Absurda, pero con respeto La situación en la Franja de Gaza entre palestinos e israelíes, vista desde el humor. Todo lo absurda y surrealista que pueda parecer la situación en el conflicto palestino israelí en la Franja de Gaza tiene su cuota de humor en Cuando los chanchos vuelen , de Sylvain Estibal, un fotógrafo que ahora está radicado en Uruguay. El filme es un retrato claramente surrealista a partir de algo que une a israelíes y palestinos: su rechazo al cerdo. Y a partir de ese dato, Estibal pinta a sus personajes con ironía y -a veces- cierto grado de ternura. Jafaar es un pescador que no suele levantar mucho con sus redes en el mar. Encima, debe soportar a soldados israelíes que, subidos a la terraza de su casa, la utilizan como puesto de observación. Pero su suerte cambia el día que -no pregunten cómo- pesca un cerdo (vietnamita, dirán). Y Jafaar está en una encrucijada: desea sacarse de encima al animalejo, pero descubre que hasta puede ganar cierto dinero si lo logra vender. Los palestinos y los israelíes no pueden permitir que las patas del animal toquen el suelo… pero los colonos judíos, que viven cerca, utilizan cerdos para detectar minas. Y es una bella mujer, Yelena, quien puede comprárselo desde el otro lado de la cerca, pero debe disimularlo. El género elegido por el director abiertamente es el de la comedia, con alguna que otra connotación sexual, pero casi siempre manejándose en los parámetros de la comedia blanca. Hay militares corruptos, personajes más o menos estereotipados. Y Jafaar, interpretado por Sasson Gabai, es una combinación entre Charles Chaplin y Roberto Benigni, pero más perdedor que cualquiera de los dos. Gabai es el motor de la historia, y su presencia en pantalla es casi constante. El personaje se va construyendo en su interacción con su mujer, un amigo, un control o la colona “enemiga”, y hasta con qué puede pasar por su cabeza cuando está solo con el cerdo. Así como, con mayor talento, Elia Suleiman se reía de la misma cuestión (el enfrentamiento y el hostigamiento), Estibal más que tomar partido retrata, con menos sutileza que un cerdo, una situación que, vista como está planteada, es tan ridícula como entretenida. Absurda, pero con respeto.
Con hermanita y ecológica Los más chicos (chicas) la conocen como Tinker Bell, aunque para los de 15 años para arriba el hada que acompañaba a Peter Pan era Campanita. Cuestiones de marketing y globalización al margen (como la Rana René, que ahora se llama en todo el planeta Kermit), el hada bondadosa y curiosa regresa a la pantalla en su cuarta aventura, tras Tinker Bell (2008), El tesoro perdido (2009) y Hadas al rescate (2010). En El secreto de las hadas la cosa es más o menos similar, ahora no debe congeniar con un hada rival, como en la película anterior, si no que Tinker se encuentra con su hermana, Periwinkle. Y si la explicación es que “Ambas nacimos de la misma risa”, no da para aclarar nada más. Así, Tinker, de curiosa que es, quiere cruzar la frontera e ir al bosque del invierno, para encontrar al Guardalibros, una especie de Señor Escritor Bibliotecario. Viaja de polizonte en una canasta que lleva un búho y conoce a su hermana -“la mejor cosa perdida que jamás hayas hallado”, le dicen sus amigas-. En el frío el hada cálida (Tinker) debe cuidar sus alitas para no congelarse, porque está todo nevado. Su hermanita es el hada de la escarcha -es artesana y escarcha cosas- y juntas descubrirán que (ahí viene el mensaje ecologista) si se altera el equilibrio de las estaciones, no podría producirse más el polvo de hadas, que está en un árbol. Ver El secreto de las hadas en 3D o en proyecciones normales no varía demasiado. La película de animación computarizada, con mucho cuchicheo entre las amiguitas hadas, tiene como principales destinatarias a las niñas de hasta 9 años, esa edad en la que todavía uno puede zambullirse en un cine con toda su ingenuidad. Que la disfruten.
