Un pulpo espacial gigantesco con colmillos que gotean alguna substancia asquerosa amenaza a los Guardianes de la galaxia en plena misión por preservar unas baterías que nadie sabe para qué son ni para qué sirven. Mientras tanto un adorable y pequeño Groot ajeno completamente a la lucha enciende un equipo de música que da pie a la primera impresionante secuencia del film de la mano de la Electric Light Orchestra y su Mr. Blue Sky que a tantas películas logra acompañar tan a tono. La fórmula es básica. Funcionó la primera vez y no hay motivos para que no vuelva a funcionar de nuevo. La sinopsis de la película bien podría reducirse a “villano galáctico genérico amenaza a los guardianes de la galaxia que a fuerza de gags, chistes y escenas de acción con muchos VFX salvan al universo sin que la mayoría de entes que lo componen siquiera perciban que estuvieron al borde de la extinción”. ¿Qué hay de nuevo? Algunos actores que el espectador siempre está atento a vitorear como Sylvester Stallone y el querible Kurt Russel que desde el trailer se anuncia como padre de Quill, uno de los héroes en cuestión. El resto es efectivamente un poco más de lo que vimos en la primera entrega, pero a quien le importa realmente, si una vez que terminó la primera parte muchos se quedaron con ganas de más. Conscientes del producto que exitosamente habían conseguido introducir en el mercado (¿cuándo no?), los productores de Marvel/Disney reaccionaron rápidamente con el encargo de otro guion que primara la gracia de sus personajes por sobre una historia de proporciones más épicas que la primera. Y el resultado es exactamente ese. Quizás en esta oportunidad la amenaza no sea tan grande como en la anterior, pero sin dudas la sobreabundancia de situaciones jocosas compensa como para mantener entretenido al espectador durante un buen rato. Ah, y a no levantarse del asiento hasta que los echen de la sala porque una vez más Guardianes de la Galaxia viene acompañada de por lo menos 4 escenas post-créditos.
Para los menores de 50 años y los no nacidos en Estados Unidos la primera duda puede surgir al oír lo que aparenta ser una impostada y sobreactuada voz de Natalie Portman (nominada al Oscar por su interpretación), es la fidelidad de la misma a la figura histórica. Entre las muchas ventajas que ofrece el siglo XXI, internet invita a la oportunidad de estar a tan solo un par de clicks de comprobar si la Jackie original realmente hablaba de ese modo. La respuesta corta es sí. Su increíblemente parecida es acompañada por un lenguaje corporal frágil y acertado de la ex primera dama del difunto presidente de los Estados Unidos. La película del director chileno Pablo Larraín sigue anacrónicamente las horas y días posteriores a uno de los magnicidios más impactantes del siglo XX. No estamos frente a una biopic convencional, sino ante el retrato de una tragedia que moldeó a Jacqueline Kennedy obligándola a abandonar la imagen de insustancial y fría que varios medios intentaron crear a su alrededor. Tampoco encontraremos en la historia el tradicional camino del héroe. La idea del director y sus guionistas no es ennoblecerla sino más bien humanizarla recreando el dolor y el vacío que le generó enviudar en tales circunstancias, de la manera más fiel y objetiva posible. A través de saltos temporales continuos, la historia consigue retratar a una mujer deshecha que es capaz de erigirse ante la adversidad en uno de los momentos más difíciles de su vida y del país. La muerte de JFK marcó no solo el fin del sueño de muchos y el comienzo de su leyenda, sino también un profundo cambio en la vida de su familia. Gracias a su protagonista, lejos de realizar un embellecimiento innecesario, se consigue un cautivador e intenso retrato.
Las producciones del director chino Zhang Yimou, pese a contar historias mucho más cercanas al folclore asiático que al occidental, tenían la característica de lograr seducir a ambos públicos con sus toques hollywoodenses y su temática prevalecientemente oriental. La gran muralla inclina la balanza hacia el lado occidental casi por completo. Las mayores virtudes notorias en las anteriores cintas de Yimou parecen haber sido borradas de un plumazo quedando a merced del poder económico de Hollywood y su necesidad de vender entradas a lo ancho y alto del mundo entero. A excepción de algunas escenas grabadas con destreza (planos aéreos con grúas y un colorido diseño de producción), el exceso de postproducción nos lleva a poder imaginar a los actores realizando sus acrobacias sobre pantallas verdes. Si bien los efectos digitales están a la altura de la magnitud del proyecto, su uso recurrente desnuda las carencias del guión cuya simpleza alcanza a mantenernos entretenidos durante las casi dos horas de metraje, pero una vez que se vuelven a prender la luces de la sala cualquier sonrisa se borra para dar lugar a una enorme sensación de vacío. Zhang Yimou nos tiene acostumbrados a semejantes espectáculos visuales que suelen estar acompañados por al menos una historia que vale la pena seguir. Esta vez no es el caso. La gran muralla es en general un producto meramente comercial despojado de cualquier pretensión artística que seguramente tanto Matt Damon como el director obviaran recordar en sus vastas filmografías cuando hagan una retrospectiva sobre las mismas.
