El fatídico tercer acto. Si bien se pueden rescatar de este opus del director Albert Pintó elementos sueltos como por ejemplo una buena ambientación, climas aislados que saben aprovechar el espacio de una construcción añeja y muy propicia para relatos de fantasmas, Malasaña 32 presenta todos sus malos vicios y arrastre de inconsistencias de guión en el famoso y fatídico tercer acto. Eso significa que si nos ponemos a dividir el relato en tercios, las dos terceras partes de la película cumplen, sin alta calificación ni calidad, pero con una coherencia entre lo que se representa y aquello que se sugiere no por medios visuales. La sugestión desde el sonido, que explota esa característica de las casas habitadas por fantasmas mientras las víctimas de turno -mortales ingenuos- atraviesan todo tipo de sustos bajo la ambigüedad de un punto de vista que parece tener un vínculo paranormal con una entidad, responde al recurso del golpe de efecto sin otra característica extra como complemento para construir escenas de miedo funcionales al desarrollo de la trama. Ese detalle es el que con el correr de los minutos se vuelve predecible y le quita todo tipo de sorpresa a lo que pueda llegar a venir, una vez que la dialéctica silencio-ruido no se altera, así como tampoco los clichés en las actuaciones. Para decirlo en pocas palabras: Malasaña 32 es una película de terror que conoce al dedillo las reglas del género y las aplica con prolijidad, pero su director Albert Pintó (Matar a Dios) no las supo aprovechar con astucia para generar ese plus que le hubiese permitido superar una historia tan poco original como la de la familia Olmedo compuesta por papá, mamá, abuelo, hermana y hermanito, quienes arriban de un escenario rural a la urbe desconocida y peligrosa para comenzar una nueva vida en una casa embrujada, con nexo directo a un pasado en el que un secreto oculta una historia y hace de esa espiral de ocultamientos el caldo de cultivo para la ira incontenible de una entidad, quien no descansará y buscará cuerpos en los cuales manifestarse.
Volver y revolver. En la dinámica del personaje que regresa a su lugar de origen se yuxtaponen dos anhelos que paradójicamente encierran el pretexto de la fuga: uno espera encontrar aquello que perdió, a la vez que necesita descubrir algo nuevo para convencerse de haber regresado. Por lo general, en la vida real no ocurre ni una cosa ni la otra y el pasado es ese eterno retorno que cada vez orada y realimenta la necesidad de revolver para en definitiva no volver. A grandes rasgos eso es Emilia, ópera prima de César Sodero protagonizada por Sofía Palomino, en quien recae prácticamente toda la carga dramática y la responsabilidad de sostener un personaje que parece guiado por un instinto de romper normas y moldes; mandatos culturales y encontrar siempre la excusa para huir. Se trata de una película sobria, con un ritmo pausado pero que no cae en la tentación del letargo contemplativo para generar no necesariamente empatía entre personajes, sino una fina sintonía con las emociones.
Transiciones. La mirada de Selva es tan intensa que transmite entusiasmo y tristeza a la vez. Es la aventura de descubrir aquel motor que la confronta con un mundo adulto tan enigmático como la selva que la rodea. Hay dos selvas entonces en esta ópera prima de la directora Argentina-Costarricense Sofía Quirós Úbeda, por un lado la protagonista atravesando sus trece años y por el otro el paisaje interior y exterior que desborda en vegetación, exotismo y porqué no en un costado místico que envuelve la trama. Si la adolescencia, esa etapa de transición a la madurez por excelencia, implica asimilar diferentes pérdidas, la reflexión temprana sobre la muerte impregna al camino de búsqueda y descubrimiento de ese misterio para el que nadie tiene respuesta. Pero entenderla también como una necesidad dentro de ese viaje, que representa la última etapa de la vida, habla a las claras de una madurez que coquetea con la forma no convencional de aprendizaje, con la irrupción de otros planos no relacionados con la realidad. Ese es el plus que Ceniza negra sabe capitalizar y manejar con la sutileza justa para integrarlo al relato intimista que supone un melodrama familiar. Sin embargo, a ese esquema se le suma el del camino iniciático de Selva y su transitar por la doble pérdida. Con diálogos precisos al mismo nivel que los silencios, la atmósfera de este auspicioso debut de Sofía Quirós Úbeda (representante por Costa Rica para la pre-selección de películas extranjeras en los próximos Oscars) señala un poder de síntesis en la puesta en escena, así como un interesante nivel de observación de las pequeñas cosas en un ámbito en el que nunca se pierde la idea de lo cotidiano y doméstico, como tampoco el aspecto humano por encima de los personajes.
