La turista accidental Corre el año 2015 y Magui regresa a Mar del Plata con su hija adolescente. No visita la “ciudad feliz” desde el verano de 1995, veinte años atrás. A lo largo de su estadía allí, sus recuerdos la llevan a rememorar aquella lejana última noche, cuando junto a tres compañeros de un call center de ventas turísticas se vio involucrada en un extraño episodio. El Tiempo Compartido se presenta como un thriller ambientado en la Mar del Plata de 1995, cuando la ciudad se encontraba revolucionada con motivo de los Juegos Deportivos Panamericanos. Con la actuación protagónica de la española Kyrana Gallego, la película fue presentada oficialmente durante la última edición del Festival Internacional de Cine de Mar del Plata en 2017. Cabe aclarar que se trata de la primera producción de la ciudad en contar con apoyo del Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales y el segundo largometraje de Mariano Laguyás en tener estreno en salas, tras Chau en 2013. El relato que tiene como protagonista al personaje de Magui se desarrolla en dos líneas temporales, donde ciertos elementos que acuden a la memoria actúan como disparadores. Como espectadores no llegamos a desentrañar el por qué de su retorno hasta luego de desarrollada la trama y, en el proceso de lidiar con un pasado pendiente, El Tiempo Compartido peca en su falta de unicidad argumental, factor que diluye el interés. El orden temporal de los acontecimientos se presenta con desprolijidad desde lo estilístico (con un registro que a veces roza el melodrama), de manera que el uso de lo elíptico -un elemento fundamental en la historia- no logra potenciar el ritmo, ni mediante la atmósfera que el género requiere ni mediante las decisiones narrativas que toma su realizador. Con una carencia interpretativa notable y sin aprovechar las locaciones que el entorno ofrece (el film abre y cierra con panorámicas de la costa que poco aportan), la narración pierde fuerza por falta de peso específico propio. Ni la puesta en escena implementada ni la inventiva visual del director enriquecen la propuesta, a excepción de un correcto acompañamiento musical con aires de tango que aclimata la propuesta. Débil marco a la hora de potenciar unos personajes delineados con trazo grueso, presos de una confusión argumental plagada de líneas de diálogo de telenovela, explicativas por demás, risibles y visiblemente forzadas. Si la trama pretende mostrar el desengaño desde la visión de esta mujer con la mirada puesta en el paso del tiempo y la tragedia entonces sucedida, fracasa notablemente. Si la reconstrucción de este rompecabezas emotivo intenta desentrañar el sentido del “pretender olvidar” en su personaje y saldar la cuenta presente, no consigue llevar a cabo tal propósito. El retrato que hace de la joven extranjera, de regreso a estas tierras y buscando reconstruir su identidad, es apenas un atisbo esbozado en los primeros minutos de metraje, que no logra explorar ni inquietarnos. Falto de entretenimiento e inocente en su construcción de policial a la hora de intentar atrapar al espectador, el film se ahoga en la limitación de su relato de líneas temporales paralelas, mostrándose como un producto cinematográfico insuficiente. El Tiempo Compartido deja al espectador bajo la desprotegida sensación de habitar una ciudad balnearia desolada.
