Enmarca “Los Justicieros” una metáfora sobre los azares del destino y las relaciones de causa y efecto. Un atentado cobra la vida de la compañera sentimental del protagonista de este film. Los eventos no son fruto de la premeditación, sino de la suerte. Estar en el lugar equivocado, en el momento justo. Un plan de venganza diseñado otorga sentido a la represalia que estamos a punto de vivenciar, y es allí cuando el argumento recuerda a varios de su clase, hechos en serie de réplica por Hollywood. El director danés Anders Thomas Jensen busca el tratamiento maduro, sin caer en el vicio del arquetipo grotesco. Es conveniente aclarar, que la presente no es meramente una película de típica de un hombre de familia buscando hacer justicia por mano propia, sino que nos presenta una complejidad dramática de infrecuente hallazgo en este tipo de abordajes genéricos. Trauma, luto y deseo de justicia dibujan el ánimo y espesor psicológico de una figura trágica. Se incluyen, también, toques comedia amarga que, en su ironía, no afectan la seriedad a priori planteada. No se exime a “Los Justicieros” de ciertas concesiones superfluas, subrayando por demás las consecuencias catastróficas que tiene el evento dado, en el ámbito personal del personaje interpretado por Mads Mikkelsen. Un abanderado del cine europeo actual, que afronta el riesgo de convertirse en un impensado héroe de acción. El actor danés porta un rostro impasible con el cual empatizamos. Certeramente, en “Los Justicieros” la emoción por la búsqueda de la verdad no prescinde del factor diversión.
Adaptar un videojuego a la gran pantalla puede ser una trampa mortal para cinéfilos de buen paladar…o la excusa perfecta para la rentabilidad a bajísimo costo artístico. El proyecto “Uncharted” parte de una serie gamer de playstation, lanzada al mercado por primera vez en 2007. Nos trae a la gran pantalla la palpitante fascinación por las historias de cazadores de tesoros, sin importar los obstáculos a atravesar para alcanzar tan esquiva recompensa. La leyenda cobra vida en películas como “Indiana Jones”, “La Momia” y “National Treasure”. Cine de manufactura comercial para el Hollywood del nuevo milenio, enfrascado en la anodina repetición de la fórmula exitosa. Tras las cámaras se encuentra Ruben Fleisher, contratado por encargo para esta aventura gráfica de presupuesto demencial, presta a sacrificar las pocas buenas intenciones que exhibiera en anteriores abordajes el realizador de “Gánster Squad”. Finalmente, nos encontramos frente a un producto final conformista pero homogéneo. Efectos especiales y humor en apreciables dosis. Fleischer resiente la propuesta, quedando a deber en ciertos requisitos indispensables para la ligereza con la que se consume este tipo de cine. Si Tom Holland da vida a un héroe carismático pero vulnerable a la vez, es nula trascendencia de un Mark Whalberg, en plan de valiente mentor, algo rezagado y contenido. El film tampoco aprovecha los quilates interpretativos de Antonio Banderas, quien suma una enésima encarnación de villano pésimamente guionado. Exóticos escenarios fotografiados con afán turístico, poco y nada aportan a tan previsible narrativa. “Uncharted” encarna el cine de algoritmo que privilegia la ejecución de una acción ultra planificada. Sacrificada la verosimilitud argumental, un leit motiv recurrente divide en idénticas secuencias al relato, prólogo a un final abierto que presagie una inevitable secuela.
El chileno Pablo Larraín es un especialista en abordar universos femeninos. Tal interés lo demuestra la producción de películas como “Gloria Bell” (2018), “Princesita” (2019) y “Una Mujer Fantástica” (2019), así como la dirección de cintas del estilo de “Emma” (2019) y “Jackie” (2016). Trazando lazos evidentes con esta última, es que su reciente recorte biográfico de una personalidad atravesada por su desempeño político, sigue los rastros de la fallecida miembro de la realeza británica, Lady Di. La princesa de Gales, primera esposa de Carlos, y heredera de la Corona Británica, vivió sus años bajo los flashes de la prensa y sometida a una enorme presión. Gozó de su popularidad y tal carisma la hizo merecedora del cariño del público, en tanto sufriera en carne propia el escrutinio permanente que los medios amarillistas hicieran sobre la estabilidad de su matrimonio y los escándalos que rodearan al mismo. Activista humanitaria y glamorosa aristocrática, la silueta que traza su figura arroja un reflejo fractal. El ojo público concibe la autenticidad imperfecta de una figura hecha de contrastes. Con magnetismo y de modo por completo anti convencional, el talentoso realizador chileno indaga, con su habitual abordaje antropológico, en la tumultuosa vida privada de la princesa, centrándose en un evento familiar particular, el cual utiliza como disparador para desnudar la crucial naturaleza de sus tormentos y traumas. El drama se desatará, a lo largo de tres jornadas, en una fastuosa mansión, ubicada en una finja de la rural Norfolk. El de Kristen Stewart es un retrato emocional perturbador. Deslizándose hacia las profundidades de su psiquis, encarna a una mártir modernista, debatiéndose entre visiones de Ana Bolena y desarreglos alimenticios con delicias de arte culinario burgués. La estilizada puesta en escena, del siempre inquietante y sutil Larraín, no desatiende detalle a la hora de potenciar todo elemento del lenguaje cinematográfico al servicio de una riqueza sensorial llamativa. Es así como herramientas y recursos, tanto visuales como sonoros, van construyendo esta extrañada, fascinada y perturbadora mirada. Acaso un ensayo sobre la angustia existencial, descansando en el talento sin parangón de una de las estrellas jóvenes más cautivantes del horizonte hollywoodense. “Spencer” es el anverso perfecto del tipo de biopic encarado por Oliver Hirschbiegel para el film “Diana” (2013), protagonizado por Naomi Watts.