Relaciones tóxicas En su debut cinematográfico, Martín Kraut logra un verosímil para una trama que coquetea constantemente con elementos de terror y suspenso, aunque de ese verosímil depende pura y exclusivamente de la entrega de su reparto. En ese sentido, Carlos Portaluppi junto a Ignacio Rogers consiguen transmitir esa relación entre sumisa y manipuladora que, llevada a los extremos, explota en un más que interesante juego del gato y el ratón. Y todo se hace mucho más tensionante porque se desarrolla la trama de suspenso en el contexto de una sala de terapia intensiva. La mayoría de los pacientes se encuentran en estado terminal. Reciben el cuidado protocolar estándar y no mucho más. Para Carlos, la terapia forma parte de toda su rutina, afuera del hospital prácticamente no encuentra lugar ni siquiera sentido a su existencia. Por eso, la llegada de Gabriel, un enfermero más joven y dispuesto a modificar el entorno, le genera un verdadero obstáculo y la sutil pérdida de liderazgo a la vez que la vulnerabilidad frente a las autoridades y directivos. Todo se precipita rápidamente cuando comienzan a ocurrir situaciones de enorme ambigüedad en el marco de lo laboral y el círculo de desconfianza hacia Gabriel se ensancha a niveles de asfixia para Marcos y su inestable emocionalidad. Sin entrar en un lugar de ética o la llamada bioética en relación al manejo médico de enfermos terminales, tanto el personaje de Marcos (Carlos Portaluppi) como el de Gabriel (Ignacio Rogers) poseen una mirada muy singular ante situaciones límites y desde ese pequeño espacio la película no aborda ningún tipo de planteo o reflexión para sumergirse de lleno en el vínculo tóxico entre ambos. La dosis es un buen ejemplo de ejercicio de estilo, aunque un prometedor comienzo seguido de una mitad aceptable – interesante decisión de no haber caído en el facilismo del retrato de el Doctor Muerte -se va desdibujando en los últimos tramos del film pero jamás alcanza los niveles de películas fallidas como suele ocurrir cuando delante se presenta de forma tan transparente el reflejo de un género y la historia de la manipulación psicológica.
Un guapo del 1900 No por casualidad este documental de Sebastián Martínez (ver entrevista) pasó hace pocos días por la sección Deconstrucciones del FIDBA, en esta atípica manera de exhibirse por vía virtual, porque es precisamente la deconstrucción de la mítica figura de Francisco Piria el eje central de la obra, que no solamente toma como referencia a la ciudad de Piriápolis (R. O. del Uruguay) sino que genera un interesante contrapunto entre un coro de voces y un eco que las recorre, tal vez desde la imaginación o al menos de una ausencia que se hace presente en cada espacio surcado. Habla mucho de su creador aquello que resiste al total abandono aunque es visible que lo que el presente refleja dista mucho de un esplendor del pasado. Quizás una de las incógnitas por revelar responda a esa pregunta incómoda que tiene que ver con una época del 1900 atravesada por numerosas líneas y aristas, que van entre proyectos ambiciosos a una tensión irresuelta entre idiosincrasias diferentes o formas de entender el futuro de un país. Piriápolis representa entre muchas cosas la puesta en marcha de una utopía; la trasnochada idea de un visionario europeo en una geografía completamente virgen, pero que a la larga fue encontrando sus límites con el correr de las décadas. A Piria, tal como refleja ese mosaico de voces, no se lo puede etiquetar bajo ningún modelo y pareciera que gran parte de ese conflicto fue pura y exclusivamente por su coherencia respecto a lo que sentía que debía hacer como otros pioneros que comparten esa paradójica tragedia de vivir en un tiempo equivocado. Entonces, desde ese punto de referencia cualquier arista que lo cruce en su turbulenta -aunque persistente marcha y contramarcha- le cabe en un traje que lejos de quedarle grande a veces lo mostraba tal cual era: poco complaciente con la impronta conservadora de la época y muy ágil para el negocio de lo nuevo. El mundo entero como documental de descubrimiento funciona al haber encontrado en el recurso de la voz como guía una manera de orientar al espectador para que el cúmulo de información, historias y misterios no se pierdan en esos laberintos repletos de símbolos, detalles y silencio. Sebastián Martínez consigue así con su opus la construcción de un pasado desde el presente del olvido hacia el futuro del recuerdo.
