un mazazo al espectador, cuando se aproxima el desenlace. Sin ser Los amantes -el protagonista, Joaquin Phoenix, optaba por quedarse con la mujer que lo amaba, cuando a la que él amaba lo dejaba-, los ojos de Ryan hablan de una soledad, un vacío que es mejor no experimentar. Las ideas de un nuevo "talento" en la agencia (Anna Kendrick, de la saga Crepúsculo), que consiste en hacer los despidos vía teleconferencia, lo baja a tierra de una manera más que literal. Reitman, que ya había demostrado ser un gran dialoguista, acierta más aún en la pintura del protagonista. Ryan comienza a aflojar sus ataduras, bajar la coraza y a sentir, algo que aparentemente nunca había hecho en su vida de relación, con compromiso cero. Ver cómo lo trata su hermana menor, a punto de casarse, advertir que no es imprescindible para quienes lo rodean es para Ryan un aterrizaje forzoso. El papel a George Clooney -bien a la James Stewart- le cae a la perfección. No hay tics en su actuación, ni siquiera su famosa caidita de ojos. Y allí está su mérito. Ni su sonrisa compradora le funciona. Todo el pavor (¿dolor?) que siente ante lo que no puede resolver, a Ryan se le adivina en la mirada. Aunque el guión tenga momentos de calculada costura, sea moralista y hasta conservador, es devastador. Lástima que no esté traducida la canción en los créditos finales, que un desempleado dejó en el contestador telefónico a Reitman. Esparce algo de esperanza en una realidad socioeconómica despiadada que Amor sin escalas no deja de lado, y permite reflexionar, con una temblorosa sonrisa.