Una vez más objeto de transposición a la gran pantalla, el genio británico de la palabra escrita pervive en la lenta de Kenneth Branagh. El actor y realizador británico, recientemente premiado por su brillante “Belfast” continúa explorando, delante y detrás de cámaras, aquellos mundos de ficción por los que ya se interesara en su previa adaptación sobre Agatha Christie, “Asesinato en el Orient Express” (2017). Branagh vuelve a calzarse las ropas del emblemático detective Poirot, emérita creación literaria de Christie, especializada en el género policial, autora de sesenta y seis novelas policiales y catorce historias cortas. Nacida en una familia de clase media alta, trabajó como enfermera durante la Primera Guerra Mundial; creadora de argumentos como auténticos rompecabezas, su nombre comenzó a ser reconocido en los círculos literarios cuando fuera contratada por la imprenta Collins Crime Club. Dueña de una personalidad tan enigmática como fascinante, en múltiples ocasiones, su obra ha sido llevada a la gran pantalla y a la TV. Editada en cien países, Christie publicó un libro al año desde 1920 hasta su muerte, en 1976. Con absoluto dominio de la técnica, la precursora del subgénero ‘whodunit’ -variedad de trama criminal compleja en donde la principal característica de interés es el enigma a resolver- emparenta su obra a la de su coterráneo Arthur Conan Doyle. Su proliferación en el séptimo arte nos lleva a rastrear una obra primigenia como “Mortal Sugestión” (Rowland V. Lee, 1937). La lograda “Diez Negritos” (René Clair, 1945) seguiría la huella de un furor que se desataría, merced a una tríada de títulos, entrados los años ’70: “Asesinato en el Orient Express” (Sidney Lumet, 1974), “Muerte en el Nilo” (John Guillermin, 1978) y “Muerte Bajo el Sol” (Guy Hamilton, 1982). La perenne obra de Christie bebía de los frutos de su éxito cinematográfico, sin embargo, incurriría en un hiato de décadas hasta el creciente atractivo explorado por el artista irlandés. Un lustro después, regresa Branagh a indagar los recovecos de la novela policial británica. La ambientación de época nos convida de una atmósfera que no tarda en envolvernos. No obstante la inclusión de ciertos anacronismos musicales y un número de pista de baile que deja bastante que desear, la mesa está servida para consumar el crimen perfecto. ¿O no? Los asesinatos no tardan en acumularse. Hay pistas certeras, humeantes elementos del crimen, fina joyería y sospechosos con más de una motivación para consumar el crimen pasional que replica la inagotable fórmula cinematográfica del misterio del cuarto cerrado. Despecho, celos y envidias aportan condimentos nada despreciables. Más allá de la duda razonable acerca del sentimiento posesivo que incrimina al círculo de tripulantes, la resolución acecha la conciencia del atribulado hombre de ley, sopesando los efectos de una pérdida amorosa irreparable. Un laberinto de pasiones en rojo sangre alumbra indicios del perspicaz y metódico Poirot. Branagh emula a los inolvidables Peter Ustinov y David Suchet, en la piel de uno de los personajes más excéntricos y reconocidos de la literatura policial. Allí está su capacidad de análisis cerebral para resolver los más intrincados enigmas criminales. Cumpliendo la siempre difícil tarea de dirigirse a sí mismo, el reconocido intérprete de vertiente shakesperiana acomete su labor con solidez, para los estandartes que suele ofrecernos el género en la actualidad. Inclusive cuando el verosímil narrativo pueda resentirse en determinados tramos -el suspenso literario no siempre se traduce en iguales términos de efectividad al cine-, Branagh dirige con estilo visual y buen gusto estético. Una exquisita fotografía captura bellos parajes a la vera del Nilo. Su cámara no se conforma con el exotismo de las imágenes, persiguiendo cierto simbolismo en la vida salvaje que habita las profundidades del río. Se trata de presas y cazadores, víctimas y victimarios. La sospecha pulula por doquier. Indaga la película en los traumas psicológicos sufridos por este en pleno conflicto bélico, tanto como en los oscuros intereses del grupo humano a bordo del lujoso barco, a quienes dan vida un variopinto elenco en donde destacan nombres como Gal Gadot, Annette Benning, Sophie Okonedo y Armie Hammer. Ensaya Branagh la enésima inspiración literaria sobre la obra de Christie, en la búsqueda de una reflexión acerca del amor, aún desde un costado en absoluto luminoso, acaso en la más imperfecta y pérfida de sus formulaciones. Hasta que la muerte los separe y las evidencias delaten a los culpables. Sigue su corazonada, inmortal Hércules…