Sin nada que perder parece la respuesta al what if (que pasaría si...) los hermanos Coen dirigieran un guión escrito por Cormac McCarthy. Sin embargo el guión (nominado al Oscar) es una propuesta original del actor devenido en guionista Taylor Sheridan, que ya supo mostrar sus facultades en la escritura del libreto de Sicario. Detrás de la simple historia de dos hermanos que asaltan bancos para pagar una hipoteca surge, sin demasiado que escarbar, una segunda lectura mucho más audaz que se atreve a cuestionar a la industria del petróleo y a las grandes corporaciones bancarias norteamericanas. Detrás de todo asaltante de bancos debe haber un representante de la ley. El Sheriff de turno no es nada menos que Jeff Bridges en un papel que bien podría interpretar sin leer el guión y que parece un pariente no tan lejano del Tommy Lee Jones de Sin lugar para los débiles. Un texano de la vieja escuela pronto a jubilarse que persigue a los maleantes por todo el estado tratando de adelantarse a cada jugada de los forajidos hermanos, Chris Pine y un soberbio Ben Foster en lo que quizás sea la mejor interpretación de su carrera. El director de fotografía Giles Nuttgens se encarga de mantener un tono de tensión e intriga entre tanto desierto, acompañado por los acordes de guitarra salidos de las partituras compuestas por Nick Cave y Warren Ellis. Ecléctico y trepidante, el guión nos sitúa en pueblos de Texas que nos teletransportan al viejo Oeste Americano con reminiscencia a los Westerns más clásicos de Hollywood.
La la land no solo rinde homenaje a los grandes musicales de Hollywood de los 40 y 50, sino que tranquilamente pudo haber sido uno de ellos. El guión parece haber sido desempolvado de un cajón con la etiqueta "no abrir hasta el 2017". Con todo su tradicionalismo, sus referencias y homenajes, Damien Chazelle consigue irónicamente revitalizar un género cuyas últimas intervenciones en la pantalla grande habían sido principalmente remakes y adaptaciones de Broadway. La la land parece un recuerdo de algo que nunca antes hemos visto. El reto fue realmente grande al tratar con dos actores que pese a estar absolutamente consagrados en Hollywood, ninguno se especializa como cantante profesional (aunque Gosling tiene su banda Dead man`s bones) ni tampoco como bailarines. Emma Stone con su voz frágil siempre al borde de la afonía dota a su personaje de una espontaneidad encantadora y terrenal cuya imperfección enamora a su coprotagonista tanto como al público. Mientras que, parafraseando a Meryl Streep, Ryan Gosling es "ese canadiense adorable (como todos los canadienses)", que sigue sumando fanáticos de todas las tribunas confirmando sus múltiples facetas como actor. La combinación es perfecta y el resultado es hipnótico. La conducción de Damien Chazelle (el nuevo director prodigio y mimado de la meca del cine), confirma que lo realizado en Whiplash no fue una mera casualidad. Para los más despistados, que Chazelle elija realizar un musical como segunda película puede parecer un exhibicionista capricho de niño prodigio (tan solo 31 años tiene el hombre), sin embargo no lo es y el motivo es muy simple. Su amor por el jazz, confeso en su opera prima, Whiplash, se confirma en su segundo largometraje y se justifica con que él mismo fue baterista de una banda de jazz. Con ese contexto, resulta muy interesante el paralelismo entre el protagonista de La la land (Ryan Gosling) con el director, quienes juntos se proponen reivindicar el jazz como género musical y el musical como género cinematográfico. La nostalgia por el arte clásico se impregna en la cinta con la propuesta de mirar hacia el futuro sin perder de vista el pasado.
El riesgo de contar una película de zombies en el año 2016 es principalmente no hacer los suficientes méritos como para no aburrir. Actualmente es difícil aventurarse a narrar algo nuevo en un sub-género que estrena infinidad de películas, series y videojuegos por año. Si la pretensión es vislumbrarse con una historia jamás contada o una vuelta de tuerca impredecible, quizás le pidamos mucho a un género que año tras año no hace más que desgastarse. No cabe duda de que el director coreano Sang-Ho Yeon vio las suficientes películas de muertos vivos como para ofrecer el mejor producto posible. Invasión zombie es uno de los films más puros y entretenidos del género que se haya filmado en mucho tiempo. Con un ritmo frenético y un guión sólido que no se excede de lo grotesco ni tampoco se toma demasiado en serio, la historia avanza a paso firme atravesando Corea del Sur y satisfaciendo tanto al público masivo como el especializado. En su velocidad asfixiante también hay lugar para que el director se haga eco de la crítica social que solía imprimir George Romero en sus cintas. No faltarán personajes cuya naturaleza se vea desnudada cuando el peligro llama a la puerta. Son los distintos protagonistas con todos sus matices los que logran que nos metamos de lleno en la historia. No hace falta empatizar ni odiarlos para interesarnos en el desenlace. Cada escena que sucede a la anterior construye un arco dramático sobre la progresión de los personajes que es digna de enmarcar. Siempre increscendo la historia no da respiro e indunda la pantalla con cada vez más zombies que funcionan como una metáfora bastante sencilla pero acertada sobre cómo funciona la naturaleza humana bajo presión.
