La pianista Anat toca el piano momentos antes de dar a luz. Trágicamente, su hijo nace sordo. Sin embargo, la voluntad de esta madre de criar a un genio del piano, haciéndolo escuchar a Mozart a modo de adaptarlo a su respetada familia de tradición musical se vuelve una adicción, llegando a tomar medidas drásticas con tal de que ello suceda. Esta es la premisa argumental del último film del cineasta israelí Itay Tal. Estrenada en el pasado festival BAFICI, en el marco de la Selección oficial de largometrajes a concurso, “The God of the Piano” es una película sobre genios musicales, pero es aún más intrigante lo que subyace debajo de sus finas capas narrativas. Esta película de múltiples caras nos muestra, por un lado, a una madre que se preocupa por su hijo prodigo y, desde otra perspectiva, la relación entre generaciones que se establece en el vínculo paterno y materno filial. También, la inclinación de tomar un talento como camino para obtener amor y aceptación. Nuestra protagonista no pudo cumplir las expectativas que su padre, amante de Mozart, tenía para ella; entonces traslada a su pequeño recién nacido aquello que ella no pudo concretar. Y proyecta sus frustraciones, deseos y sueños más profundos. Estamos ante un film que desafía nuestras emociones y genera atmósferas sumamente tensas. Una herida abierta que deposita en su hijo, el siempre determinante llamado de la vocación. El piano es, también, una metáfora acerca del encanto que produce un instrumento, simbolizado en lo que representa la cámara cinematográfica para todo director. Un drama potentemente actuado exhibe una tendencia subyacente en formato thriller, que muestra una mixtura genérica a la hora de describir la tensión que caracteriza el actuar de cada personaje, creando un puente entre la obra y el espectador, acercándonos a la naturaleza de estos seres disonantes. Un retrato psicológico y complejo de personalidades, con ciertos matices sórdidos y un final grandioso.
El indio M. Night Shyamalan probablemente sea uno de los más singulares cineastas contemporáneos que podamos encontrar a nivel mundial. Acaso, uno de los exiguos representantes que puedan calzarse con honores la etiqueta de autor. En Shyamalan, la forma acompaña al contenido, vertiendo cada uno de sus films sus obsesiones y mirada del mundo, jamás sometiendo la trama argumental a merced de fines pasatistas. Se trata de un realizador que no deja detalle librado al azar. De un artesano de la imagen y la narración. De un exquisito escultor de personajes. De un storyteller de esos que escasean. En tiempos de cine de super héroes y productos licuados, Shyamalan devuelve a nosotros, cinéfilos, el placer de disfrutar de sus películas en una sala a oscuras. Perpetuando el acto mágico y folclórico de contemplar en la gran pantalla la última de sus creaciones, “Viejos” impacta nuestro intelecto y sentidos en múltiples direcciones. Capas profundas dentro de sí, la película escudriña rostros y surca las superficies de la piel humana, también indaga en el alma de sus criaturas y se abre ante nosotros como un prisma. Quizás, como una precisa maquinaria de cajas chinas, que ocultan (o develan, según convenga) intrincados mecanismos. Lo sabemos, el cine del creador de “Sexto Sentido” (1999) jamás escatimará el factor sorpresa. Lo esperamos, su inventiva no escatimará nivel de asombro alcanzado. Lo vemos venir, esa vuelta de tuerca final que altera significativamente el sentido de lo contado hasta el momento, Camino a la isla remota que emplaza el relato, tendremos pistas más que apreciables acerca de lo que acontecerá. Shyamalan, experto prestidigitador, nos lo deja servido desde un principio…si sabemos estar atentos a los diálogos que acontecen durante los primeros veinte minutos de metraje, antes de que el misterio haga su irrupción. Cuando Alfred Hitchcock encuentra a Stephen King. Entre las transparentes arenas de una paradisíaca isla, un cadáver aparece. ¿Quién es el culpable? Resulta inevitable trazar un paralelo con la filmografía del maestro británico y un sinfín de películas que recurrieron a tal recurso. Algo flota en la orilla y se descompone con espeluznante rapidez. Puede que el culpable se encuentre allí, no hay aquí, sin embargo, un inocente a salvo. No menos directa resulta la referencia al genio literario del suspenso psicológico y sobrenatural literario. ¿Recuerdan “Thiner”, de King? Allí, un perverso abogado era maldecido por un chamán y comenzaba a adelgazar progresivamente. En “Viejos”, Shyamalan coloca en una isla desierta a sus personajes, haciéndolos envejecer con inusitada rapidez. El deterioro físico no escatimará referencias al terror sci-fi, conformando su propio paradigma alrededor de cuerpos descompuestos, mutaciones cercanas al cine de monstruos y patologías diversas diseminadas en la isla en tiempos donde las posibles teorías conspirativas sobre