A la vejez, sonrisas Mezcla de documental con ficción, el opus de Víctor Cruz (Boxing Club) apunta a un retrato de la vejez despojado de solemnidad y dispuesto a mostrar aquello que alimenta la vitalidad de sus retratados. El verdadero hallazgo de Cruz y equipo es haber encontrado en distintos rincones del mundo (Costa Rica, Italia, Japón) personas de un promedio de edad mayor a 90 años. Todos ellos, algunos con achaques de la vejez, responden a un denominador común: las ganas de seguir viviendo pero de forma activa. Es por ese motivo que el cuerpo y el espíritu se amalgaman en estos ejemplos que la cámara acompaña. Ya desde Boxing Club (2012), el realizador había demostrado una mirada no convencional del entorno y de los protagonistas, con el foco en la voz de cada uno de ellos. Y en esta ocasión, la idea prevalece para encontrar un tono ameno en los episodios como por ejemplo el del hombre que se sube a un aeroplano, sobrevuela esa Italia pequeña pero grande con la sonrisa de un niño, acompañado por la canción Volare interpretada por Domenico Modugno. La sorpresa llega del lado oriental, más precisamente desde Okinawa (Japón) y como cierre fusiona lo analógico con lo digital al encontrar en un coro de ancianas una revelación para las redes sociales, las giras por escuelas y teatros y selfies que explotaron en millares de seguidores y likes. La coreografía, la simpatía de cada una de las involucradas, transmite esas ganas comentadas al principio de esta nota y demuestra que las edades se viven diferente cuando existen voluntades que superan los prejuicios de la cultura y de la chatura de las generaciones de los millennials.
Cuidado con lo que deseas. Si en otros tiempos evangelizar implicaba imponer una creencia sobre otra, aunque con jerarquías diferentes en base al discurso de dominación, en la nueva película dirigida por la directora Laura Casabé, Los que vuelven, las creencias se afincan no sólo en una desigual relación de poder sino además en la dependencia ante fenómenos que exceden el control de los personajes. Así, el valor intrínseco de una leyenda y de cierta idea mágica para traer al plano terrenal a los muertos entra en tensión con un relato de terror clásico, donde la culpa y la expiación se tensan en la cuerda endeble que separa la razón de la locura. La locura que se expresa en este caso de maneras violentas remite a aquellas manifestaciones desatadas en escenarios selváticos cuando el principio dialéctico entre civilización y salvajismo encontraban el espacio orgánico justo en ese inhóspito teatro de la crueldad, también llamado naturaleza. La idea de haber llevado a la extensión de la selva misionera esta historia donde el rol de la mujer de principios de siglo se ve sumamente opacado por el reinado de los hombres, no sólo dueños de la tierra y de los mensúes que alteran el equilibrio de la vegetación, resulta más que acertada teniendo presente el peso de la traición por un lado y de la tradición por el otro. Como si se tratase de reflejar un doble juego de venganza y redención en un espejo aumentado por el exotismo del paisaje y la fuerza de la hostilidad de la naturaleza. Otro detalle no menor es haber elegido una ruptura del tiempo cronológico del relato con fines dramáticos y para favorecer la construcción de los micro universos en el que cada personaje crece exponencialmente. Al igual que ocurriera con La valija de Benavídez (2016) los postulados del género dicen presente y se acomodan -estructuralmente hablando- en otras ideas no necesariamente relacionadas al género para hacer de la mixtura el mejor puente entre realidad y no realidad, aspecto que hace de la introducción de elementos fantásticos su mejor aliado porque el elenco (María Soldi, Alberto Ajaka, Lali González, entre otros) sabe acompañar tanto en los climas como en los momentos de anticlímax. Sangre, culpa, revisionismo, maternidad, deseo, desde la ambigüedad de la locura explotan en esta película perturbadora y atrapante que merece reconocimiento por partida doble: en lo técnico y en lo estético.