¿Bourne está? Para reinventar la saga, otro agente es el perseguido por el recontraespionaje. Es un Bourne, sin Bourne. Aunque a Jason Bourne se lo vea sólo en fotos, el legado del que habla el título de la cuarta entrega de la saga, poco y nada tiene que ver con el agente creado por Robert Ludlum. El principal motivo de que Bourne no esté en la película es que Matt Damon, quien lo interpretó en las tres primeras, dijo adiós. Y a diferencia del agente Jack Ryan, que entre otros tuvo los rostros de Harrison Ford y Ben Affleck, o Clarice Starling (Jodie Foster en El silencio de los inocentes y Julianne Moore su secuela, Hannibal ), para no hablar de James Bond, se ve que los productores no estaban convencidos de cambiarle la cara al personaje. ¿Creerán que Damon puede volver? Tal vez. Por de pronto en El legado de Bourne el protagonista es otro agente y otro actor. Aaron Cross (Jeremy Renner) anda nadando con el torso desnudo en las heladas aguas de Alaska. Es parte de un entrenamiento (el nadar) y, el agente, parte de un proyecto de biogenética que debe ser borrado de la faz de la Tierra. Ya bastante tienen la CIA y otras agencias del recontraespionaje estadounidense con el bendito Bourne perdido por allí, acusándoles de todo como para dejar algún cabo suelto. Por lo que Cross, a quien el actor de Vivir al límite le presta su rostro pétreo pero con más movilidad que un Stallone y al estilo de lo que generaba el más carilindo de Damon, deberá correr por su vida. Hay unas pastillitas, una azul (no es para eso) y la otra verde que explicarán por qué Cross tiene tamaña resistencia al dolor, entre otras cosas, y la bióloga (Rachel Weisz) que cada tanto le tomaba los análisis terminará, de buenas a primeras y tras algunas balaceras, inmiscuida en la huida de Cross y en la propia, cuando también quiera eliminarla. El malo de turno es Edward Norton, un malo de escritorio. El legado de Bourne tiene una estructura de guión hiperrecontra básica. Salvando las distancias, si Kubrick había imaginado Inteligencia artificial en capítulos guionados bien diferenciados -lo que después hizo Spielberg al filmar es otra cosa-, Tony Gilroy armó secuencias que hasta podrían estar desconectadas. O formar parte de otra película. Hay mucho diálogo y necesarias explicaciones en algunos bloques de escenas, pero cuando se viene la acción, hay tres secuencias (en el laboratorio, en la casa y la persecución) en las que las palabras sobran y si el ritmo interno se acrecienta, también se agregó más adrenalina en la mesa de edición. Las películas de Bourne, a diferencias de las Misión: Imposible o las Bond, podrán transcurrir en diferentes ciudades (aquí se pasean por Alaska, ciudades estadounidenses, Manila, Seúl), pero saber que los malos están siempre del lado de uno genera cierto resquemor. Son estadounidenses vs. estadounidenses. Todos contra todos. Por la pantalla pasean varias leyendas, como Albert Finney, Stacey Keach, Scott Glenn (jefe de Sterling en El silencio...) y otras caras conocidas que no vamos a mencionar. ¿Volverá Bourne ? Seguro. ¿Con o sin Bourne? Ese es otro asunto.