un contagio mundial encienden la alarma acerca del nivel metafórico que adquiere el film…mientras tanto, permanece latente la pregunta: ¿quién dispuso ese grupo humano allí? Y sobre todo, ¿por qué? “Viejos” funciona, también, como una parábola siniestra, una fábula moral que nos alerta acerca de la perversidad del sistema a la hora de violar los derechos y las libertades del ciudadano común. ¿Cualquier similitud con la realidad implica una mera coincidencia? Observemos más de cerca y tomaremos dimensión del grado de denuncia que se oculta tras los experimentos farmacéuticos y las oscuras corporaciones que otorgan sentido al último cuarto de hora de metraje. Shyamalan no pretende disimular el control estatal ni desenmascarar las maléficas (¿o sanadoras?) intenciones que se ocultan tras un plan maquiavélico (¿o salvador?) que resuena en nuestro presente inserto en una emergencia sanitaria mundial. Allí aparece, agazapado detrás de la lente, el genio de Shyamalan, camuflándose tras la hilera rocosa de poderes divinos (pueden tanto dar la vida como quitarla) que protege a la misteriosa isla, postal paradisíaca y auténtico infierno en la Tierra, del mundo exterior. Prolongando el sentido implícitio de aquella mirada que se asoma tras una cámara (el guiño es evidente) se multiplica en la importancia que adquiere ese misterioso comodín que el realizador indio se reserva para sí mismo…jugando a ser el todopoderoso Hitchcock con sus cameos habituales marca registrada. Cumple el cineasta un rol fundamental en el desenlace de la fachada científica que enmarca la historia tras el telón de un hotel de lujo que ofrece paquetes turísticos especiales a sus clientes…cuando en realidad, el viaje sin retorno no promete, en absoluto, un descanso reparador. “Viejos” es un thriller inquietante, cuya profundidad existencial, metafísica y filosófica implosiona en nuestra capacidad de asimilación. El paso del tiempo, testimoniado en las huellas impresas en la arena nos hablan acerca de la inquietud atemporal que porta el film de Shyamalan. Las olas rompen en la orilla por los siglos de los siglos y el tiempo cíclico derrite las fronteras de tiempo-espacio. Un fenomenal trabajo de maquillaje sobre los intérpretes grafica el indetenible avance cronológico siempre y cuando compremos el verosímil que nos es ofrecido sin posibilidad de cuestionarlo: el crecimiento emocional e intelectual no sería posible, ni resistiría el mínimo análisis, solo podemos cotejarlo bajo las coordenadas “mágicas” planteadas por el autor. “Viejos” estipula su propio paradigma de realidad alternativa en este micromundo que alberga a la historia. Shyamalan se muestra, por enésima vez, como un curioso y versátil ejecutor de la cámara cinematográfica. No deja movimiento de cámara por explorar, y su sutileza no escatima en dimensionar el impacto de la voz en off para jugar con nuestros nervios y capacidad de imaginación acerca de aquello que no muestra, pero sugiere. Su habilidad para mover la cámara en travelling, sugerir estados de ánimo con angulaciones exageradas, regalarnos planos detalle y primeros planos valiosísimos o decodificar información suministrada al espectador a través del preciso uso de los recursos del lenguaje (para reflejar el punto de un vista de un personaje que ve algunos de sus sentidos deteriorarse) resulta, francamente, magnífico. Confirmándose como un genio de la puesta en escena, un proverbial uso emotivo de la música y el recurso poético de utilizar al fuego ancestral como rito tribal inclaudicable nos devuelve la parábola acerca de relaciones humanas y roles parentales disfuncionales. Un drama de pareja como ocaso irrefrenable de un trayecto de vida, reflexionando acerca de la perdurabilidad de los vínculos, en consonancia con el real sentido de aquello que comprendemos como verdad y que, escurrida como agua entre los dedos o marca borrada en la arena, podría esfumarse en cada instante. Esa sensación de liviandad grafica la honda reflexión de Shyamalan sobre la finitud humana y en su profundidad conceptual vertebra el destino del grupo familiar protagonista (cuyo rostro conocido resulta el actor mexicano Gael García Bernal), epítome de la familia modelo que enfrentará su destino como núcleo indivisible al tiempo que dilucide filias, neuras y trastornos de lo más heterogéneos, espejando sus dramas en los otros dos grupos familiares que confluyen en la isla. Mucho quiere decir el autor acerca del destino de sus personajes, en tanto y en cuanto el deterioro cognitivo que los acecha (y una cámara impresionista que se pronuncia implacable) da cuenta del paso del tiempo, de las batallas ideológicas libradas, de la finitud y la insignificancia humana. Debemos sumergirnos en el verosímil planteado por Shyamalan, siendo partícipes de uno de los eventos cinematográficos más novedosos de las últimas dos décadas. Comprender la evolución