En una era de remakes, secuelas y spin offs ineludibles, es fácil encasillar el amor de Hollywood por transformar las mismas historias, arquetipos y convenciones de género. El estancamiento artístico que rodea los éxitos de taquilla de Hollywood puede parecer un fenómeno moderno, pero la industria cinematográfica se ha basado en reciclado de fórmulas y actualizaciones modernas de los clásicos desde su concepción. En el pasado mes de Octubre, llegó a las salas un nuevo “A Star Is Born”, coescrito y dirigido por Bradley Cooper. Aquí, el talentoso actor también interpreta a Jackson Maine, un músico country en decadencia que se enamora de una joven y prometedora cantante interpretada por Lady Gaga, en el primer papel importante en la película de la estrella del pop, un personaje femenino con un devastador conflicto interno por resolver. Incluso en medio de una larga saga de remakes en Hollywood, pocos se destacan como la película que hoy nos ocupa. El debut como director de Bradley Cooper es la última de cuatro apariciones totales de “A Star Is Born” que abarcan 80 años de cinematografía. Estrenados en 1937, 1954, 1976 y 2018 respectivamente, cada película cuenta la historia icónica de una estrella masculina hastiada de sí misma que anima a una artista femenina a seguir una carrera musical y cinematográfica. Bajo dicho vínculo, los dos artistas se enamoran, su éxito se dispara y los excesos que rodean a la vida de todo artista amenazan con poner en peligro el reconocimiento conseguido. Quizás una de las razones que hacen que “A Star is Born” se mantenga imperecedera al paso del tiempo sea ese poder magnético para atraer a una audiencia y llevarlos a un viaje de sueño hollywoodense: romance, música y aventura. Claramente, después de cuatro adaptaciones a la gran pantalla y en el contínuo despertar de nuestro interés, el film sigue obligando a los críticos y al público, por igual, a preguntarse: ¿por qué seguimos volviendo a esta fábula? ¿Dónde radica su atractivo tan duradero? La película de Cooper nos demuestra cómo un punto de vista moderno puede renovar incluso la historia más familiar, haciendo pertinente una nueva adaptación que se adapta a las modas, costumbres y hábitos del siglo XXI. “A Star is Born” es la prueba de la perdurabilidad de algunas historias: lo verdaderamente atemporal radica en el sentido auténtico que brindan al examinar aspectos intrínsecos de la condición humana, sin importar en qué tiempo se desarrollen.
Los peligros de lo repulsivo Con dirección de Matías Szulanski, se estrena en los cines argentinos el largometraje En Peligro. La película posee un indudable aire a cine clase B, lejos del canon clásico del género policial. Plagada de citas cinéfilas y dueña de una estética que remite, indudablemente, al subgénero de acción violento, las características que esboza la película -con estética bizarra, juegos visuales vintage y poblada de personajes marginales- recuerdan al tipo de cinematografía que patentara Quentin Tarantino en sus comienzos. Sin embargo, las apariencias engañan y la comparación le queda al film en cuestión evidentemente grande. La actriz Nai Awada es una joven en muletas, quien se ve perseguida y amenazada por su ex pareja, Juan (interpretado por Andrés Ciavaglia). Vulnerable ante los inexplicables ataques, y asistida por su amiga (Flor Benítez), acude a pedir ayuda a un detective de policía (Alberto Suárez), quien se involucrará en la investigación del caso. Intercalando largos pasajes contemplativos, un uso constante de los tiempos muertos y recurrentes guiños que sólo el cinéfilo más avezado podrá apreciar (Roger Corman, Hong Sang-Soo, etc.), el film va construyendo diversas capas narrativas a medida que transita una intertextualidad a flor de piel. Es un cine que habla desde el ritual mismo de la representación y, por otra parte, es un cine que a veces abusa de sus clichés. De todas maneras, resulta interesante plantear la cuestión acerca de los paralelismos, reflexionando sobre los límites entre la ficción y la realidad, al tiempo que vamos descubriendo las apariencias de lo que sus personajes “dicen ser” y lo que verdaderamente “son”. La música setentosa ambienta el imaginario del cineasta, poblado por un universo de personajes grotescos, en donde la autorreferencia al cine comercial se intercala con lo rutinario de la vida diaria, capturado en escenas excesivamente largas, conversaciones sin sentido e innecesaria quietud que en su planteo formal se torna trivial y reiterativa. Y desde ese estado latente el film salta a la violencia explícita y sangrienta, sin escalas. Damián Leibovich, guionista de En Peligro, apela al humor negro y al absurdo de lo irracional para sacudir la intransigencia de sus personajes y poner de manifiesto cierta crítica cultural, muchas veces apelando a líneas de diálogo -de bastante mal gusto- mediante provocaciones que van desde el regodeo en la muerte de una mascota, una discapacidad motora y hasta una grave enfermedad indeseable. Aun parodiando la influencia de la que busca nutrirse, excesiva y abúlica en sus 95 minutos de metraje, el modo reflexivo devenido en la catarsis violenta del desenlace tiene como fin mostrar esa cara despiadada y malvada con la que toda sociedad convive. Pese a sus carencias, no estaría errado el film en poner el punto de conflicto sobre la capacidad de asombro del espectador, acerca de la mezquindad humana y cierto nivel de autocrítica. El daño porque sí desnuda las miserias que a veces conviene ocultar, como verosímil de la bestialidad de la que somos capaces.