No pregunto cuántos son... Juntar a media docena de héroes de acción que han conocido mejores épocas y que se tomen el pelo no está mal. Lo que pasa con Los indestructibles 2 es que las bromas no abundan y lo que sobra es sangre, seres despiadados, sadismo y violencia. Para aquéllos que el combo les cierre, la pasarán bien. El guión es bien rutinario, sólo una excusa para que Sylvester Stallone y sus mercenarios peleen una y otra vez, a puño (cuesta decir limpio) o a balazos con los malos de turno. No pregunto cuántos son, sino que vayan saliendo, parece decir Barney (Stallone). El chiste es obvio y reiterativo: Barney es, en sí mismo, un dinosaurio, aunque no violeta. Stallone tiene en su ADN el gen de la acción desmedida. Como director ha hecho cosas terriblemente violentas. Ahora le pasó la posta a Simon Wincer ( Con Air ) pero se ve que con indicaciones bien precisas. La película arranca con Barney y sus secuaces en plena misión casi suicida de rescate de un millonario asiático en Nepal. Alguien les ganó de mano. Es Trench (Arnold Schwarzenegger, que en la primera tenía un cameo), a quien también salvan. De regreso a los Estados Unidos, Church (Bruce Willis, con más papel que en la original) le recuerda a Barney que le debe un vuelto de una operación anterior. Son cinco millones de dólares, y con o sin cepo cambiario, si no quiere terminar preso, Barney debe aceptar una misión. Sí, otra casi suicida. Le adosan una mujer oriental (Nan Yu) y debe rescatar una cajita. Lo hace, pero se enfrenta al malvado Jean Vilain (Jean-Claude Van Damme), que le saca el mapa de dónde hay enterrados toneladas de plutonio. El mundo corre peligro: con esa cantidad se fabricarán bombas poderosísimas. Y como Vilain mata a uno de sus hombres (Liam Hemsworth, de Los juegos del hambre ) la cosa para Barney ya no es negocio. Ahora se trata de venganza. Hasta qué punto, cuál es el límite de la violencia gráfica es lo que plantea el filme, a menos que el espectador se entregue a este carnaval de la sangre. Decíamos que había pocos chistes. Algunos salen de labios de Jason Statham, el intelectual, si cabe el término, del grupo. Pero el mejor lo tiene Arnold. Cuando ve un avión destartalado, Willis dice que está como para un museo. “Nosotros pertenecemos a un museo”, le responde...
Un cuadro con vida propia Interpretar un arte desde otro, conjugar sus semejanzas y expandir sus límites es lo que Lech Majewski propone y consigue en El molino y la cruz , con el que ingresa en la pintura La procesión hacia el calvario , de Pieter Bruegel. Si hay alguna otra película a la que pueda emparentarse, ésa es El arca rusa , de Alexander Sokurov: tienen un imponente tratamiento visual, que en el caso del filme que se estrena hoy hace imprescindible su visión en un cine. Lo que narran las pinceladas es la crucifixión de Jesús, y lo que Bruegel ilustra es también la ocupación española en el siglo XVI en su tierra. Explicar el arte, o una pintura en particular desde una película puede parecer pretencioso. Pero la manera en que el director polaco logra plasmar en imágenes, lo descarta. El filme va más allá de ser una guía visual y auditiva del cuadro. Bruegel, considerado uno de los grandes de la pintura flamenca, es interpretado por Rutger Hauer, con quien varias veces dialoga el mecenas Nicolaes Jonghelinck, rico señor burgués que encarna Michael York. El propio pintor explica las metáforas y significados de su pintura, donde el molinero en lo alto de una enorme roca es Dios, moliendo el pan de la vida y el destino. Los paneos “internos” sobre los personajes en la pintura, como deteniendo la acción y metiéndose en un fragmento del cuadro, que combina actores con proyección en blue screen, curiosamente le otorgan credibilidad al relato. Hay mucha crueldad en la trama, pero allí andan también en su ambiente rural los niños jugueteando como si nada. El mismo Bruegel comenta que lo que sucedía alrededor de El Salvador, como llama a Jesús, pasó inadvertido para muchos. Simón, Ester y la Virgen María (Charlotte Rampling) pasan en el óleo entre “el camino de la vida y el camino de la muerte”, según la boca de Bruegel/Hauer. Al pintor le interesaba sobremanera captar la atención del espectador, algo que en este atrapante juego de experimentación artística es fácil involucrarse. No hay muchas películas como ésta en la cartelera de los cines. Ni ahora ni casi nunca: conviene zambullirse a disfrutarla.