física y emotiva de cada personaje, mensurando el limite a rebasar en el aspecto moral, en consonancia con el nivel de aislamiento al que cada individuo es sometido, no solo borra las fronteras espacio-temporales, sino también todo resquicio ético bien pensante. Detallista hasta el extremo, el coral blanco que asoma como mágico poder salvador contrarresta cualquier esperable porcentaje que grafique la mortandad imperante en la isla. Allí, cumple un rol fundamental el agua como elemento de vida al proliferar de peces como si de una enseñanza bíblica se tratara, para aleccionarnos acerca del perpetuo y pulsional sentido de supervivencia humana. Más allá de la rompiente, aguarda la salvación, tramada por un Shyamalan que se calza las ropas de artista demiurgo para tramar un fantástico deus exmachina final. La última película de Shyamalan dividirá las aguas entre sus acérrimos fans y sus críticos más implacables. Así como ocurriera tras el estreno de polémicos films como “Señales” (2002) o “La Aldea” (2005). Al fin y al cabo, su cine nos emociona, en otros motivos, porque no pierde en su esencia el sentido lúdico de su existir. Así es como la fraternal dupla que planea la última posibilidad de escape a vertiginoso contrarrleoj de este Alcatraz sin cadenas, pero antes, se permite burlarse de los crueles designios del tiempo, retornando la memoria infantil de un enternecedor juego en la arena. Si tan solo se trata de vivir…
Como dos caras de una misma moneda, los estrenos de “Un Lugar en el Silencio” (2018) y su segunda parte, de flamante cosecha 2021, entregan miradas tan dispares como contrastante resulta el panorama del género del terror, a lo largo de los últimos veinte años. Un territorio permeable a la repetición, a la síntesis de recetas argumentales ya probadas, a la recurrencia de mecanismos propulsores del miedo bajo efectos archi conocidos y, sobre todo, a la proliferación de sagas, secuelas y remakes, en detrimento de un auténtico valor, un tanto subestimado por estos tiempos: la originalidad. Para muestras basta una prueba incontrovertible: pensemos en la innecesaria, forzada e irrisoria “El Conjuro 3”, que compartió cartelera en simultáneo con el film que nos ocupa. Originalidad era una virtud que exhibía la primera parte de esta historia, anteriormente mencionada. A su llegada a los cines, vimos con buenos ojos una provocativa y singular propuesta que, en tiempos de sobreestimulación y vértigo parecía inclinarse por una concepción más minimalista: por las evidentes elecciones argumentales, que serán por completo familiares a quienes conozcan la trama, es sustraído el valor ‘sonido’. Un acontecimiento fatal colocará a los protagonistas en total indefensión ante los peligros de un mundo exterior que acecha, implacable. La aventura los deposita en las garras de un enemigo desconocido, una auténtica amenaza latente que se mueve por instinto. Ser humano versus bestias, la pugna del más fuerte se dirime en una lucha en donde la orientación sensorial dictaminará al vencedor. Con el ruido llega la aniquilación, y la distopía garantiza una posibilidad de escape, siempre y cuando nos mantengamos en la total quietud. Y en esa pérdida, existió una consabida ganancia a la hora de hacer de dicho artilugio narrativo, un factor preponderante para crear climas de suspenso. Al igual que el grupo familiar librado a la suerte de su existencia en parajes en absoluto ideales, al cine de terror buscaba refugio…y lo encontraba, al menos de modo provisorio si analizamos la película original. La novedad deja de serlo demasiado pronto y esta precuela, de exclusivos fines comerciales, está francamente de más. No existe factor llamativo que el paradigma apocalíptico pergeñado por John Krasinki, hace tres años, pueda revitalizar aquí. Más allá de una puesta en escena identificable y planificada con obsesiva precisión, sus recursos para provocar genuino impacto parecen visiblemente agotados. Por momentos, pareciera que estamos viendo la misma historia antes contada. Y hasta podemos adivinar los habituales escondites, el oportuno ingenio infantil, la frecuencia audible que despierta el apetito asesino de estas bestias de pesadilla y también el destino que tendrán tan horripilantes criaturas, víctimas de decibelios de onda reproductora de sonido utilizada como arma y trampa mortal. Ejemplar del cine de terror de supervivencia, “Un Lugar en el Silencio – Parte II” justifica su existencia enlazando determinados pasajes con eventos ocurridos en la primera película. No obstante, con relajada previsibilidad, tira más allá de la cuerda de lo digno, amparándose en su otrora fórmula exitosa. Lo nuevo, ya es viejo y conocido. Y asusta poco y nada. Poco pueden hacer excelentes intérpretes (Cillian Murphy, Emily Blunt), librados a su suerte en fútil lenguaje de señas. Vivimos tiempos de simulación virtual y clonación de ideas.