Creer para ver. En esta ópera prima, cuyo título alude a la jerga de los magos, Sebastián Tabany junto a Fernando Díaz -en su rol de co- director- mezcla dos energías que atraviesan su carrera, la magia y el cine. Además de crítico, el conductor del recordado ciclo televisivo El Acomodador nos introduce con Giro de ases en el territorio de la comedia romántica, pero tal vez de esas historias de amor que no necesariamente obedecen a dos personas sino a otro tipo de amor como por ejemplo a la magia; al arte de los magos y a la cartomagia, donde la suspensión de credulidad es la carta escondida en el mazo de la inocencia. Recuperar el asombro ante un truco de magia bien realizado es algo similar a dejarse llevar por lo inexplicable como ocurre con la atracción amorosa entre Martín (Juan Grandinetti) y su musa Sofía, interpretada por Carolina Kopelioff. Además de contar con el don de los elegidos, el protagonista debe trabajar de croupier en una mesa de Blackjack y ocultarse ante la mirada de un jefe que sólo piensa en el dinero y la adicción de los habituales ludópatas que se presentan en la mesa. Pero las diferentes formas de magia como la de salón, el ilusionismo o inclusive el arte del punguista (el elegante no el mediocre) también están presentes en las acciones de los personajes que acompañan a Grandinetti como por ejemplo El Rubio en la piel de Lautaro Delgado Tymruk, Thelma Fardin y la participación especial de Romina Gaetani, a quien le reservaron el lugar de maestra y el nombre del ya fallecido mago René Lavand, único en su especie. De este modo, y enfocado en un público amplio, el opus de Sebastián Tabany se aleja en primer término de su anterior incursión con Ezio Masa en el género de terror para apostar a la candidez de una historia sencilla que potencia el valor de creer aunque más no sea por un rato, donde la galera y el conejo entonces proponen un viaje al pasado, sin escala en la nostalgia.
