‘Meticuloso’ es el adjetivo que mejor describe a Pablo Larraín como director de Jackie. De hecho el realizador chileno reconstruyó con pasmosa precisión los dos soportes mediáticos que sostienen este retrato ficcional de Jacqueline Bouvier de Kennedy: el reportaje exclusivo que la revista Life publicó quince días después de perpetrado el atentado fatal contra el esposo Presidente, y el Tour a la Casa Blanca que CBS News emitió un año antes. El problema con este talento es que a veces resulta contraproducente. Jackie seguro impresionará a los espectadores familiarizados con el especial televisivo que Charles Collingwood condujo en febrero de 1962, y con el artículo que Theodore White escribió a principios de diciembre de 1963 tras su visita a la residencia de Hyannis Port. Este público conocedor celebrará tanto la impecable recreación de los entretelones de ambas producciones periodísticas (y de la transmisión en vivo del cortejo fúnebre) como la camaleónica conversión de Natalie Portman en la joven viuda del asesinado John Fitzgerald. Sin dudas, la actriz se mueve y habla como Jacqueline se desenvolvía ante cámaras (atención a la imitación de esta recordada intervención en idioma español). Por otra parte, la vestuarista Madeline Fontaine y el equipo de maquillaje contribuyeron a engendrar la suerte de clon que el montajista Sebastián Sepúlveda habrá aprovechado al máximo a la hora de compaginar fragmentos de apariciones televisivas históricas con secuencias reconstruidas al pie de la letra. La promesa de un retrato enmarcado por un momento preciso -en este caso, las horas inmediatamente posteriores al magnicidio cometido en Dallas- podrá llamar la atención del público alérgico a las biografías tradicionales. Pero, acaso por el empeño puesto en la elaboración de réplicas perfectas, Larraín desatendió la pretensión de una semblanza capaz de destacarse en la extensa lista de (tele)films dedicados a los Kennedy. Los espectadores que desconocen el recorrido por la Casa Blanca y/o el reportaje incluido en este número monotemático de la revista Life encontrarán en Jackie una aproximación tan aparatosa como la mayoría de las biopics que narran una vida desde los años mozos hasta la vejez o muerte. La sensación de dejà vu aumentará ante el tenor de la conversación entre la protagonista y el sacerdote que interpretó el hace poco fallecido John Hurt. Es posible que a estos mismos espectadores les resulte insoportable lidiar durante cien largos minutos con la voz debidamente afectada de Portman. Por si hiciera falta, vale aclarar que la culpa no es de la actriz sino del modo de hablar del personaje imitado. Por razones obvias, la intensidad de los recuerdos en torno a la figura de Jacqueline Kennedy es mayor en Estados Unidos que en el resto del mundo. A lo mejor ese arrobamiento ayuda a explicar la abrumadora cantidad de críticas elogiosas que este largometraje cosechó en su país de origen así como las nominaciones a tres premios Oscar. A principio de año, nuestra prensa anunció el desembarco local de Jackie para el 23 de febrero, pero hoy la versión en castellano de Film Affinity lo agenda para el 9 de marzo. Quizás nuestros exhibidores decidieron postergarlo porque quisieron evitar la superposición con esta otra película de Larraín, porque conocen los límites del interés argentino por los Kennedy, porque confían en que alguna eventual distinción de la Academia de Hollywood contribuirá a aumentar la relativa capacidad de convocatoria de un clon cinematográfico.