No fue únicamente la búsqueda de la gloria deportiva lo que llevó a LeBron James a fichar por Los Angeles Lakers, durante la off season de la campaña 2018-2019. Sus negocios en el mundo cinematográfico lo acercaron a la meca Hollywoodense, en cercanía geográfica de una de las franquicias más exitosas en la historia de la NBA. LeBron sabía de su potencial en el celuloide. La secuela de “Space Jam” fue un proyecto demorado por la contingencia pandémica y un objetivo muy personal que ‘El Rey’ James se trajera entre manos desde hace años. Otro eslabón que se agrega a la interminable cadena de hitos que pretenden emular las andanzas deportivas (y extra deportivas) de su admirado Michael Jordan. El tránsito del estelar LeBron por la gran pantalla no es una novedad, hace algunos años protagonizó la comedia “Trainwreck” (2015, en tiempos de Cleveland Cavaliers). Aquí, junto a la grata compañía de los Looney Tunes (la serie creada por Warner Bros. en 1940), lleva su quimera hacia terrenos más ambiciosos. Para quienes crecimos viendo en una sala de cine la “Space Jam” original, y luego coleccionándola en imperecedero VHS, el presente estreno posee un condimento extra más allá del espectáculo visual en sí: estar a la altura de un ícono del cine juvenil de los años ’90. El magnetismo y el carisma de una personalidad arrolladora como la de Michael Jordan convirtió a aquella película en un fenómeno cultural. Jamás el básquetbol y los mundos de ensueño del género infantil cruzaron sus caminos de forma más fabulosa. Poco rastro queda, de aquel fulgor aquí. Si a mediados de los ’90 el auge tecnológico hacía convivir, en un rectángulo de juego, a Bugs Bunny junto a MJ, rastros de historias de carne y hueso prevalecían, en el espíritu de competitividad y en la esencia del juego en equipo. A ‘Su Majestad’ lo acompañaban grandes figuras de la NBA de aquellos años, rivales en la competencia y compinches fuera de ella: Patrick Ewing, Charles Barkley, Shawn Bradley, Mugssy Bogues, Larry Johnson y Larry Bird. Un auténtico all star. Inclusive, la película daba un giro de metaficción para bromear acerca del inminente retorno a la práctica deportiva por parte de Mike, retirado prematuramente en 1993. La nostalgia no nos engaña. Dos décadas y media después, no hay rastros de aquel aura de pureza y frescura. Inmersa en una era ultra digitalizada, la renacida “Space Jam” es hija de su tiempo. Pantallas que proyectan pantallas, consolas que reemplazan todo factor humano incidente, recreación computarizada y vida posible en una matriz cibernética. Sin atisbos de un juego medianamente tomado en serio, las hazañas acometidas se remiten a un cúmulo de destrezas dignas de superhéroes de otra galaxia y con la mínima intención de practicar baloncesto. Los rostros familiares que acompañan a Bron también perdieron su condición humana: las facciones de Anthony Davis, Damian Lillard, Draymond Green y Klay Thompson se perdieron tras el maquillaje virtual. Un amoral y robótico Don Cheadle busca aportar algo de color sin hacer el ridículo. La estrella central del banquete animado sabe de memoria su papel: es tan magnífico dentro de la cancha como hombre de familia fuera de ella. La aventura pergeñada por Malcolm Lee se disfruta con liviandad. James, marketinero rostro de la NBA del nuevo milenio, merecía mejor suerte. Algunos guiños al ámbito del baloncesto serán comprendidos solo por fieles entendidos. La canasta final encestada coloca el resultado final en el lugar esperado. No hubiéramos resistido un overtime. El sabor es insuficiente y chato. La evolución gamer. El chip implantado. No resiste análisis. Balón dividido.
A no confundir con la recordada película de Bob Rafelson, estrenada en 1987. Recomendable thriller psicológico que engendraba un portentoso duelo actoral entre Debra Winger y Theresa Wright. Aquí, ni una Scarlett Johansson en su mejor versión podría impedir el naufragio. Aunque lejos esté la (ex) blonda intérprete de ofrecer algo semejante. Insostenible resulta una historia intrascendente que poco aporta a la conversación del género, explorando el pasado de personajes conocidos mediante un ejercicio de técnica y forma que deja mucho que desear. El agotado universo Marvel se presta a la enésima reencarnación. No habrá milagro de resurrección posible. El retorno a las fuentes de “Civil War” (2016) nos ofrece una propuesta de género de acción que cruza su esencia con el cine de espionaje, acercándose a “Winter Soldier” (2014). La red de seguridad que apuesta a la fórmula conocida. Es la convención perezosa que conforma el paladar del cinéfilo que adoptará las inflexiones del inagotable cine de superhéroes sin carnadura. “Black Widow” vende al mejor postor pura cáscara sin emoción. Mixtura élites secretas, oscuras corporaciones y nuevo orden mundial, sin la mínima intención de verosimilitud. La cinta traza un arco de desilusión comprobable: no hay cimientos que sostengan el argumento, permeable al cliché de grandiosas proporciones. El film encarna el típico prototipo de ficción que guarda una tenue referencia con la realidad. La exageración hiperbólica encuentra su punto cúlmine cuando no existen parámetros para la escalada de cero a cien en el ejercicio de vértigo de acción sin el más mínimo reparo narrativo. En adición, la contradicción temática diluye cualquier visión profunda posible sobre la historia. Las ideas naufragan. Entretanto, una alegoría esbozada tibiamente insiste en el uso del flashback para explicar lo explícito. Masacre narrativa y descarrilamiento sin solución. En “Black Widow” no hay conflicto ni drama verdadero. No hay riesgo y todo luce demasiado calculado. Es un homicidio al buen gusto cinéfilo. Un espectáculo coreografiado para las masas que digieren sin detenerse a pensar.