La presente es una película que tiene como protagonistas a las mujeres de una familia. Pensamos en el silencio femenino generalizado por aquellos años. La historia recrea falencias atávicas consensuadas y avaladas por un contexto patriarcal, de generación en generación. El árbol genealógico restituye la estructura familiar al servicio de la construcción política de un líder. La nieta de Juan Gabriel Labaké (defensor legal de Isabel Perón y luego vinculado a Carlos Menem en el partido justicialista) es quien fusiona un tránsito de vida a través de las últimas tres décadas de vida política del país. El dispositivo cinematográfico proyecta aquel registro de video, mientras la mirada feminista pretende ampliar perspectivas antes cercenadas. Capta la realizadora un síntoma de cierto estado de sonambulismo en esas mujeres consignadas a roles de reparto carentes de acción. En parte, se trata de un retrato de aislamiento, y en el pronunciamiento del conflicto existe también un manifiesto colectivo sobre cierto deseo de reescribir ciertos patrones. Sale a la luz material de archivo filmado acerca del ascenso político de Labaké, durante la década del noventa, coyuntura social que, vista hoy retrospectiva, continúa dividiendo las aguas sin término medio alguno. La huella del material fímico dialoga con el registro presente. El archivo audiovisual excede la esfera política, alcanzando la vida familiar. Finalmente, la autora pretende que “La Vida Dormida” se convierta en un díptico que trabaje confundiendo los límites de la realidad y la ficción. Objeto de estudio y soporte utilizado. Es un pasaje de mando generacional, también uno idéntico en cuanto al punto de vista desde quien observa tras la lente. Haydée, la abuela de Natalia, registró la vida desde los márgenes, espió a través de la mirilla aquel paradigma de poder masculinizado. Natalia toma papel protagónico, más de treinta años después, completando el trayecto. Valoramos la posibilidad de un cine interpelándonos directamente, en la distancia accesible del tiempo cinematográfico, que no es el real. Allí donde se esfuma la brecha, entre lo inasible de un recuerdo a la memoria y en aquel registro que no permite borrarlo jamás. Desafiante labor desde lo íntimo y personal para la autora.
Una página borrada de nuestra memoria. Un hueco gigantesco en la propia identidad. ¿Hacia dónde podremos dirigirnos si no sabemos de dónde provenimos? Pedro Almodóvar revisa la historia reciente española, reviviendo heridas urticantes, acaso sin cicatrizar. El plano y contraplano examina los dobleces de un contexto familiar disfuncional. Repleto de ausencias, carencias y traumas. Finalmente, la historia de las madres paralelas, quienes titulan al film y llevan adelante la trama, no es más que un pretexto argumental -y sin minimizar tal condición, diría la corriente de teoría autoral- para profundizar en algo mucho más delicado, atávico y en absoluto obsolescente: un abordaje al contexto de los ciudadanos capturados, asesinados y desaparecidos durante la Guerra Civil Española. Nos es ajeno a su filmografía su inspección sobre las consecuencias del franquismo, aspecto histórico que el manchego ya había abordado previamente en “La Mala Educación” (2004). El viento agita las cortinas, las cuatro paredes de la habitación cumplen la ley del deseo. El laberinto de pasiones ensaya su nueva versión para los amantes pasajeros. Sin embargo, nada ocurre por casualidad; el encuentro profesional fortuito que ‘engendrará’ una relación bifurca los caminos trazados, al hallazgo de la persona indicada como herramienta para reconstruir ese pasado esquivo. Nada es como tal a simple vista. Como cajas chinas en perfecta sincronía, Pedro tira de los hilos ejercitando su perenne pericia narrativa. Las respuestas se hallan en la profundidad de esa fosa común, adonde pertenecen los restos de aquellos seres queridos. Allí donde buscamos nuestra propia identidad. Todo es simbolismo y alegoría, y allí están dos vidas gestándose en el vientre de estas dos madres paralelas. ¿Madre hay una sola? Con un impacto de magnitud nuclear, Pedro deposita sobre nosotros la duda. ¿De quién es la niña? Hay rasgos identitarios que no condicen y un padre que busca hacerse cargo. Enmarañado y jamás convencional, como es costumbre, coloca delante de nuestros ojos las complejas piezas de su rompecabezas emotivo. Vida y muerte se entrelazan consumando la tragedia. Hay un llamado de conciencia, pensemos en una señal. Quizás, sea la historia que siempre se repite. Imposible escapar a nuestro destino. ‘El amor cambia tu sangre’, dijo el maestro. ‘La sangre es para siempre, nada puedes hacer’, retrucó el discípulo. Guiño melómano aparte, en bucle, repetimos los mismos errores, aciertos y patrones del pasado. ¿Una condena o una bendición? Pedro piensa en posibles paralelos con la historia de su tierra, pisando su propio suelo. Hagamos el mismo ejercicio nosotros, desde la óptica de nuestra nación y la gigantesca grieta