“Gradualmente” contesta Emad cuando un alumno le pregunta, a propósito de esta película de 1969 exhibida y analizada en clase, cómo las personas pueden convertirse en vacas. Sin darse cuenta, el profesor también se refiere a la transformación -subrepticia, escalonada, paulatina- que amenaza con deshumanizarlo y reducirlo a cabeza de ganado, y que Asghar Farhadi describe con maestría en su nuevo largometraje El viajante. El devenir vacuno de Emad arranca tras la agresión que su esposa sufre a manos de un desconocido, o tal vez antes si consideramos cierta causalidad. Es que el ataque ocurre en el departamento donde el matrimonio acaba de mudarse después de abandonar el suyo en un edificio que está resquebrajándose, también de a poco. Farhadi expresa gradualidad en repetidas ocasiones. Parece un artilugio del cine de terror la secuencia de la puerta que sigue abriéndose sola luego de que la incauta Rana la destraba para su marido. Además de docente, el protagonista es actor de teatro independiente. Aunque acostumbrado a interpretar un rol (algo o nada parecido a sí mismo) frente a un público (alumnos; espectadores), reconoce apenas el proceso que lo lleva a convertirse en otro… tipo de hombre. Farhadi ambienta su largometraje en una Teherán contemporánea, sin relación con la imagen de Irán que el cine y la prensa occidental suelen proyectar. De hecho, muestra una ciudad inmersa en un proceso de modernización arquitectónica, también gradual y un tanto caótica, y hace coincidir la transformación de Emad con el momento en que éste encarna a Willy Loman en una reposición de La muerte de un viajante de Arthur Miller. El realizador iraní teje alrededor de la obra del dramaturgo neoyorkino una red de causalidades y casualidades que condicionan el accionar del protagonista. Desconocer el argumento de la pieza teatral escrita en los Estados Unidos de mediados del siglo XX limita pero no invalida el juego de interpretaciones que el film propone. Además de señalar la vigencia de la obra de Miller (y de la película La vaca del también iraní Dariush Mehrjui), El viajante invita a pensar en la complejidad y la fragilidad humanas en general y, en particular, en el -a veces indómito- deseo de justicia por mano propia. La evolución (o involución) escalonada que vemos en Emad amenaza con convertirlo en parte del ganado que, cansado de la inoperancia judicial, defiende la aplicación personal de la Ley del Talión. Farhadi concluye su fábula antes de que podamos corroborar si el docente y actor cambió definitivamente. El final abierto confirma la intención autoral de estimular la imaginación y la discusión. Como La separación y El pasado, este largometraje también evita barajar respuestas; en parte por eso se instala durante días en la cabeza del espectador.
Como el cineasta Rithy Panh, Lea Zajac y Mira Kniaziew también vislumbraron cierta lógica en su trágica historia personal cuando empezaron a preguntarse ¿Para qué? en vez de ¿Por qué?. “Vivir para contar” es la versión resumida de la respuesta interior que les permitió, al realizador camboyano exiliado en Francia y a estas dos amigas polacas radicadas en Argentina, aceptar con lucidez el destino que los convirtió en víctimas sobrevivientes de un genocidio. Zajac y Kniaziew no escriben ni dirigen películas, pero sí hablan de su infancia en el campo de exterminio de Auschwitz-Birkenau cuando las invitan a participar de jornadas sobre el Holocausto. Aunque filmadas, y por lo tanto susceptibles de ser reproducidas en otras circunstancias, estas presentaciones convocan a un público reducido. Acaso la constatación de esa limitación haya inspirado en Poli Martínez Kaplun la ocurrencia de dedicarles un documental a estas dos mujeres excepcionales. Sin dudas, Lea y Mira dejan su huella contribuye al propósito moral de rememorar para combatir el olvido y el negacionismo colectivos y, si fuera posible, para inhibir la pulsión humana de aniquilación masiva. Además, el largometraje ofrece un retrato entrañable de estas protagonistas octogenarias, que incluye una sentida aproximación a la amistad que trabaron -otra vez por obra del insondable destino- años después de haber migrado por distintas vías a nuestro país. Martínez Kaplun filma a Zajac y Kniaziew por separado, cada una en su casa, y juntas mientras conversan en el domicilio de una de ellas. La inserción de viejas fotos familiares, de imágenes de archivos históricos, de algunos registros hogareños de Lea (los libros de su biblioteca, el cuidado de sus plantas) refuerzan la elocuencia de las entrevistadas y estimulan en el espectador la recreación mental de los sucesos relatados. El trabajo de musicalización de César Lerner es tan delicado como el repaso de recuerdos todavía dolorosos. En ocasiones, el piano utilizado para la mayor parte de la banda sonora reproduce melodías de viejas canciones polacas para niños que Lea y Mira entonan encantadas ante cámara. Martínez Kaplun presenta a Lea primero. Justo después del título del documental, la muestra mientras murmura algunos versos de Las hojas muertas. Esta canción que Jacques Prévert y Jospeh Kosma compusieron en Francia al término de la Segunda Guerra Mundial evoca un tiempo perdido, días soleados de amor y felicidad que “el viento del Norte” y “la fría noche del olvido” se llevaron. La conmovedora secuencia adelanta una de las características principales del documental: su sutileza. A través de Lea y Mira dejan su huella, la realizadora les rinde homenaje a todos los sobrevivientes que pueden contar su experiencia, y de esta manera sumar una voz al reclamo colectivo de Nunca más. De paso, señala o recuerda que a veces es necesario cambiar de pregunta para encontrar una respuesta esclarecedora y por lo menos mínimamente reparadora.