Ana tiene un affaire con el marido de su mejor amiga. Un vecino desagradable de instala en la casa de Ana. Una vecina chusma intenta tener bajo control la tranquilidad del barrio. Un policía pusilánime y con poco oficio intenta aclarar un extraño episodio. Desabridos condimentos que nos dan la bienvenida a una de las más flojas películas del año. “Atrevidas” se presenta como una típica comedia negra de enredos en torno a traiciones, complicidades y elevado mal gusto, que se suceden entre un grupo de amigas que viven un auténtico anochecer de un día agitado. Con personalidades contrapuestas, el trío femenino atravesará un caótico itinerario de malas decisiones que incluye trances lisérgicos, rivalidades nimias, engaños amorosos y una muerte accidental. El mes pasado, la productora MR Films estrenó la película “Diez menos”, con producción de Mónica Roza. Con Atrevidas, la productora puede ostentar la dudosa distinción de haber figurado en los créditos de dos de las peores películas argentinas de los últimos tiempos. En esta receta mal copiada que remite al alocado mundo almodovariano, la película dirigida en dupla por Matías Tapia y Carlos Piwowarski resulta un cumulo de lugares comunes que intenta retratar una jornada de odisea apoyándose en actuaciones sumamente pobres que intentar llevar a destino un guión cargado de absurdos. Personajes delineados con trazo grueso (el viejo verde metalero y la vecina vigilante entrometida son el epítome del ridículo) subrayan la mediocridad de la propuesta. Sin la más mínima inventiva, los realizadores se limitan a mostrar una serie de situaciones que no logran transmitir empatía a lo largo de la hora de metraje. Un nivel de amateurismo alarmante se denota en este pseudo producto cinematográfico, en donde el tratamiento que hace del género de comedia es francamente patético, y donde lo inverosímil se vuelve reiterativo hasta el hartazgo. Lo fallido de la propuesta nos lleva, nuevamente, a preguntarnos acerca de cómo el INCAA hace posible semejante despropósito, subsidiando films de esta condición. “Atrevidas” es el paradigma de un cine prescindible e inepto; falto de osadía, frescura y buen sentido del humor. Y como si no bastara, cualquier coincidencia con la inmirable “Rough Night” (2017, Lucía Aniello) es pura coincidencia, ¿no? Sería abuso deshonesto.
Escrita y dirigida por José Militano, “Música para Casarse” fue estrenada en la pasada edición del BAFICI. La película cuenta la vida de Pedro (Diego Vegezzi), un joven que vive en Buenos Aires. Allí vino desde el interior para estudiar canto, como suele pasar con muchos jóvenes que buscan su destino en la gran ciudad. Sin embargo, debe regresar a Vera (su pueblo natal, en la provincia de Santa Fe) para cantar en el casamiento de su hermana, Guillermina (María Soldi). Este retorno a su lugar de la infancia traerá al presente recuerdos del pasado y desatará sucesos familiares y desencuentros varios, mostrados en tono de comedia. En una mirada que apela a buenas intenciones, pero sin resoluciones demasiado favorables, Pedro encarna en sus características al adolescente arquetipo de la clásica saga de perdedores, mostrando el costado agridulce de su historia personal y todos los cambios que su personaje vivencia. Allí jugará un importante papel su inseparable amigo, Pablo (Mariano Saborido). La película se enfoca, de modo parcial, en la relación que establecen estos dos amigos, cuyas personalidades contrastan bastante. Sin embargo, el vínculo se nutre de esas desigualdades: todo lo inseguro que es Pedro se manifiesta a la hora de expresar sus emociones a la chica que le gusta y cuando la timidez le gana al impulso, allí aparece Pablo; quien intenta contenerlo, animarlo y acompañarlo. La historia atraviesa las conocidas antinomias que oponen la vida en la gran ciudad al costumbrismo del pueblo, con cierta sensibilidad y nostalgia. La gran parte de la película transcurre en Vera, mostrando los rituales cotidianos de la gente que vive sin el vértigo urbano, en donde abundan las anécdotas de sobremesa y costumbres de la vida provinciana en un intento por reflexionar acerca de los cambios que experimenta Pedro, cómo lo reciben sus padres y de qué manera encuentra su lugar, insertado en el marco social de un