El exceso de información y el acoso mediático que reciben los famosos en el siglo XXI hace que muchas veces un artista sea juzgado por su vida privada y no por su obra. Pero es bueno separar para poder intentar apreciar al máximo, libre de prejuicios, a ciertos artistas. Puede que Mel Gibson no vuelva a recibir nunca un Oscar de La Academia por consecuencia de sus dichos y hechos polémicos fuera del set, pero esto no quita que cada vez que estrena una película estemos en presencia de una de las mejores ofertas que puede haber en cartelera. Luego de diez años de inactividad, su estilo se mantiene intacto. La historia está cargada del efectivisimo sanguinolento y violento del que se lo acusa siempre, pero una vez más, está justificado. Contar la vida de Desmond Doss, este héroe de guerra que se negó a portar armas, requiere de un talento singular que impida caer en la tradicional biopic lo más libre posible de esos lugares comunes que suelen molestar a quienes frecuentan el género. Y pese a que muchas secuencias son las más típicas en films bélicos, Gibson dota su historia de un clasicismo necesario para el material que tiene a disposición. El tono del relato se construye evitando todo tipo de excesos emocionales sin perder la sensibilidad del material, y en gran parte se debe al buen trabajo de Andrew Garfield y el resto del cast. Al seguir los pasos de un héroe como Desmond Doss el riesgo está en construir una imagen absolutamente impoluta y santificada de un personaje que podría volverse inverosímil e inclusive irritante, pero que gracias a la buena caracterización de los guionistas y el acercamiento del director y el mismo actor, se consigue equilibrar un retrato elogiable con el cual es fácil empatizar. El mejor consejo para disfrutar Hasta el último hombre es juzgar a la obra como tal y olvidarse de quién está detrás de cámara. Si se puede hacer con Woody Allen, Hitchcock y Kubrick (entre otros) ¿por qué habríamos de juzgar a Mel Gibson por otra cosa que no sea su obra?
Dr. Strange no tiene los músculos de Hulk, el caché de Iron Man, un martillo mítico como arma ni la moralidad intachable del Capitán América. Su poder es la magia. Lo cual, a priori, lo posiciona como el mejor héroe para animar fiestas infantiles, pero no tanto para salvar al mundo de los villanos más malos. Felizmente Marvel/Disney sabe aprovechar el potencial de los héroes que decide adaptar y convierte a uno de los personajes menos cinematográficos de los comics en lo que seguro será protagonista importante en las próximas entregas de la franquicia. Basta con quedarse luego de los créditos (¿cuándo no? ¡Es una película de Marvel!) para entender el rol que le tocará asumir en un futuro cercano. Esta vez los ejecutivos de Disney tenían la difícil tarea de no solo evitar reiterarse y mantenerse frescos luego de tantas entregas del universo Marvel, sino también de trasladar al formato cinematográfico un héroe cuyo poder es proyectar mandalas mágicas en el aire, encantar objetos, abrir portales, conjurar hechizos y conseguir que en ningún momento pensemos en Harry Potter mientras lo hacían. Ah, y como si fuera poco, lograr una estética que no resulte ridícula, porque para ser sinceros lo que se ve en los comics de Dr. Strange plasmado en pantalla grande de seguro de hubiera visto... bueno, raro. Los recursos caleidoscópicos y psicodélicos que se ven en las páginas del comic, con algunos ajustes de por medio y redoblando la apuesta de lo hecho por Christophen Nolan en El Origen, conforman una identidad visual única puesta al servicio de un guión al que no le sobra nada. La película funciona como introducción del personaje al Universo Marvel y también adquiere relevancia a nivel individual. Seguro la idea fue otorgarle una historia propia que sirva como trampolín para luego llegar a los Avengers, pero en el proceso Dr. Strange se convierte en uno de los mejores films del MU que vale por lo que es, sin excusas. Y esa sigue siendo la gran diferencia entre esta compañía y la que se encuentra en la vereda de enfrente apresurando y mezclando historias que no valen a nivel individual y tampoco generan tanto interés por las producciones venideras.