“¡Ay, qué bueno estar con mi tribu!” dice con elocuente satisfacción una de las nueve tías/sobrinas que Julia Pesce filmó durante año y medio para su opera prima Nosotras. Ellas. El sustantivo presente en la exclamación define la naturaleza atávica del vínculo entre las tres generaciones de mujeres retratadas en este documental que se estrenó el 2 de marzo y se proyectará los demás jueves de este mes a las 21 en el Centro Cultural de la Cooperación. La gente del Calefón Cine consiguió una buena fecha para presentar en la Ciudad de Buenos Aires este trabajo decorosamente autobiográfico, afectivo, comprometido. La cercanía del Día Internacional de la Mujer y del Paro Internacional de Mujeres le da un espaldarazo político y mediático a este film que entre 2015 y 2016 se exhibió y obtuvo distinciones en una docena de muestras o festivales nacionales y extranjeros. La envergadura internacional de ese reconocimiento confirma que el origen cordobés de las protagonistas es un dato secundario. En otras palabras, la tribu que Pesce describe con rigurosidad antropológica presenta características universales. El título del largometraje también es elocuente en este sentido. Si bien las tías/sobrinas que aparecen en pantalla son Ellas para quienes no formamos parte de esa familia, también integran el Nosotras que encarnamos las mujeres, aún aquéllas que se declaran ajenas o contrarias a las reivindicaciones feministas que comenzaron a principios del siglo pasado. A partir del retrato de las mujeres de apellido Borghi, Flores, Denti, Pesce, la realizadora reconstruye el recorrido circular de la vida. Comienza a trazarlo con escenas del cuidado de las tías mayores, Judith y Orieta, y lo cierra con la conmovedora escena del parto vertical y domiciliario de una sobrina bisnieta, la bebé de la joven Malena. Las Borghi-Flores-Denti-Pesce honran la memoria incluso, o sobre todo, cuando lidian con el Alzheimer de Tía Orie. Ante éste y otros infortunios, desmienten el mito en torno al sexo débil. La realizadora debutante les rinde un sentido homenaje a estas amazonas contemporáneas que reconocen los elementos principales de la vida: amor, procreación, salud, enfermedad, muerte. La casa espaciosa y luminosa que las sobrinas heredan de las dos tías mayores es la otra gran protagonista de este tributo cinematográfico: la mayor parte de la película transcurre en las habitaciones y en el patio cuidados amorosamente. Nosotras. Ellas marca un nuevo hito en la trayectoria de la productora de largometrajes memorables como Yatasto de Hermes Paralluelo y Ciencias Naturales de Matías Lucchesi, y de la televisiva Nosotros, campesinos de Jimena González Gomeza y Juan Carlos Maristany. Por otra parte, resulta muy promisoria esta presentación en sociedad de Julia Pesce.
“No puedo ganarle; no puedo ganarle”… El cine made in Hollywood pocas veces deja en silencio, sin remate, confesiones como la de Lee Chandler a su sobrino Patrick porque, en general, el exitismo característico de la idiosincrasia estadounidense impone una respuesta alentadora con intención edificante. La transgresión a esta regla narrativa es una de las razones por las que vale recomendar Manchester frente al mar, película que se estrenará en Buenos Aires el 23 de febrero, tres días antes de competir por seis premios Oscar. Kenneth Lonergan escribió y dirigió este film sobrio, a contramano de una sociedad entusiasta con el concepto -a veces devenido en mandato- de resiliencia. Por lo visto, el también guionista de la comedia Analízame tiene sus dudas sobre la pretendida capacidad del ser humano para superar todo tipo de tragedia. Dieciocho años atrás las expresó con sentido del humor; ahora a través del drama. El realizador neoyorkino merece competir por el Oscar al mejor guión original y por aquél a la mejor dirección, así como Casey Affleck merece la nominación al Oscar a mejor actor. Entre ambos, retratan al mencionado Chandler sin golpear bajo ni apelar a subrayados moralizantes. A Affleck lo escoltan los también nominados Lucas Hedges y Michelle Williams en los roles respectivos de sobrino y (ex) esposa del protagonista. Además de sus personajes, los tres encarnan distintas formas de convivir con el dolor que provoca la muerte de uno o varios seres queridos. La sensación de estar mirando una película americana atípica aumenta ante las secuencias que recrean la rutina laboral y familiar del protagonista, plomero y electricista al servicio de cuatro consorcios en Boston (decididamente éste no es el Estados Unidos que Hollywood suele promocionar). También ante una banda de sonido generosa en fragmentos de piezas compuestas por Frideric Handel. A diferencia de otras aspirantes al Oscar, en especial la indigesta Jackie de Pablo Larraín y el esforzado debut de Denzel Washington como director, Manchester frente al mar carece de parlamentos verborrágicos y sentenciosos. La combinación justa entre palabra precisa y silencio elocuente constituye otra gran virtud de este largometraje libre de aforismos.