identitaria aún existente. Identificación total, treinta mil razones. El autor, dos veces ganador del Premio Oscar (y aquí nominado a Mejor Film Internacional) nos deslumbra con una puesta en escena que deleita nuestros sentidos. Emplazada en acogedores apartamentos en Madrid, la historia se beneficia del detallismo estético del realizador. Observamos un vestuario repleto de estridentes colores, merced a su siempre destacado buen gusto decorativo (presten atención al mobiliario y a las pinturas que cuelgan de las paredes, todo un símbolo lo segundo). Kitsch y rocambolesco, Pedro en su salsa. Quizás, el fetiche se proyecta en el oficio de fotógrafa del personaje de Penélope, centro convergente del film, otorgando su mirada sensible a todo aquello que se dispone a retratar. Era de esperarse, hay rojo saturado por doquier a la espera del siguiente flash. Elevando a la enésima potencia su gusto por el melodrama, Pedro ensaya su mejor versión del inmortal Douglas Sirk para conformar un drama desgarrador. Su sentida utilización de la música, demarcando el arco dramático de cada escena, será lo suficientemente hábil como para colocar el peso específico necesario sobre determinantes secuencias. La mirada se posa sobre dispositivos que confeccionan el nuevo paradigma. El dedo desliza el ratón de PC y hace click revelando verdades inconfesables. En tiempos de redes más una prisión, apps que nos entretengan después de cenar e hiperconectividad vacua, la protagonista cambia el número de su teléfono móvil. Busca la identidad de sus propios antepasados, pero se esconde. Y finge. O elige creer para no enloquecer. Como ningún otro contemporáneo, sabe el ibérico como atrapar nuestra atención por completo. Nos ha hipnotizado con su nueva lección de cine. En “Madres Paralelas” todo es búsqueda de identidad. El resultado de un examen genético y la pesquisa del rastro en una prueba salival. La pantalla se llena de interrogantes. El rostro de Penélope ensaya una mueca de espanto e incredulidad. ¿Qué hecho yo para merecer esto?, se pregunta. Más ligazón identitaria: la pertenencia a un número móvil y búscame aquí; hay cierta nostalgia hacia todo tiempo pasado, siempre hay a mano un bolígrafo para registrarlo todo en el papel. La mirada social de Pedro no descuida incluir ciertas tendencias acerca del vertiginoso mundo de hoy, haciendo aún más pronunciada la brecha generacional. La mala educación de nuestros niños. Por supuesto, en sus películas siempre habrá lugar para aquellas líneas de diálogo ocurrentes, que nos robarán una carcajada. Incluso en medio de tan desasosegante drama. Retorna Pedro al mundo femenino que tan bien sabe indagar, empatizar y problematizar. La ausencia paternal, masculina, se hace evidente. Y para qué tenerlos presentes si son de la peor calaña: maridos infieles que no se hacen cargo de la paternidad, dealers venezolanos o jóvenes abusadores. Hay para todos los gustos, pero no encasillemos. Pedro habla con ellas y habita sus pieles. Allí está la magnífica y bella Penélope Cruz, cautivando al hechizo que hace trampas al paso de los años. Almodóvar sabe, como nadie, capturar su frescura y destacar su intensidad actoral, para un papel a su encomiable medida. Pletórica en su dolor y gloria para un parto en primer plano, Penélope es una fuerza de la naturaleza. Su musa indiscutible, desde “Volver” (2006) hasta hoy. Resulta aceptable el rol desempeñado por la novel Milena Smit, debutante chica almodóvar que carga sobre sí la otra mitad del peso de la historia, aspecto nada menor. Allí está también la inmensa Aitana Sánchez-Gijón en rol de reparto, brindándonos un monólogo teatral para el recuerdo. Ensayo de anhelos frustrados y sueños marchitos de juventud que podrían extrapolarse al personaje de Cruz. De su boca salen líneas que describen el oficio actoral: nuestra tarea es agradar a todo el mundo, dice. El reloj, indetenible, sigue su marcha. No puede derrotarse al tiempo y la madre naturaleza sabe. Es ahora o nunca, Penélope. El instinto maternal no traiciona. El siempre acertado juicio autoral de Pedro no desatiende su pronunciación acerca de las dinámicas que atraviesan a los vínculos actuales. Y cuando creemos que el gran Almodóvar ha colmado su universo de mujeres al borde del abismo existencial, allí reaparecen dos antiguas y eternas cómplices, como Rossy De Palma y Julieta Serrano. O bien para distendernos o para aleccionarnos. El eterno hijo pródigo del cine español puebla el escenario de su pura ficción hecha de vínculos intrincados, contradictorios e imposibles. Como la vida misma. Allí están las madres paralelas, intercambiando bondades y miserias. Sellando la complicidad en la crianza, haciendo el duelo de una ausencia. Compartiendo primero un techo y recetas culinarias, luego una cama, antes de un