La historia de una salchicha que en vísperas del día de la independencia norteamericana cae en un carro de compras es el puntapié inicial de un guión lascivo y políticamente incorrecta repleto de referencias al sexo y las drogas que solo Seth Rogen, Jonah Hill y Evan Goldberg pueden ofrecer. Lo nuevo en realidad es el formato en que se elije contarla. Y para eso, Conrad Vernon y Greg Tiernan que cargan en sus espaldas la experiencia de haber dirigido Shrek 2, Madagascar 3 y Thomas & Friends entre otras, fueron los elegidos para darle forma a la ejecución de semejante disparate audiovisual. La principal diferencia con otras producciones de Seth Rogen y compañía es que el tono promiscuo y burdo acompañan una premisa fresca, divertida y osada que encuentra en la animación la excusa perfecta para derrapar a niveles inimaginables. Solamente pensar en la posibilidad de filmar algo similar con actores en vez de personajes animados parece una invitación abierta a la censura o a la mera provocación. Pero a veces en el afán de empujar los límites de lo grosero el ritmo se vuelve un tanto tedioso y a pesar de su escasa hora y media de duración es inevitable abstraerse de la trama y preguntarse cuánto falta para el final. Es fácil pensar este tipo de historias no abundan en el cine comercial, pero luego uno se acuerda de South Park y todo parece menos arriesgado que el estreno de Bigger, Longer & Uncut allá por el año 1999. Levantando la herencia de Pixar, Dreamworks y todos los grandes estudios de animación, los guionistas toman la misma idea de plantear un mundo colorido y en apariencia fastuoso en el cual repentinamente sus protagonistas comienzan a blandearse con experiencias carnales de todo tipo. Orgias, muertes brutales y prácticas lisérgicas son el vehículo que utilizan los guionistas para mostrar el lado B de todos esos personajes que si hubieran sido rendereados por otro estudio no harían más que sonreír, saltar y divertirse.
Pecando de originales, les comentamos cuales son para nosotros los 7 motivos por los que vale la pena ver el nuevo film de Antoine Fuqua: 1) La reinvindicación de un género en retroceso: Lo de retroceso en realidad se aplica desde hace varios años. Si bien estamos lejos del auge del Western, debemos agradecer así sea remakes de por medio que todavía Hollywood se fije en este gran género olvidado. Y tratándose de una remake, no es poca cosa que readaptar un clásico como el presente, no haya caído en la desgracia que padeció la remake de Ben-Hur, por ejemplo. 2) El villano: El trabajo de Peter Sarsgaard como villano de turno es exquisito. Su malicia dice presente en cada escena que encabeza ofreciendo una tensión que solo un gran actor puede producir. 3) El cast: La versión de 1960 contaba con nada menos que Steve McQueen, Yul Brynner, Eli Wallach, James Coburn y Charles Bronson entre otros. Todas estrellas en su apogeo. Y si bien la comparación es hasta injusta, los elegidos por Fuqua hacen muy bien su trabajo. Denzel Washington es un gran lider, Chris Pratt en su rol del jocoso del grupo se lleva sus méritos y los demás saben acompañar estando a la altura. Hasta un Vincent D'Onofrio con la voz más peculiar y aguda del cine contemporáneo sale bien parado. 4) Antoine Fuqua: Conocemos al director de un registro completamente distinto. En Día de entrenamiento, El Justiciero y Los mejores de Brooklyn, Fuqua se movía como pez en el agua entendiendo los códigos de la calle y manejando las secuencias de acción a razón de medidos planos secuencia y un frenético montaje que no da respiro. En Los 7 Magníficos logra trasladar su estilo perfectamente al lejano oeste. Su sello queda intacto. 5) La música: La partitura del eterno Elmer Bernstein jamás podrá ser olvidada por el público que tuvo el privilegio de disfrutar la remake de 1960, pero sin la necesidad de superarla, James Horner hace su mejor esfuerzo por regalarnos una sucesión de notas musicales a la altura de los leit motiv más tradicionales de la mejor época del Western. Y además los créditos finales regalan un pequeño homenaje a la partitura original. 6) La fotografía: Está a cargo de Mauro Fiore, un nombre que quizás a priori no nos resulte tan familiar, pero se trata nada menos que de un ganador del Oscar (por Avatar en el 2010). La decisión de no realizar ninguna toma en helicóptero retoma el clasisismo de este tipo de películas. Ah y además fue filmada en 35mm con lentes anamórficos. 7) El tiroteo final: No es spoiler mencionar que como buen Western de cepa pura, la historia cierra con un inevitable tiroteo que funciona como clímax perfecto. Y la maestría con la que está filmado hace que inclusive perdonemos el algo pobre o lento desarrollo inicial de los personajes en el primer tramo del film. No cabe duda que Fuqua se siente cómodo filmando escenas de acción.