Desde los tiempos de la fundación de Hollywood, a mediados de los años ’10 del pasado siglo, como esquema solvente y con una clara orientación hacia el espectáculo, que reditúe en buenos negocios a la hora de colocar un producto en cartelera, la industria instauró el denominado ‘Star System’, un diagrama de contratación de actores y actrices a largo plazo, al que echaban mano las grandes majors (estudios de filmación) del momento. Bajo tales fines, se identificaba, con pretexto puramente comercial, a determinado intérprete con una película en particular, lo cual garantizaba el éxito de la misma y tipificaba cierto tipo de audiencia cautiva, para la que tal actor o actriz cobrara el valor de auténtica deidad. Definiendo la imagen del film de modo indisociable, había nacido el término estrella de cine. Las celebridades adoraban ver sus nombres escritos en la marquesina o sus relucientes siluetas ilustrar el póster publicitario de determinado film. Así es como, mal que le pese a la crítica especializada y a su corriente de Teoría de Autor -aquella que buscaba devolver, con honestidad, al director todo rol preponderante sobre los designios de cada obra-, a menudo la figura del realizador se veía empequeñecida al lado de las radiantes estrellas que protagonizaban los mismos. Esas estrellas que cimentaron el viejo latiguillo que, de boca en boca y generación tras generación, se esparció a través de millares de cinéfilos: ‘vamos a ver la última película de…’ Coloquemos, a continuación, el apellido de aquel galán o aquella diva que nos cautivara. Estrellas del celuloide, actores haciendo de sí mismos o cine dentro de cine para que podamos viajar con aquellos intérpretes, lo más profundo posible, a través de mundos extraordinarios. En palabras del especialista Edgar Morin, filósofo y sociólogo francés, <<las estrellas cimentaron el legado imaginario y colectivo de un territorio ficticio que nació con el fin de establecer una normativa funcional a las relaciones que contrajeron cada intérprete con las empresas bajo las cuales éstos trazaron ligazón comercial>>. Cabe aclarar, que el fenómeno no fue exclusivo a Hollywood y que, a la llegada del cine sonoro, incipientes industrias cinematográficas europeas (Francia, España, Italia) adoptaron los cánones genéricos del modelo. Así llegamos a “La Verdad”, el debut fuera de Oriente del director Hirokazu Koreeda, laureado, a nivel mundial, por su anterior obra “Shoplifters” (2018). La presente película nos cuenta la historia de Fabienne, una de las grandes estrellas del cine francés en franca decadencia, aunque su ego le permita mantenerse intacta en la admiración que despierta en su entorno. Sin embargo, a la publicación de las memorias de la actriz y a punto de interpretar un nuevo papel, su mundo interior se sacudirá dejando en evidencia la conflictiva relación que mantiene con su hija, así como las numerosas cuentas pendientes de dicho vínculo. “La Verdad” posee una poderosa matriz metatextual. Es cine que dialoga con su esencia, interpelando al espectador desde el título mismo. ¿Cuánto hay de verdad y autenticidad en el comportamiento de esta actriz, para quien la cámara parecería no apagarse nunca? ¿Qué hay de verdad en las líneas de un argumento que se pronuncian en boca de aquella actriz? ¿Qué hay de verdad en la ligazón emocional que despierta ese rol que se interpreta? ¡Qué hay de verdad en la vida real que refleja la ficción? O viceversa. Que hay de falible, de falaz, de embuste, de falacia y engaño. Allí, detrás del maquillaje, la identidad y la máscara. Y allí está la verdad que suponemos como tal y el instante en el que mundo interior de Fabianne que acaba por derrumbarse en pleno set: está rodando una ficción que recrea una relación conflictiva con su madre, que por esas razones extrañas de la ciencia ficción luce físicamente como una hija, más que como su progenitora. Y allí está Fabianne, en permanente pose, pero enamorada de su oficio y vocación, dice, sabiamente, que el cine no debería olvidar la poesía. Koreeda, condescendiente con su estrella, no deja detalle librado al azar e inunda al film de una serie de metáforas interesantes de discernir, que vinculan el comportamiento de sus falibles seres de carne y hueso a la conducta animal. Tramando una suerte de fábula, cuyos simbolismos se vertebrarán a través de múltiples interpretaciones, el desarrollo de la trama recurre, de modo llamativo, a diversos ejemplares de la variopinta fauna que puebla la cotidianeidad (real o imaginaria) de sus criaturas. Y allí está Deneuve, haciendo equilibrio con su propio narcicismo y jamás escatimando una gota de autoestima. Quien, con todo su esnobismo a cuestas, repite de memoria, en voz alta, los nombres de las grandes actrices de todos los tiempos que llevan la inicial repetida como un talismán de éxito. Pero, curiosamente, no nombra a Briggite Bardot. Y supera la enésima afrenta familiar para afirmar que continúa orgullosa de ser antes actriz que madre. Y allí está Binoche, radiante, sutil e intensa como siempre, haciéndole saber a la actriz que antes debería preocuparse, en realidad, por aprender el papel que indica la forma correcta de afrontar el deber de ser madre. Desde recreaciones de la ficción como “El Crepúsculo de los Dioses” (1950), “Fedora” (1978), “Conociendo