Es sólo rock’n’roll Con varios cambios respecto al musical original, Cruise gana protagonismo, canta y es lo mejor que se ve en pantalla. Si de una obra de teatro pueden hacerse diversas adaptaciones al llevarse al cine, lo que han hecho con Rock of Ages , el musical de Chris D’Arienzo que arrancó en Los Angeles en 2006 y siguió hasta aterrizar en Broadway y en el West End londinense, plantea preguntarse por las necesidades de llevar adelante cambios tan -perdón- radicales. De acuerdo, aquí no debemos ser muchos los que lo vimos, pero cuando en Hollywood decidieron comprar los derechos y realizar el filme no habrán pensado en el público argentino sino en el norteamericano, que sí lo vio. Sería agotador marcar cada una de las mutaciones, pero si un personaje protagónico rompe con su novia porque descubre que ella se acostó con una estrella de rock, resulta curioso que en la adaptación ella no tenga relaciones con el rock star y el novio la deje porque cree que sí. De ahí en más, lo que pasa por la mente de los personajes no es lo mismo. Pero vayamos a la película, que es la que se estrena. Sherrie, la chica, baja del ómnibus en Los Angeles desde Oklahoma y le roban el equipaje. Casi sin un dólar, se encuentra ante el mítico The Bourbon Room, un local donde las bandas han dado recitales memorables. Ah, ella quiere ser cantante de rock, es 1987 y el chico que le consigue trabajo como mesera en el Bourbon (Drew) es el que después la abandona. Bueno, ella le dirá a Stacee Jaxx, el famoso cantante con algo de Axl Rose (Tom Cruise), que “cuando murió mi hámster tu música me consoló”. Así que cuando Stacee llegue para actuar antes de que probablemente cierren el lugar que regentea Dennis (Alec Baldwin), en fin, no pasa lo que pasa en el teatro. La película se ha armado alrededor de Cruise, convirtiendo al filme en coral y no con uno o dos protagonistas casi excluyentes. Y a decir verdad, lo bien que lo hicieron. Porque es Cruise el mejor de los que están en pantalla. El actor se viene reinventando desde hace un tiempo, haciendo papeles tan disímiles como el de Una guerra de película o éste, que lo obliga a cantar. Y por cierto que lo hace muy bien. Como soporte, aunque debía ser más potente, Alec Baldwin como el dueño del lugar cumple, algo que no puede decirse de Russell Brand, como su mano derecha. Paul Giamatti se repite como el productor musical ambicioso, lo mismo que Catherine Zeta-Jones. Sus personajes no eran así en el original, pero ya dijimos que ésa es otra historia. Nos falta hablar de los protagonistas. Drew ya no es Constantine Maroulis, de American Idol , sino el mexicano Diego Boneta, que no está mal, pero tampoco da como para aplaudirlo. Y como Sherrie, es llamativo que Julianne Hough, dos veces ganadora de Bailando con las estrellas en la TV estadounidense, aquí tenga que cantar. Adam Shankman, que además de dirigir Niñera a prueba de balas es coreógrafo, ya había llevado Hairspray al cine. Homenaje al Glam metal, se ve que por una cuestión de derechos quedaron afuera varios temas del musical original. No están Too Much Time In My Hands , de Styx, ni Cum On Feel the Noize (de Slade). Si una canción del comienzo la pusieron al final, y ahora la canta otro personaje, tampoco debería llamar la atención que la película la hayan rodado en Florida haciéndola pasar por Hollywood.
Una mujer ejemplar Toda figura que protagoniza un hecho histórico relacionado a los derechos humanos merece reconocimiento. En el caso de la birmana Aung San Suu Kyi, parecía extraño que lo realizara Luc Besson, director que si se especializó en algo que tuviera balas en sus tramas era en exhibir los tiroteos con regodeos visuales (Nikita , El perfecto asesino , El quinto elemento), todos filmes de ficción. Aquí, las balas son reales, quienes las disparan son miembros de la dictadura militar en Birmania (hoy, Myanmar) y quienes las reciben son ciudadanos pacíficos. Pero Besson subdivide su relato. Por un lado, el costado político y social (con la detención de Suu Kyi, su prisión domiciliaria) y por otro, su relación con su esposo inglés y sus dos hijos. La diferenciación no es poca. Desde las actuaciones, con una siempre potente Michelle Yeoh, y un David Thewlis que, como su esposo, gana con oficio los momentos difíciles. Donde Besson refleja a los militares birmanos -tal vez para enfatizar la sinrazón de la violencia- termina parodiándolos y el efecto, en vez de ser dramáticamente eficaz, se desvanece. No muchos conocen la vida de Suu Kyi, quien de niña perdió asesinado a su padre. Sí se sabía que Suu Kyi no podía abandonar su país para estar con sus seres queridos. Y ese aspecto de la historia, en el que la líder de la oposición debe elegir entre su país y su familia, es el que Besson, amigo del blanco sobre negro, decide dejarlo en un tono gris. Que sea el espectador quien opine. Besson es un gran puestista, sabe dónde colocar la cámara, es en la cuestión dramática donde la narración se le dilata y extiende más de lo aconsejado. Las labores protagónicas balancean el resultado final.