evento familiar que lo reencuentra con sus propias raíces. El realizador concibe su ópera prima con una película plagada de chistes sin buenas resoluciones y con recursos burdos para generar humor bajo la clásica despedida de solteros y el chiste fácil con connotación sexual. Sumado al humor negro para burlarse sobre males ajenos y la avivada pretendida de ser cancheros, “Música para Casarse” se muestra sin ritmo ni sentido justo para ilustrar a esta serie de personajes que desfilan carentes rigor cinematográfico por la pantalla. Repleto de gags más insufribles que graciosos, el film encadena una tras otra, escenas y diálogos absolutamente intrascendentes. Con un humor forzado y torpe, que no hace más que poner en duda la verosimilitud de unos personajes demasiado esquemáticos haciéndolos lucir torpes, la estética del film intenta asemejarse como heredera, en cierto modo, del canon de comedia independiente norteamericana contemporánea, donde lo grosero abunda para un estilo de humor cuestionable, pero que en cierto sector del público funciona. En la misma línea que lo antes mencionado, “Música para Casarse” se encuentra saturada de falencias que han sentado un modo de hacer cine sin demasiada creatividad ni originalidad. La propuesta termina siendo un producto prescindible y anodino, que lejos de renovar el panorama de la comedia nacional termina por hundirlo todavía más en su abúlico presente.
¿Qué ocurre después de la muerte? ¿Hacia dónde vamos? ¿Cómo puede alguien simplemente desaparecer de nuestra existencia? ¿Por qué los seres humanos somos tan apegados a lo que físicamente nos ata en vida? ¿Cómo podemos seguir viviendo acarreando esa ausencia? ¿Qué estadio del vínculo no conseguimos sanar? ¿Cuántos te quiero nos quedaron por decir? ¿Nos volveremos a encontrar en otra vida? ¿Cómo?
La segunda película del realizador Nadir Medina (realizador de “El espacio entre los dos”, 2012), es una reflexión sobre los vínculos afectivos, de aquellos vacíos que se producen ante “lo no dicho” a tiempo, aquello que en su silencio causa heridas lacerantes. Poniendo el acento en esa palabra omitida, que vista en la distancia duele, el film busca reconstruir un pasado en común entre sus protagonistas, narrando cómo esta tensión determina la constitución de dicho vínculo, en un progresivo acercamiento entre ambos. Los protagonistas de esta historia han perdido a un amigo (en causas no del todo aclaradas), y entre ellos puede palparse claramente la ausencia del ser querido, la distancia del paso de los años y la angustia que las circunstancias presentes hacen aflorar. El recuerdo reconstruido sobre aquellos afectos que la distancia del tiempo difuminó, la asfixia que produce dicha desconexión presente y la falta de comunicación evidente a la hora de intentar establecer vínculos (la metáfora del cigarrillo compartido utilizada en varias ocasiones lo ejemplifica) son parte del universo temático que el film atraviesa con sensibilidad y profundidad. Una mujer, interpretada por Jazmín Stuart, regresa desde Madrid a Argentina y en ese retorno, el personaje que interpreta Stuart (con notable solvencia) busca pistas sobre aquello que no existe más, descubriendo las respuestas sobre sí misma, síntomas del cambio que esta ausencia trágica despertó en ella y en su compañero de habitación (el muy eficiente Sao Paulo). Quizás como una forma de autoconocimiento desde lo que ya no se reconoce como propio y en escisión permanente. Buscando reconocerse como mujer, con el reflejo de esa joven que dejó el país luego de la crisis del 2001, algo evidentemente se quebró en su interior. Respecto al vínculo con el personaje del amigo fallecido, no sabemos cómo fue la amistad y acaso la película nos provee de contadas claves para descifrarla. La examinación psicológica que se lleva a cabo permitirá al espectador ir descubriendo el vínculo entre ambos, aún con el ‘peso muerto’ del personaje de Martín condicionando la escena. A partir de allí, “Instrucciones…” invita a ser parte de aquello que impulsa a los personajes, construyendo el sentido del vínculo a medida que exploran la naturaleza propia, atravesada y mutada por el dolor. El relato se ubica en el centro de los dos protagonistas, al tiempo que la cámara juega con el fuera