secreto inconfesable. Hay un retrato familiar que necesita un nuevo encuadre y apenas un recuerdo lo sostiene en pie, si el uso de razón lo permite, trayendo a la vida a aquella mamá liberal que adoró a Janis Joplin. Suena su inconfundible voz, es un rayo que nos atraviesa. La conversación se da luego de una cena íntima. Confesional, Penélope revela un secreto. Hay una presencia paterna ausente. Y las historias que nunca faltan, esas que contaba la abuela, de generación en (de) generación. Aquellas bajo las cuales reconstruimos una figura, que nos mira en el espejo de nuestro propio ser hecho añicos. Nos reconocemos. Minutos después, una contundente verdad se teledirige hacia nuestra conciencia. Hay algo en las palabras pronunciadas por Penélope, acerca de la importancia en desenterrar ese pasado acallado, que nos lleva directamente hacia el monólogo de José Sacristán en “Solos en la Madrugada” (1978), la imprescindible película de José Luis Garci. El momento socio-político era claramente otro, a la caída del franquismo, pero uno puede comprender las necesidades, las urgencias y la identidad fragmentada del ciudadano español. Dos objeciones se presentan en el film, a juicio de quien escribe, privándolo de la completa excelencia. Dice el dicho que quien mucho abarca, poco aprieta. Y Almodóvar elige vertebrar su relato a través de diversas aristas que no llega a profundizar, resintiendo cierto verosímil narrativo. Sólo el amor no puede sostener…se habla sobre intercambio de bebés al nacer, y no se abordan las responsabilidades institucionales, las consecuencias morales y vericuetos legales del caso. Una ligereza en la toma de decisiones que no es descuido por parte del director, sino la preferencia por explorar ‘el efecto después’ y el desapego en el personaje de Penélope, luego de haber liberado su aprisionada conciencia. Se habla de abuso y violación, de sexo sin consentimiento, y no se persiguen culpables ni se denuncia el hecho. Solo una foto sugiere rasgos, pero se aligera la responsabilidad del culpable. No quiere decir que se resienta la convicción del cineasta: el padre de la abusada eligió callar, pecado común generacional. No obstante, del dicho al hecho, hay un trecho…no alcanza con que Penélope vista una remera que anuncia que “we all should be feminists”. ¿Cómo se respalda dicha sentencia sino con compromiso? Aprendamos a mirar mejor el cuadro completo…o la historia nos encontrará víctimas de nuestros propios errores pasados. No pretende el autor del film un ensayo acerca de la maternidad, del estilo proseguido en “Todo Sobre Mi Madre” (1999). Esta es una película acerca de la identidad más allá del género y del lugar en el mundo que nos toca ocupar. Y de este mundo que legamos a nuestra descendencia. Por ello, el viaje prosigue fuera del contexto urbano. El traslado hacia el entorno rural es también un traslado en el tiempo. Allí está la vieja casa de familia y la viva voz de aquel pasado. Recordará Pedro sus propias raíces. Rollos de negativo inauguran y clausuran “Madres Paralelas”. Son el soporte de aquel testamento hecho de imágenes (en movimiento). Es el refugio ficticio para desarrollar una historia hecha de retazos. Es la búsqueda por reconstruir, desde los despojos, desde las cenizas, los cimientos y los restos, la propia memoria. Es trazar ese camino de regreso, es hurgar en el lugar donde se esconde aquello que el olvido nos legó. Cuando un sonajero simula un Rosebud enterrado. Cuando un ojo de cristal mira directo hacia aquel ojo que, sorprendido, contempla su permanencia inalterable en el tiempo. Huesos alrededor, tierra amontonada, aquí y allá. Olor a historia acallada. Culpa y redención. Necesidad de expiación. En el pueblo, rostros anónimos marchan. La procesión celebra a aquellas almas anónimas. Ya no son solo un número, ya poseen nombre y apellido. La cámara se olvida de Penélope, madre en paralelo que ha concebido su segunda oportunidad, bendición de la vida y destino que derrota al paso del tiempo. Casi sin abandonar el ras del suelo, la delicadeza de Pedro en enfocar la mirada de esa niña contemplando semejante panorama es un golpe al corazón. Y ese puente generacional es una elipsis tan grande como la de Kubrick en “2001…”, con perdón de la brecha cronológica. La metáfora vale la disculpa cuando la eternidad es hoy al encuentro de nuestros propios fantasmas, si la esencia humana se resignifica en esos segundos preciados, en el expresivo asombro fascinado de aquella niña contemplando un horror que, conscientemente, no puede jamás comprender. Luego, la cita de Eduardo Galeano nos hace un nudo en la garganta. Siempre hay dos historias fluyendo en paralelo. Pedro nos cuenta la de su máter España. Porque es mejor sanar ciertos daños…¿qué mundo le daremos, sino, a aquellos que recién llegan?