a Julia” (2004) o “Las Estrellas de Cine Nunca Mueren” (2018), la historia del séptimo arte se ha poblado acerca de mitos intocables, leyendas vivientes, fenómenos fugaces o tragedias inexplicables que conforman ese enorme mosaico de estrellas, constituyentes en un pilar sobre el cual la gran pantalla testimonió parte de su profuso andar, tendiendo un puente imaginario que abraza tres siglos. Recreando grandezas y miserias de quienes, por derecho propio, marcaron el rumbo, iluminaron el camino y nos hipnotizaron con su magia, cada vez que la cámara se posó sobre sus siluetas. Divas o femme fatales, protagonistas o intérpretes de reparto, el mundo siempre gira alrededor de ellas, al menos durante un par de horas de proyección. Y aquí están Binoche y Deneuve, esperando nuestro aplauso de pie. Entendiendo la actuación como el oficio que nace desde la interiorización del ser, llega hacia lo más profundo de sí y se transforma en un personaje íntegro que deslumbra nuestro asombro, como un principio irrenunciable, nos dejamos llevar hacia mundos de ficción insondables, mimetizándonos con actores y actrices que nos maravillan a través de interminables viajes, de sumo placer y regocijo cinéfilo. Ser parte del acto interpretativo es visitar mundos de imaginación. Abandonar toda lógica posible y sumergirse en paradigmas de ficción, colocándonos bajo la piel de personajes que nos permiten vivenciar situaciones que en nuestra vida cotidiana no atravesaríamos jamás. Una gran actuación nos convida de aquella magia intransferible, al sentirnos subyugados por historias que desafían los límites de nuestra fantasía. Desliguémonos por un momento de la trama narrativa y su eje de disfuncionalidad familiar que nos ofrece “La Verdad”. Intentemos comprender la actuación en su génesis y la valía de un intérprete: allí, en el reparto del film, está el notable Ethan Hawke retratando a un actor mediocre, subestimado, postergado y frustrado. Resignificando ese ‘actuar para vivir’ que despliega sobre nosotros la gloriosa faena camaleónica, a la hora de colocar cuerpo y alma al servicio de su arte, en la suma de experiencias que brinda el hecho de encarnar roles tan alejados de sí mismos como sea posible. Esto requiere la esencial capacidad de observación que otorga aquel bagaje tan valioso, fundamento técnico insoslayable a la hora de contar con recursos para extraer la mayor cantidad de matices y tensiones de determinado personaje. Si el abrazo inicial que, durante los primeros minutos de metraje, se dieron Binoche y Deneuve derritió nuestra memoria cinéfila y vale oro, el hecho destaca en tanto aquel instante reunía por primera vez en pantallas a dos de las más grandes actrices de todos los tiempos. Y si las realidades espejadas de ambas van tejiendo una sugestiva y atractiva subtrama, que dialoga con la historia del cine mismo, no podríamos obviar la mención a una serie de guiños insoslayables. Binoche y Deneuve atravesadas por la esencia de la Nouvelle Vague. La primera, descubierta por Godard en “Yo te Saludo, María” (1985). La segunda, estableciendo una relación sentimental con Truffaut, la cual se prolongaría al plano profesional, a través de la inolvidable “El Último Metro” (1980). Los mundos de metaficción no son ajenos a ambas. Binoche había interpretado, hace algunos años, a una actriz en pleno punto de inflexión creativo en “Cloud of Sils Maria” (2014, de Olivier Assayas). Mientras que de Deneuve, recordamos su rol plagado de autorreferencias en “Mis Estrellas y Yo” (2008, Laetitita Colombini). La curiosidad de inspeccionar sendas trayectorias nos lleva a comprobar que, las aquí protagonistas, realizaron una eximia transición desde el cine francés al cine internacional, llegando Deneuve a rodar con directores de la talla de Roman Polanski (“Repulsión”, 1965) y Luis Buñuel (“Belle de Jour”, 1967) o Binoche bajo la lente de Anthony Minghella (“El Paciente Inglés”, 1996) y Lasse Hallström (“Chocolate”, 2000). Vidas íntegramente dedicadas al acto de interpretar. Como un pintor con en su lienzo o un escritor con su pluma, un actor ejecuta su arte corporal y la manifestación adquiere mayor dimensión: un rito simbólico que se reitera desde la Grecia Antigua hasta el Teatro Isabelino. De allí a la pantalla de cine y TV. Del Método Stanislavski a los Sistemas de Jerzy Grotowski o Antonin Artaud. Actuar como una forma de vida y convencernos de la ilusión. Ofrenda al espectador que descubre aquello apasionante de vivir una vida disímil a la propia, en el ejercicio constante y superador del propio instrumento creativo. La habilidad y el control que determinado actor o actriz posea sobre dichas herramientas, favorecerán la naturalidad y espontaneidad a la hora de transmitir a su papel, una variada gama de colores en cantidad de emociones. Como la adorable cinéfila Cecilia, interpretada por Mia Farrow en el film “La Rosa Púrpura del Cairo” (1985), de Woody Allen. Aquellas luminarias que nos esperan, esplendorosas, al otro lado de la pantalla, o de ser necesario atravesándola…siempre dispuestas a entregarnos esa línea de diálogo inolvidable o ese sutil gesto que guardaremos en nuestro corazón, por siempre. Estrellas incandescentes y brillantes en un cine a oscuras, tan eternas e inasequibles como en el infinito firmamento.