“El cine tiene un poco más de cien años de edad, y mucho de lo que hacemos se basa en emulsión de película. Esas cosas fueron calibradas para la piel blanca. Siempre hemos colocado el polvo en la piel para embotar la luz. Pero mi recuerdo de crecer en Miami tiene una piel negra húmeda y hermosa, y esta película está destinada a reflejar la conciencia del personaje, tanto como la de Tarell y la mía, para ser honesto. Así que usamos aceite sobre las pieles. Quería que la piel de todos tuviera un brillo que reflejara mis recuerdos”. Luz de luna es un largometraje tan único como sugieren las palabras de su director Barry Jenkins, que el crítico y programador Diego Trerotola transcribió en este artículo imperdible. Sin dudas, el trabajo fotográfico de James Laxton en pos de una estética cinematográfica distinta de aquélla concebida para personajes caucásicos honra no sólo los recuerdos del realizador y del autor de la historia personal convertida en guión -el mencionado Tarell (Alvin McCraney)- sino la identidad de esa Miami morocha que no muestran ni las producciones de Hollywood, ni los afiches de agencias de turismo, ni los folletos de agencias especializadas en inversiones offshore. Bajo la luz mencionada en el título de este film que produjo Brad Pitt, avanza el proceso de sospecharse, saberse, asumirse homosexual en un contexto hostil, en este caso tributario de un origen desafortunado: nacer negro, pobre e hijo único de madre soltera y adicta al crack. El proceso lleva sus dolorosos años; de ahí la decisión de narrar esta crónica de supervivencia en tres tiempos: infancia, adolescencia, adultez temprana. A cada instancia le corresponde un actor protagónico distinto. El niño Alex Hibbert y los jóvenes Ashton Sanders y Trevante Rhodes encarnan con consistencia rasgos diferentes y coincidentes entre las tres versiones del mismo personaje que -dicho sea de paso- también muda de sobrenombre: primero Little, luego Chiron, por último Black. Jenkins y McCraney evitan el exceso de dramatismo que ha malogrado tanto (tele)film sobre la violencia que los chicos homosexuales enfrentan en sus hogares, barrios, escuelas. El desempeño de los actores protagónicos y de los secundarios Mahershala Ali, Jharrel Jerome, André Holland, Janelle Monáe y Naomie Harris es acorde a esta aproximación tan delicada como la canción almodovariana que integra la banda sonora. La película de Jenkins conmueve especialmente a los espectadores atentos a la estrecha relación entre piel y memoria. Acaso esta porción de público encuentre alguna influencia proustiana en la estrategia de untar aceite en los cuerpos para convertirlos en pantallas lustrosas donde proyectar recuerdos. Luz de luna se estrenó el primer jueves de febrero en las salas porteñas. Es de esperar que las nominaciones a ocho premios Oscar la mantengan en cartel hasta -por lo menos- el jueves siguiente a la ceremonia de entrega.
Llegar a ser mujer Si siguiera viva y además estuviera en Buenos Aires, seguro Simone de Beauvoir recomendaría pasar algún viernes de febrero por el Malba para ver Las Lindas. Es que el ejercicio autobiográfico de Melisa Liebenthal que el año pasado ganó un premio en el Festival de Cine de Rotterdam y otro en el BAFICI ilustra con inteligencia, sensibilidad, honestidad, sentido del humor la teoría de la pensadora francesa sobre la condición femenina en tanto construcción social y cultural. Liebenthal encontró la materia prima de su trabajo en fotos y videos hogareños que ella y sus amigas de la infancia tomaron y grabaron en tiempos de niñez y adolescencia. Alrededor de estos testimonios, giran la voz en off de la directora y las conversaciones que mantuvo y filmó con esas mismas chicas, a esta altura veinteañeras. El pasado reciente recupera actualidad, e invita a reflexionar sobre el proceso que De Beauvoir definió con la célebre frase “No se nace mujer; llega uno a serlo”. El maquillaje, la vestimenta, la sonrisa permanente, el cabello largo, el tono de voz, la depilación, la relación con los varones son algunos de los mandatos que la realizadora analiza como si practicara una vivisección, en este caso del estereotipo de la femineidad en el siglo XXI. Aunque rara vez abandona el uso de la primera persona, en singular y en plural, Liebenthal se las ingenia para evitar el riesgo que corren los films de este tipo: quedar atrapados en el pantano autorreferencial y despertar un interés limitado al círculo íntimo del autor.