Una fuerza misteriosa cumple la ley de causa y efecto; tanto hemos hecho por dañar el planeta que ahora el castigo se dirige directamente hacia nosotros. Ya sabemos lo que vamos a ver por anticipado: el alemán Roland Emmerich adora destruir la Tierra. La incendia, la congela, la inunda. Tomemos previos abordajes del cine catástrofe apocalíptico como “Día de la Independencia” (1997), “El Día Después de Mañana” (2004) o “2012” (2012). Halle Berry y Patrick Wilson son dos rostros conocidos que se suben a la nueva ola fatalista. Jugo de luna se derrama por la gran pantalla, sendas estrellas resisten estoicas. Emmerich, como niño con juguete nuevo, echa a andar su simple vehículo de entretenimiento. Retoma la preocupación vertida por “No Miren Arriba”, podría el mundo acabarse; si bien su abordaje dista del registro elegido por la más recomendable película de Adam McKay. Aquí, cataclismos diversos amenazan la civilización, conformando el menú del primer tanque norteamericano de 2022. Un terreno conocido que despliega ante nuestra mirada escenarios propios de películas del Hollywood más pochoclero. Un especialista en utilizar los artilugios visuales con fines de espectacularidad sabrá hacer lo previsible con tamaña magnitud de destrucción. En detrimento de la narrativa, las elecciones tomadas rozarán lo grotesco y lo estrafalario. Caos a toda velocidad que olvida la lección de ritmo cinematográfica impartida hace décadas por Robert Bresson. Vivimos tiempos de penosa instantaneidad. Una tripulación de héroes inverosímiles se lanza al espacio exterior, en peligrosa e improbable misión de salvar al plantea y a la humanidad. La gesta nos mantiene entretenidos. No mucho más sostiene al relato.
Un humor extrañado sazona la cálida y fluida propuesta de la nueva película de Paul Thomas Anderson. Unos personajes con inmenso corazón y un deseo de trascendencia mayúsculo habitan el Valle de San Fernando, en la California de los años ’70, aquella que vio crecer al realizador. Postal de un tiempo pasado mejor. Por ello, no nos resultan ajenos tintes autobiográficos presentes en esta cinta dirigida, producida y guionada por su alma mater, un talento audiovisual sumamente interesado en incursionar en la estética de videoclips, junto a bandas como Radiohead. La coordenada musical se sostiene sobre un hilo de melodías indestructible. Ya desde el trailer nos ilusionábamos: suena David Bowie cantando «Life on Mars» y nos pone la piel de gallina. ¿Estamos listos para el viaje? “Licorice Pizza” nos trae la fogosidad de un coming of age, en igual medida que una radiografía de una Estados Unidos al borde de un colapso económico. Nostálgica, es una oda evocativa que trae consigo algo de la ligereza encantadora de “Embriagado de Amor” (2004). Sexo, picardía y electricidad corren por las venas de los jóvenes interpretados por los desenfadados Alana Haim y Cooper Hoffman. Ambos debutantes. Él es el hijo de Philip Seymour Hoffman, ella está brillante. Ella se roba la película. La dupla de jóvenes personajes se aleja del canon de belleza típico hollywoodense, tampoco lo que se nos mostrará es un romance habitual. La vivacidad de un continuo movimiento nos trae el espíritu de “American Graffiti” (1971, George Lucas), gema que sobrevuela una cinta planificada mediante una labor de cámara encomiable. El tránsito al mundo adulto le debe una página al manual establecido por Richard Linklater hará su aparición, filosofando acerca de seres en transformación, dueños de su tiempo y espacio. Hay algo allí de “Dazed and Confused”, también guiños al screwaball comedy, pletórica batalla de sexos mediante. Pero todo se sugiere, nada se explicita. Puro vicio, fábula platónica, delirio de noche de bar, al otro lado de la colina que teje ilusiones en celuloide. Anderson es un cineasta clásico en formato moderno, y en sus films destaca una gran dirección actoral. Para la ocasión, Bradley Cooper, Sean Penn y Tom Waits ejerecen roles de reparto de lujo. Inevitable resulta recordar a Philip Seymour Hoffman, su hijo es la imagen viva del fallecido ganador del Premio Oscar. P.T. Anderson lo dirigió en “Magnolia” (1999), “Boogie Nights” (1996) y “The Master” (2012). Aquí, otorga prestancia a su herencia, vislumbrando un talento con brillante carisma. La presente es una película que causara profunda división dentro de la crítica cinematográfica. ¿Se trata de un retrato que cercena la participación de la comunidad afroamericana, tan presente en la bulliciosa L.A.? No obstante, la industria se inclinó positivamente, acopiando nominaciones a los Premios de la Prensa Extranjera (Golden Globes). “Había una vez en Hollywood…” podría inscribirse en las primeras líneas de esta fábula acerca del fin de la inocencia. Paul Thomas Anderson, sin mayor pretensión, nos invita a disfrutar del viaje barranco abajo y sin frenos, literalidad inclusive. Y lo hace trazando conexiones con una historia que se desarrolla en el epicentro del mundo del entretenimiento. Su narrativa episódica nos traerá a la mente el último film de Quentin Tarantino. Un trasfondo colorido acompaña una propuesta atiborrada de influencias y marcas de estilo de indudable procedencia. ¿Es el director de «´Pozos de Ambición» y «El Hilo Invisible» el mejor cineasta de su generación? Muchos cinéfilos asentirían sin dudarlo, luego de disfrutar de este festín para los sentidos.