de foco y los espacios vacíos de la casa con bienvenido vuelo poético, el cual resulta eficaz para transmitir sutilezas. Por momentos, la cámara pareciera querer sugerir más de lo que muestra (como percibiendo la muerte en el aire) allí donde lo visual se revela atrapante, misterioso, onírico, mágico e intangible. Medina, con autoridad y sobrio manejo del lenguaje, subjetiviza esa soledad que inunda las almas de estos personajes. Poniendo de manifiesto que aquello que nos une a veces nos separa, el director va conformando este improbable trío afectivo, en donde la sombra del otro -o cómo diría Carl Jung, el arquetipo de la sombra- devela el lado oscuro de nuestra personalidad, ese submundo oculto de nuestra psique que contiene lo reprimido, aquello que lo consciente rechaza hundiéndonos en el abismo de nuestro ser. Apelando a texturas melancólicas y tiempos lentos, Nadir Medina explora esos caminos en donde sus personajes reflexionan en tono existencialista acerca de la difícil aceptación de la muerte de este ser querido, aún con su fantasma sobrevolando ese intenso período de autodescubrimiento. La ciudad de Córdoba sirve de marco urbano para esta película de largos silencios que enmarcan un réquiem paulatino, acompañado de pasajes de lectura poética consistentes en leves instrucciones para sobrellevar la pérdida, inclusive remarcando la obvia revelación. Austero en su relato, el director consigue plasmar las transformaciones que atraviesan sus personajes en medio de este duelo gracias a una amplia paleta de sensaciones. Cuyas miradas del uno sobre el otro también funcionan como un espejo interior, reflejo del tiempo esculpiendo sus propias grietas.
Martina y Manuel son dos ‘mulas’ que cruzan la frontera limítrofe del noroeste argentino con Bolivia. En la habitación del hotel, Manuel se descompone luego de ingerir las cápsulas con drogas que intenta contrabandear. En pocos minutos, el desenlace es fatal. Martina (interpretada por Eva De Dominici) se encuentra ante una situación imprevista: los mafiosos le exigen que le entregue la totalidad de las cápsulas y ella no sabe cómo proceder. En un lugar que le resulta extraño, cargando con la muerte de su compañero y con los traficantes pisándole los talones, no puede escapar. Se siente acorralada, amenazada, sin rumbo. Allí entra en juego a la historia el personaje interpretado por Alejandro Awada, a traer la siempre bienvenida solución externa. El ‘salvataje a último minuto’ tan popular desde tiempos inmemoriales. Claro, el vínculo que lo une con Martina otorga otro matiz dramático a la historia: es su padre. Aunque no la reconoce como hija. Lo cual dificulta la decisión: ¿la ayudará o no? ¿Vendrá al rescate? Lo más interesante de la historia resulta ser el lado ‘b’ de la trama, que es la llegada del padre, disparador que desata un drama psicológico que convierte al cargamento de drogas en una cuestión casi anecdotaria. Esa relación que nunca existió (y que reprochan mutuamente mediante agresiones verbales poco verosímiles) empieza a construirse, pero con más desconfianza y oportunismo que sinceridad y voluntad. Subliminalmente, uno podría pensar que un cadáver terminó uniendo a padre e hija, y el análisis allí se vuelve más profundo. Lamentablemente, “Sangre Blanca” elige quedarse estancada en la superficialidad. Sin demasiado atino, el relato intenta explorar las consecuencias que debe afrontar el personaje de Martina, testigo de un accidente fatal del que participa directamente, al tiempo que reflexiona sobre el aspecto moral de su proceder. Como casi siempre, estas cosas suelen salir mal y así se verá involucrada en esta tesitura, pugnando por salir ilesa del asunto ‘mafioso’ y a la vez construyendo su identidad de hija reconocida. La labor de Alejandro Awada es irreprochable, componiendo a un personaje áspero, hostil y severo con la dosis justa de sangre fría para ponerse al mando de la situación, por desagracia su enorme talento actoral luce desperdiciado. De Dominici, en cambio, no deja igual de buena impresión que en su consagratorio rol en “Sangre en la Boca”. Su personaje luce forzado en su angustia, sufrimiento y desesperación. La directora salteña Bárbara Sarasola-Day (autora de la muy lograda “Deshora”, 2013) filma con