Bienvenidos a la vida rutinaria de un pusilánime y grisáceo individuo. “Nadie” obtiene inspiración en la popular saga “John Wick”. Un héroe impensado rumbo a desatar el caos que porta las habilidades de un sexagenario Liam Nesson. Su identidad guarda un secreto: el pasado violento de un ex sicario. Un hitman profesional. Esta película de acción, dirigida por Ilya Naishuller (“Hardcore Henry”), exhibe los malos hábitos imposibles de cambiar para la vertiente más acomodaticia del género. La pista visual que nunca falla (un tatuaje que exhibe uno de los delincuentes). El enternecedor descubrimiento que salva a los chicos malos en el peor de los momentos. Los lugares comunes no tardan en apilarse. Buscando seguir los pasos del genial Bryan Cranston (redescubierto como actor de cine luego del suceso de culto de “Breaking Bad”), Bob Odenkirk se calza las ropas de héroe mainstream, viviendo de la fama obtenida, con total justicia, gracias al impecable spin-off “Better Call Saul”. La venganza mafiosa (en extremo estereotipada) no tardará en llegar. La actitud forzada que desencadena la carnicería tampoco se hace esperar. Y allí vemos, a este eterno infravalorado, haciendo lo que mejor sabe para proteger a su familia. Escenas de lucha coreografiadas con genuino ritmo dispersan nuestra atención, mientras el héroe de turno escapa de su vida de bucle sin atractivo, al menos por un par de horas. Es el ‘one man show’ de Odenkirk que no resiste mayor capacidad de análisis. La virulencia del justiciero por mano propia traza la silueta del Charles Bronson siglo XXI. Pero no le llega a los talones. Bob es una bomba a punto de explotar. No todo está perdido: ¿recuerdan a Michael Ironside? Es grato verlo de regreso; tanto como al el eterno ‘Doc’ Christopher Lloyd.
“Ojos de Arena” es una película tan actual y pertinente, hablándonos con marcado lirismo acerca de emociones tan a flor de piel como lo son encrucijadas afectivas y deseos contenidos, dolores prolongados y causalidades del destino que unen a dos parejas de padres con un motivo en común. El tiempo cronológico que transcurre y se escapa “como arena entre los dedos” sirve como declaración metafórica que emplaza este film bajo un cariz poético, ahondando en climas atravesados por vínculos rotos y panoramas desconcertantes. Técnicmente lograda y bajo el formato de thriller dramático, un guión escrito por la directora Alejandra Marino -a dúo junto a Marcela Marcolini- nos habla acerca de la consecuencia de la trata de personas y de la toma de conciencia que este tipo de sensibles temáticas requiere en el ojo de cada espectador. Este dilema de profundo trasfondo psicológico, siembra pistas a lo largo de la incesante pesquisa que establecen los protagonistas del relato, activando una trama rica en matices simbólicos: el cambio de paisaje que muta de lo urbano a lo rural, espeja la reconstrucción del vínculo de pareja, acaso, la desaparición que afrontan ambos explora la culpabilidad y los riesgos de un hecho nos atañe en lo social: la soledad ante el aparto judicial nos llevará a empatizar íntimamente. En la motivación en común de la búsqueda por descubrir la verdad se resguarda el valor intuitivo que hace frente a aquellos miedos que suelen paralizarnos, ante el desasosiego de una pérdida que pareciera irreversible. Sin morbo ni golpes bajos en lo emotivo, que victimicen en el cliché a sus criaturas, la justicia moral que la directora ejerce para con ellos -ante el desamparo del aparato que debería protegerlos- nos ilustra acerca de su gran pulso narrativo y su fina concepción cinematográfica.