Las películas sobre escritores ficticios, traumados en igual medida que puestos en peligro de vida, constituyen todo un género en sí. La mente se pone en blanco, el writer’s block ejecuta su estocada final. Vaciada la imaginación y consumado el episodio de crisis creativa, no hay nada mejor que buscar un destino desconocido, fuera de toda zona conocida con tal de estimular a las renuentes musas. Se trabaja bajo presión, la editorial nos exige la entrega de la versión final sobre la última secuela de aquella franquicia furor de ventas. Así es que el cine, aún a riesgo de reformular recetas preconcebidas hasta el cansancio, ha fraguado interesantes relatos como el policial onírico «La Ventana Secreta» (2004), de David Koeep. Pensemos en el escándalo inesperado que echa a andar la asfixiante maquinaria de «El Escritor Fantasma» (2010), de Roman Polanski. Todo un referente por sí mismo lo constituye «Misery» (1990), sobre la novela de Stephen King y dirigida por Rob Reiner: estábamos advertidos, los fanatismos extremos pueden concluir de la peor manera. Podrían acopiarse, todas y cada una de ellas, bajo la infinita saga sustentada ‘bajo hechos reales’. Stranger than fiction… Veintitrés años han pasado de aquella gema de culto del cine independiente argentino. El relato en blanco y negro «76 89 03» iluminó al cine argentino de fin de siglo. ¿Qué rastros de aquella búsqueda estética quedan en el director y guionista Cristian Bernard?. «Ecos de un Crimen» es un producto de género, una manufactura del cine comercial. Respeta todos los estereotipos, a pies juntillas cumple con el probado ABC de manual. Cuenta con financiación extranjera (Warner y HBO Max), aspecto que nos lleva a pensar en que estamos frente a un producto serio. ¿Lo estamos? Técnicamente inobjetable, fotografía, banda sonora y puesta en escena se ponen al servicio de un pesadillesco relato en repetitivo bucle. ¿Cómo escapar de aquella realidad que nos atormenta una y otra vez? “Ecos de un Crimen” elige hacerlo de la peor manera posible. Contar con algunos de los mejores intérpretes de nuestro medio (Diego Peretti, Julieta Cardinali, Carola Reyna, Carla Quevedo, Diego Cremonesi) no garantiza el éxito si ninguno de ellos logra dar con un registro verosímil a lo largo de un film en donde los minutos comienzan a pesar. Lejos de adentrarnos en descubrir el misterio, la propuesta acaba por colmar nuestra paciencia, apenas promediando el metraje. Todo lo exhibido a nivel narrativo ya fue abordado previamente por Hollywood. Pero no somos Hollywood, ni siquiera una decente copia. Aquí, Bernard ensaya un facsímil razonable de Stephen King, pero cae en el absurdo. Abundan autos que intimidan, tormentas que convierten en tétrica a una noche sin energía eléctrica, parásitos que satanizan a infantes, objetos filosos que consuman el último fetiche hitchcockiano…y sí, sangre en la ducha. El pobre Peretti busca señal de telefonía celular bajo la lluvia, y cae víctima de diálogos pueriles. Para muestra basta un botón, decisiones como estas son las que hunden a la película en el fango de la mediocridad. Gritos, llantos, golpes, insultos y susurros que caen en la indiferencia, si es que no rozan el ridículo. Una mirada a la paternidad, otra a la infidelidad, y otra a la vocación. Traumas, filias, fobias y símbolos que resguarda una misteriosa pared. Todo es circular. Un duermevela en loop. Ya poco importa si el personaje de Diego Cremonesi solo vive en su fantasía si la bestia creada por el escritor se ha vuelto en su contra. De las musas y los alter ego vivimos y morimos, bichos raros somos los escritores. La proyección onírica que hace el escritor atrapado en su laberinto no maravillaría especialmente a Sigmund Freud. Su encierro hospitalario nos recuerda a a Norman Bates. Mientras, Hannibal Lecter llora lágrimas de mármol. Tanto pesa en la tradición del thriller de esta estirpe las pronunciadas lagunas creativas del film en cuestión. El eco se hace cada vez más endeble. Está bien no creer sin cuestionar, ni digerir sin masticar el primer truco que se nos quiere vender. A tan bajo costo artístico, “Ecos de un Crimen” no sabe, no quiere o no puede cerrar la historia de modo más convincente. Una gran decepción para el cine nacional.