La memoria de los insurrectos Es extraordinario el material de archivo que Leandro Listorti recopiló para Cuatreros, quinto largometraje de Albertina Carri que se estrenará en Buenos Aires la semana próxima, poco antes de exhibirse en la sección Foro del 67° Festival de Cine de Berlín. A título ilustrativo vale citar el fragmento de la entrevista televisiva que Betty Elizalde le hizo a Leopoldo Fortunato Galtieri apenas asumió el mando del sanguinario Proceso de Reorganización Nacional, y la publicidad de cigarrillos que la modelo y militante montonera Marie Anne Erize Tisseau protagonizó cuatro años antes de desaparecer a manos de la dictadura cívico-militar. Por momentos cuesta asimilar la información derivada de esos y otros hallazgos que la realizadora proyecta en tres -a veces cinco- pantallas simultáneas, y que articula a partir de apreciaciones personales sobre arte, política, historia. El esfuerzo mental vale la pena: permite descubrir nuevos senderos que conducen a la inagotable reflexión sobre el ejercicio individual, colectivo, audiovisual, literario de la memoria. Los pormenores de un improbable proyecto de largometraje sobre el bandido rural Isidro Velázquez constituyen el punto de partida de esta suerte de desprendimiento cinematográfico de la muestra multimedia que Albertina montó a fines de 2015 en el Parque de la Memoria. Operación Fracaso y el sonido recobrado se tituló esa obra que, según reseñó Mariana Lerner para la revista Los Inrockuptibles, estaba compuesta por varias secciones o instalaciones. Una se llamó ‘Investigación del cuatrerismo’. En su película, Carri traza una línea histórica entre Velázquez, sus padres Roberto y Ana María (participantes de la lucha armada contra la dictadura de 1976 y desaparecidos desde 1977) y ella misma. Si los cuatreros transgreden la norma, atentan contra el orden, cuestionan el poder hegemónico, entonces estamos ante tres prototipos de insurrectos, esculpidos en distintos episodios de la historia argentina. Los espectadores interesados en analizar el desempeño de nuestros medios de comunicación -en especial de nuestros noticieros de televisión- encontrarán unos cuantos segmentos ilustrativos de la subordinación al poder de turno. Por si no dijeran demasiado por sí solos, la realizadora a veces los contrapone en una misma instancia. El relato en off imita el discurrir -a veces contradictorio- de la conciencia. “Para sobrevivir también hay que olvidar” (se) dice Albertina en un intento por detener -o al menos disminuir- el caudal de recuerdos erigidos en torno a anécdotas personales y familiares, declaraciones propias y ajenas, películas vistas, lugares visitados, reflexiones varias. Como el “cronométrico Funes“, la autora de Los rubios, La rabia, Géminis, 23 pares también lucha contra la hipermnesia. Además de material de archivo pocas veces visto, Cuatreros presenta una inesperada arista borgeana.
Julia Martínez Rubio y Julián Calviño encarnan a dos ex amantes que se toman una noche de verano para desandar el camino que transitaron juntos años atrás. Su desempeño actoral constituye una de las virtudes de Vapor, crónica de una despedida demorada -casi extemporánea- que mañana jueves desembarcará en el cine Gaumont y en el Centro Cultural Cotesma de San Martín de Los Andes. Mariano Goldgrob es el autor de esta ficción que se pre-estrenó en abril pasado en la sugestiva sección Panorama/Pasiones del 18° BAFICI, y que por momentos parece inspirada en la memorable trilogía Antes del amanecer, atardecer, medianoche del estadounidense Richard Linklater. Con escasos recursos técnicos pero con una buena dosis de precisión y sensibilidad, el guionista y director argentino recrea uno de esos reencuentros que se revelan necesarios para cerrar las historias de amor, en especial aquéllas que quedaron truncas. Mientras comparten recuerdos y se ponen al día, los protagonistas deambulan por calles solitarias de una Buenos Aires calurosa y “seca” al decir de ambos. Sin embargo, la directora de fotografía Soledad Rodríguez consigue mostrar el vapor que emana de la confesión de fantasías y de relatos protagonizados por algún fantasma del pasado. Goldgrob retrata dos aristas del amor: su naturaleza inasible y el duelo ante su partida o pérdida definitiva. Acaso para reforzar este segundo aspecto, el reencuentro en cuestión tiene lugar mientras transcurre el velatorio de un ser querido, y termina minutos antes del sepelio. A través de la mirada siempre atenta y de cuerpos que se atraen pero rara vez se tocan, Martínez Rubio y Calviño expresan la pasión, ternura, nostalgia que sienten sus personajes. El amor será inasible, pero los amantes se dejan reconocer, aún cuando el vínculo que los une amenaza con evaporarse.