Golpe de adrenalina Philip K. Dick murió poco antes de que Ridley Scott estrenara Blade Runner (1982), basada en su ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, de la que apenas pudo ver unas imágenes. Verdadero padre de la ciencia ficción, los estados alterados de la mente (probó con las drogas y padeció esquizofrenia) y los gobiernos autoritarios son moneda corriente en sus relatos. Y en casi todos los que fueron adaptados -la mayoría, mal- al cine. Es que el universo de Dick no es sencillo. Su escritura, tampoco. Paul Verhoeven, allá por 1990, estrenó la primera El vengador del futuro ”, sobre Podemos recordarlo por Usted al por mayor (1966), con Schwarzenegger viajando a Marte y no sabiendo bien quién era. Otro tema recurrente en Dick: las distintas personalidades, el desconocimiento de saber quién se es. Ahora Len Wiseman ( Inframundo ) se abocó de nuevo a Dick, pero le dio más vueltas aún, dejando el relato más como una película de acción que preocupándose por las cuestiones metafísicas de Dick. Aquí no hay Marte, sí dos mujeres peleando por el mismo hombre, que no sabe quién es. Tras una guerra química, en la Tierra sólo quedan habitables la Federación Unida de Bretaña y La Colonia. Los obreros oprimidos trabajan en La Colonia y viajan diariamente a la FUB en La caída, una especie de tren subterráneo. Hartos de no tener independencia y de la desigualdad, planean rebelarse. Y Doug (Colin Farrell), que trabaja fabricando robots, al intentar implantarse en el cerebro como un juego una nueva personalidad, termina aniquilando él solito a una decena de policías. Parece que Doug no es Doug, sino Carl, mano derecha del líder revolucionario a quien le implantaron otras memorias, cree estar casado con una policía (Kate Beckinsale, esposa del director), pero ella sólo quiere manipularlo y entregarlo a las autoridades autoritarias. La otra mujer que lo quiere es el papel que juega Jessica Biel, rebelde con causa y que parece tener algo más de carne que la curvilínea Beckinsale. Farrell había actuado en Minority Report , de Spielberg, también sobre Dick. Aquí funciona como el héroe que quiere poner las cosas claras aunque no sepa quién es. Antes de dirigir Inframundo, también con su esposa, Wiseman se ganaba sus dólares como director de arte, en filmes como Día de la Independencia . Se entiende, entonces, la calidad y el peso específico que tienen las ciudades, con sus autopistas y sus construcciones y ascensores que se desplazan de manera vertical u horizontal. Visualmente El vengador del futuro no tiene falencias. Le falta espesor dramático. Con policías sintéticos, mucha lluvia y orientales, elementos que conjugan para un filme plagado de persecuciones bien filmadas, pero que sólo aportan adrenalina momentánea.