Desenfocar en la tempestad ¿Qué filmaría Pier Paolo Pasolini en un paseo vital con una cámara por las calles de Ituzaingó?; ¿sobre cuáles ragazzi, pibes, haría foco? Y a Pier, con su camarita distintiva e intimidante, seguro alguien lo miraría como a un extraño, escudado siempre detrás de anteojos negros tal vez para que el sol no lo descubriera desprevenido en su acto de lascivia o naturaleza instintiva cuando el deseo puede y anhela más. Ese sol es el que necesitó Raúl Perrone para volver a apostar a la estética como parte de un lenguaje infinito, que recorre sus películas, Hierba, Favula, entre otras hace tiempo y que pretende prolongarse en cada una de las historias que su cámara narra. Sol porque la necesidad de la iluminación para filmar con una cámara estenofoica- que sin entrar en detalles- implica algo así como filmar sin lente es realmente novedoso, aunque a la vez nos retrotrae a la prehistoria del cine. Al acto en que esos pioneros, corsarios, experimentaban en el océano de la incerteza cuando la luz buscaba incipiente el agujero oscuro como Pier Paolo en la oscuridad del deseo, expuesto a la mirada del sol. A veces un torbellino que se entremezcla con la chillona trompeta del jazz, recorre el poema cinematográfico Corsario; otras en las estrofas de un poema que no le pertenece al director de Teorema, sino que trae la voz de Verlaine en su descripción minuciosa de los jóvenes y sus características físicas, su clase obrera y su procacidad en el hablar, para encontrar en la repetición y en la textura de la imagen, que hace del desenfocar su mayor virtud, el territorio virgen para que el Corsario Raúl Perrone deambule y despliegue su arte y su pícara y estimulante idea de “robarle” algo al cine o a la vida, en los retratos actuales de esos pibes que cada día se multiplica y se aproximan a Pier Paolo Pasolini, quien llega aquí en otro de sus viajes por la fantasmática de la cinefilia, representado y en primer lugar como observador observado. La superposición de planos en el mismo encuadre nuevamente hace estragos en lo visual y la singularidad de la textura de una imagen imperfecta desecha el homogéneo y discreto encanto del digital. Y nuevamente, las referencias directas con el arte y sus diferentes encuentros mágicos con el cine del realizador de Ituzaingó, que va desde el recuerdo de un poema de Dylan Thomas recitado a desgano por los distintos aspirantes a un casting en presencia del cazador furtivo de los anteojos oscuros, para que Marcelo Ricagno juegue un personaje de asistente y los rostros y cuerpos de los chicos-chicas o pibes-pibas también jueguen y no actúen, premisa irrenunciable del cine Anti Autor, que vuelve a reinventarse y no naufraga en el intento como tampoco la energía del color cuando domina el blanco y negro en los casi 60 minutos de metraje. Tal vez el viaje a los 60, quizás un poema sin tiempo, pero esas flores de colores fuertes forman parte de un gran jardín, el de los pibes o ragazzis de Pasolini y Perrone, ambos corsarios de ley, que no temen a las tempestades de las mareas de la cultura convencional, que arremeten con bravura y riesgo a los tifones digitados de la corrección política. Hablar de un pibe, apodado “El rata”, que se ahogó en el río también es poesía de la crueldad humana. Lo levantaron con ganchos desde los pies, dicen otros chicos en las mismas condiciones mientras el sol los ilumina y parte de su infancia derrite fragilidad y vulnerabilidad, solamente repetida en los ojos cuando el foco arremete a la estética y le gana por varios cuerpos al cine del miserabilismo que es rentable. La poesía no se mercantiliza en el pensamiento de los utópicos como esta película o poema. Simplemente, fluye con las ganas del deseo y la manera de compartirlo en una imagen fuera de foco, en un poema de otro tiempo o en los cuadros vivientes que transportan tristeza por la falta de movimiento y belleza a la vez por la perfección de los cuerpos y la luz que los baña.
El poder de la lente La pregunta sobre el sentido de hacer un documental es tan perturbadora como entusiasta para esta comedia con ecos de otras películas que se entrecruzan como por ejemplo Opus (Mariano Donoso, 2005) desde el punto de vista de la subjetividad versus la falsa objetividad que arrastra todo proyecto documental. Pero el detonante son los roces no creativos sino de pareja, la sociedad entre una realizadora y su editor dentro y fuera del proyecto, que procura acercarse o al menos aproximarse antropológicamente a los pueblos originarios en la provincia de Salta. La impronta rupturista y latente, junto al discurso sobre estereotipos de un grupo identificable, están presentes en Ínsula, así como el cuestionamiento a los alcances del cine como herramienta de conocimiento. Esos son algunos de los tantos eslabones de una larga cadena de ideas que también se rompen cuando entre lo que se ve, aquello que se elige desechar o simplemente las discusiones y dilemas de la ética ante el fenómeno cinematográfico, arrancan sonrisas cómplices en medio de esa sensación de pedantería irresuelta a la hora de empuñar una cámara y ponderar el arte para registrar la realidad, un fenómeno con vida propia que se escapa al poder de la lente y mucho más de la sensibilidad para el que observa.