Galardonados protagónicos de la década del ’90, en “Michael Collins”, “La Lista de Schindler”, “Antes y Después”, “Kinsey”. Hubo un tiempo en donde Liam Nesson era un más que confiable actor dramático. Puede que su talento no haya perecido por completo si disfrutamos de la reciente y conmovedora “Un Amor Extraordinario” (2019); sucede que su abordaje a historias emotivas se ha visto francamente limitado, a lo largo de la última década, producto de su preferencia por las de más pura acción. En detrimento de desafíos actorales superadores, Liam se encontró cómodo con la etiqueta de héroe de acción maduro que forjara, allá por 2010, con “Taken”, tipificando un tipo duro e implacable, que prosiguiera su andar a lo largo de las siguientes secuelas. Gozando de una segunda juventud, el traje le calzaba bien. Luego llegaron “Non Stop” (2013), “Caminando entre Tumbas” (2013) y la remake americana de un gran film nórdico titulada “Cold Pursuit” (2019). El arquetipo amenazaba en convertirse en estereotipo. Encasillado hasta el hartazgo, su flamante rol protagónico en “El Protector” cobra calibre de ridículo. Robert Lorenz improvisa en el irlandés Liam a un ranger de acento texano que se convierte en guardián de un niño mexicano ilegal. Un plato servido para el lugar común: la frontera franqueable. Vivimos tiempos de globalización y corrección política. Mientras Neeson pretende robar una página de manual al áspero y recio renegado encarnado por Clint Eastwood de forma reverencial, el argumento se sucede en un encadenamiento de decisiones trilladas. El implacable protector que da título al film se abre paso a golpe limpio, desarticulando la amenaza de turno. Mientras el trasfondo narrativo nos aburre con su resolución simplista, un cúmulo de imágenes vertiginosas pueblan de efectismo un contenido vacuo. ¿Habrá leído la teoría de Robert Bresson acerca del ritmo cinematográfico? Velocidad no equivale a sentido. Vetustos héroes de acción como Pierce Brosnan, Bruce Willis o Nicolas Cage cedieron su trono a la impostación de un improvisado y siempre ocurrente Neeson. No es su culpa que el cine comercial contemporáneo haya sido diagnosticado de vulgaridad crónica. Lo mezquino, lo unidimensional y lo anodino sazonan las polvorientas rutas que transita este borderline cinematográfico.
Hace algo más de una década, el talentoso realizador de extracción asiática James Wan renovó las oxidadas estructuras del cine de terror norteamericano mediante un acercamiento original, inteligente y francamente espeluznante. Creaciones de su autoría, como “La Noche del Demonio” (2010) y “El Conjuro” (2013), le brindaron estatus para que el realizador generara un propio universo alrededor. Así es como surgieron personajes que cobraron entidad propia, como la terrorífica ‘Annabelle’ o la no menos inquietante ‘La Monja’. El saldo económico obtenido, y el rédito estético cotejado, le permitieron a Wan la exploración de sucesivas continuaciones. No es de extrañar como sus historias proliferaron en sagas y secuelas, cediendo éste la silla de director en muchas de ellas. Suele ser engañosa la presentación de un producto bajo el anuncio publicitario de ‘producido por…’. ¿Hasta donde llegar el control sobre el material objeto de una nueva aventura fílmica? ¿Hasta donde las credenciales de productor de Wan alcanzan para que la película que estamos a punto de ver sea una medianamente digna? Fíjense lo que ocurriera con los subsiguientes capítulos de “Saw / El Juego del Miedo” (su original data de 2004) y tendrán una fehaciente muestra al respecto… Si el caso real en el que se basa la historia (el infame expediente Warren) se convirtiera en un ejercicio del género del terror francamente perturbador a su estreno, en 2013, ínfima capacidad de sugestión posee la presente propuesta. Mientras la idea original de Wan se caracterizaba por su precisa creación de atmósferas para causar genuino pavor, esta insufrible secuela pierde rápidamente el rumbo creativo para convertirse en una suma de clichés que rozan el absurdo. Donde hay ridículo, no hay temor. El culto al escalofrío devino en caricaturizado pasatiempo. Poco pueden a ser los efectivos Patrick Wilson y Vera Farmiga, encarnando a la sufrida pareja de demonólogos. El terror religioso tira de la cuerda de su agotada inventiva por enésima vez, bebiendo de las fértiles fuentes alguna vez instauradas por gemas como “El Exorcista” (1973) o “La Profecía” (1976). Cuando el mal se vuelve sobrenatural y su raíz es imposible de extirpar, Michael Chaves olvida sus talentos en una de las vitrinas cubiertas de moho del Museo Warren. “El Conjuro 3” es una película inexplicable. Y no hay exorcismo que pueda curarla. En tiempos donde el cine de terror satánico atesta la cartelera de títulos deficientes -la comercial “Ruega por Nosotros” o la nacional “La Funeraria”-, resulta necesariamente recomendable confesar un pecado mortal para todo cineasta: la mediocridad. Perdónalos padre…