solvencia técnica los ambientes norteños que albergan la historia, prestando especial atención a los paisajes, la marginalidad del entorno y los rasgos autóctonos de los lugareños, proveyendo una atmósfera atractiva que la débil narración y los múltiples lugares comunes que atraviesa terminan por desvanecer. Con abundantes tiempos muertos que acompañan la cotidianeidad de estos personajes a lo largo de esos días de pesadilla, el film peca de falta de concreción. Pasando del reclamo exacerbado al perdón implícito, el personaje de De Dominici restituye la relación con su padre, a medida que la vulnerabilidad que siente, inmersa en este laberinto, la desestabiliza. Él, por su parte, promete ayuda, pero exige distancia luego. Quizás, el desarrollo del vínculo paternal sea una forma de encontrar una contención, una pared momentánea en medio de la tragedia personal. También lo son sus escapes nocturnos y sus encuentros sexuales furtivos. Probablemente sería más interesante si la realizadora dedicara un poco más de peso social en el relato para explorar posibles orígenes que llevan al narcotráfico. Miles de jóvenes de clases económicamente desfavorecidas se hacen pasar por ‘mulas’, siendo salvajemente explotados por redes que se manejan impunemente. De manera confusa y sin demasiado hilo para cortar, la trama avanza sin potenciar lo suficiente las emociones de sus personajes, a merced de estas redes. Sin grandes hallazgos ni condimentos que complejicen la trama, “Sangre Blanca” consigue exiguos pasajes de tensión dentro de la sofocante habitación de hotel, que no logran explotar el suspenso que merece la presencia del cadáver y el acecho de los dueños de la droga. No existe el impacto ni la intensidad que este tipo de género requiere, tampoco la dosis recomendada de entretenimiento. El film transita hasta su desenlace en un lento y monótono fundido
Una comedia dramática y pasatista, con tintes emotivos, dirigida por Roberto Salomone y protagonizada por Diego Pérez, es la nueva apuesta de la distribuidora 3C Films. Diez Menos se presenta con la intención de hacer reír y conmover por partes iguales, pero los resultados están lejos de lo esperado.
Con motivo del estreno del film “The Predator” (Shane Black, 2018), resulta oportuno revisitar un gran clásico de acción de los años ’80. Una clase de género de culto moldeado en base a un nervio narrativo y una violencia visual característica de un género que combinaba -con justas dosis de entretenimiento e inteligencia- el aspecto bélico, la aventura y la ciencia ficción y que, por aquellos años, incursionaban cineastas como Walter Hill, James Cameron o John McTiernan, realizador de esta primera entrega. En la "Depredado"r original la premisa nos situaba frente a una fuerza alienígena, misteriosa e invisible, la cual se presentaba como una cabal amenaza para la raza humana. Cabe mencionar también que, gracias a su éxito de taquilla, “Depredador” no estuvo exenta del fenómeno de moda de sagas y re-ediciones que caracterizaron a este tipo de films a lo largo de las siguientes décadas, producto de su consumo masivo, en gran parte por el público juvenil. La huella dejada por el film se convirtió en cliché para futuras reinvenciones en la pantalla cuando, en 1990, Stephen Hopkins dirigió “Predator 2”, en un film bastante más irregular que el original. Mientras que en 2010, Robert Rodríguez produjo una nueva y discretísima entrega titulada “Predators”, la cual precedió a la igualmente fallida “Alien Vs. Predator” -un híbrido inclasificable-, más un afán comercial en tiempos de franquicias y refritos, que un producto con buena materia cinematográfica para el análisis. A 30 años de su estreno, la frescura de un film como” Depredador” radica en los valores bajo los que el film fue pensado: entretenimiento y originalidad. La propuesta de McTiernan se resignifica bajo el ojo fotográfico de Black, quien sustenta su arte en una concepción del cine de acción sin respiro, áspero y visceral, que caracterizó al cine de los años ochenta. Convirtiéndose en un absoluto ícono del género, nacido para una época muy distante a los cánones que dominan el mismo hoy en día, “Depredador” continúa la exitosa senda comercial trazada en el film que protagonizara Arnold Schwarzenegger.