En 1947, Edward Goulding estrena “El Callejón las Almas Perdidas”, con protagónico de Tyrone Power. Setenta y cinco años después, Guillermo Del Toro emprende la primera remake de su carrera, rodeándose de un elenco estelar y echando mano a su siempre atractiva concepción visual. Adaptando una historia que se desarrolla en el año 1941, en plena Segunda Guerra Mundial, la nueva versión de “El Callejón de las Almas Perdidas” nos presenta una variopinta galería de personajes amorales, corruptos y pendencieros, quienes trazan una mirada bastante pesimista acerca de la condición humana. Del metraje original (110 minutos minutos), el realizador mexicano ambiciona lo suficiente como para llevar su propuesta a un total de dos horas y media de duración. Excesivo metraje en pos de adaptar la novela autoría de William L. Gresham, en 1946. Conservando el espíritu noir clásico, el film se rodea de extravagantes criaturas, atraviesa pasadizos decadentes y mira directo hacia el abismo que cobija a estos seres expulsados del sistema. Un halo de tragedia, tanto como de hipnotizante magia reviste a un argumento fragmentado que resiente, por tramos, la homogeneidad que ofrece la historia a nivel narrativo. Las ferias de excentricidades eleva a la enésima potencia el fetiche por las monstruosidades y deformidades. Del Toro, un obseso de los gabinetes de curiosidades (su panteón fantástico se encuentra reunido en el libro homónimo que editara el cineasta) examina los límites de su propia fijación, conservando en formol horrorosas maravillas dignas de estudio científico. Cae la noche y siempre llueve, una atmósfera apropiada para que el carnival show ensaye su número más dantesco. A lo largo del film, abundarán magnates poderosos con oscuros secretos, una mujer fatal dispuesta a encandilar con sus encantos a todo incauto perdedor y un misterioso buscavidas tratando de escapar de su traumático pasado. El responsable de grandes films como “La Cumbre Escarlata”, “El Laberinto del Fauno” o “La Sombra del Agua” mantiene impoluto su sello; mueve su cámara con precisa inventiva, mientras la fotografía de Dan Lausten nos subyuga captando auténticas postales. La música de Alexandre Desplat hace las mieles para nuestros oídos y el próximo juego de prestidigitación se dispone a hipnotizarnos. Del Toro es un esteta de la imagen, un arquitecto de escenarios atento a cada detalle. Su manejo de la puesta en escena no cesa de sorprendernos. Creer o reventar, un buen ilusionista no devela jamás el truco. Un estafador guarda un as bajo la manga y la película muta a un tono policial que resguarda los modos de antaño. A riesgo de perder en el camino cierta porción de su verosímil e incluso cuando el ingenio del director merecía una mejor historia entre sus manos. Dentro del suculento cast, algunos personajes corren mejor suerte que otros. El siempre inconmensurable Willem Dafoe desaparece sin dejar rastro, los enormes Toni Collette y Ron Pearlman merecían mejor suerte, mientras que a Cate Blanchett le alcanzan apenas un puñado de escenas para mostrar su gloriosa valía actoral. Richard Jenkins está proverbial y Rooney Mara cae víctima del pobre personaje que le cayera en suerte. Lo mismo podríamos decir del funesto desenlace que arrastra a David Strathairn y Mary Steenburgen. No obstante, la película entera pertenece a Bradley Cooper, quien regresa a la gran pantalla luego de una prolongada ausencia de cuatro años -no lo veíamos desde “Nace una Estrella”, 2018-. La encomiable escena final arroja una verdad incontrastable: el talento actoral de Cooper no tiene techo; no menos evidente resulta el desenlace, a la hora de exponer, en carne viva y a corazón abierto, el último de los dilemas existenciales que aprisiona el gesto devastado de un alma condenada por sus propios pecados. Podría ser la reflexión acerca de la finitud de la vida, que cita a Albert Camus promediando el film. ¿Vale la pena seguir? Pero no, el auténtico absurdo, la inexpugnable farsa de la vida, sea -quizás- convertirte en aquel monstruo al que alguna vez dejaste librado a su suerte. Al fin, nacimos para eso. Be aware what you wish for…no hay escapatoria posible de un laberinto sin punto de salida. Ya estábamos advertidos, el fuego no podía consumir el asombro ni Del Toro jamás fijará el estándar de su interminable pesadilla cinéfila bajo el molde de esta nostálgica fábula moral.