La atracción de los opuestos La base de su éxito: un parapléjico rico convive Con su asistente pobre y de origen senegalés. Cuando una película se transforma en un fenómeno -de masas, más allá de tener o no sus valores cinematográficos- es porque toca alguna fibra íntima de ese público que acude en malón a verla. Con Amigos intocables , que en Francia ya fue vista por casi 20.000.000 de espectadores, hasta se pudo prejuzgar que ocurriría lo contrario: que no fuera nadie a verla. ¿Por qué? Su tema, que evidentemente fue el motor que impulsó el éxito: las diferencias entre los dos protagonistas, uno de ellos -para muchos, espanta público- sufrió una tetraparaplejia. Pero no es un drama, sino precisamente todo lo contrario. El tono de comedia elegido por los codirectores Eric Toledano y Olivier Nakache hace que los problemas que atraviese Philipe sean no solamente sobrellevados, sino seguidos con una sonrisa. Y su contraparte, Driss, no tiene una mejor existencia. Desempleado, de origen senegalés, vive hacinado con sus hermanos y termina siendo echado de su hogar por su madre. Driss llega a la mansión del aristocrático millonario Philippe con el propósito de que le pongan una firmita a un papel para poder cobrar un subsidio por desempleo. Philippe necesita un asistente personal para que lo atienda en su cuidado personal, entre otras cosas. Y contra todo lo previsible, Philippe contrata a Driss. La película es tan políticamente correcta como incorrecta. Se ríe de lo que se recomendaría no hacer bromas, y toma en solfa o pone en el tapete los prejuicios ante una discapacidad. Y tiene tantas buenas intenciones, logrados gags y diálogos filosos como momentos en los que parece bajar línea de manera rápida y desordenada. También es el tipo de filme que sin dos intérpretes como François Cluzet y Omar Sy podría caerse en cualquier momento. No es el caso. Si la película no ganó otro premio César este año que no fuera el de mejor actor (para Omar Sy) fue por el vendaval El artista . Sy -que interpreta al ilegal, al marginado, al inculto- y Cluzet -el viudo que fue exitoso en su empresa, el de la élite, el culto- logran eso que suele llamarse buena química y que el público francés y también el europeo supo aplaudir. Será, también, que la inmigración y sus bemoles en Europa no muchas veces ha sido retratada de esta manera. O que cuando una comedia entretiene, cumple con sus propias reglas, y entonces está muy bien que le vaya bárbaro.
Robaron, huyeron... y los pescaron Guillermo Francella y Nicolás Cabré son los ladrones que en “¡Atraco!” hurtan las joyas de Evita en la Madrid de 1955. Las películas de robo, sea a un banco, a un casino o al malvado de turno, tienen siempre como aliado al espectador. Aunque los personajes sean delincuentes, el corazón de uno está con ellos. Será motivo de otro análisis si es por alguna proyección inconsciente, pero Merello (Guillermo Francella) y Miguel (Nicolás Cabré), los protagonistas de este “¡Atraco!” , siguen otros fines más altruistas al robar las joyas de Eva Perón de una joyería madrileña, por noviembre de 1955. Ya en los títulos se aclara que es una ficción, inspirada por informaciones de la época. Lo cierto es que con Perón en el exilio en Panamá, el General necesita efectivo para instalarse en España, y uno de los tantos secretarios/auxiliares que lo secundaban (Landa, interpretado por un gran Daniel Fanego) decide, sin que el Pocho se entere, empeñar las joyas de Evita en una joyería en la Gran Vía. Pero como la mujer del Generalísimo Franco se las quiere llevar, Landa organiza el robo, que en verdad no sería tal ya que el dueño del local está al tanto y es partícipe del hurto. Lo que realmente importa en la trama y en el desarrollo de esta coproducción con España, rodada allí, es la relación entre Merello y Miguel. El primero es un ex custodio de Eva, a quien Landa convence de realizar el desfalco más por una cuestión patriótica –Merello es un peronista de la primera época, leal, obediente, bienintencionado-. El segundo es un aprendiz de actor que llega a Panamá siendo hijo de una amiga de Landa, ingenuo y sumamente torpe. Por qué Landa lo une a Merello no es una incógnita: sin ellos no habría película. Por que ésta es una comedia de enredos, que de a poco comienza a ponerse más seria, a mezclar el thriller de ribetes políticos y de corrupción, con policías tras los ladrones sudamericanos, en el terreno siempre patinoso del dúo desparejo. Y por si fuera poco hay un interés romántico (la enfermera que encarna la bella Amaia Salamanca). La película tiene una estructura firme, pero le cuesta empinar, levantar más vuelo y apartarse de los convencionalismos. El profesionalismo detrás de cámaras, con la realización del catalán Eduard Cortés, hace que se siga siempre con interés, más allá de las actuaciones de los protagonistas argentinos -ambos están muy bien- como estos soldados de Perón.