Atrapados en la ilusión Lo mejor que puede decirse de The Matrix Resurrections (2021), opus apenas correcto que estuvo a punto de abortarse por la terrible pandemia del covid-19, es que funciona como un blockbuster de autor de esos que ya no existen porque prácticamente todo el mainstream de nuestros días está controlado por ejecutivos imbéciles de los grandes estudios cuyas únicas manos derechas son los tarados de marketing y esos directores lambiscones que hacen lo que se les dice, algo que aquí evidentemente no ocurre ya que todos los aciertos y fallos del film que nos ocupa son responsabilidad absoluta de Lana Wachowski, ahora dirigiendo en soledad porque su hermana Lilly, también un transexual, decidió dar un paso al costado tanto para concentrarse en su trabajo en Work in Progress (2019-2021), serie de Showtime, como para procesar la muerte de los padres del dúo en 2019, Ron y Lynne Wachowski. La película se distancia mucho de la trilogía original, aquella de The Matrix (1999) y las dos secuelas filmadas en paralelo, The Matrix Reloaded (2003) y The Matrix Revolutions (2003), porque en esta oportunidad el asunto está volcado hacia la autoparodia constante y sobre todo una autoreferencialidad que es crítica furiosa contra la avaricia y estupidez del Hollywood contemporáneo, siempre obsesionado con continuaciones, remakes, spin-offs y adaptaciones de material ya ampliamente probado, y contra la previsibilidad conservadora y nostálgica en el ámbito de la cultura en general, esquema que también abarca la recepción y por ello hay palazos contra los delirios idiotas y fetichistas del público y de la prensa y el hecho de que muchas veces los creadores se dejan encerrar en burbujas de melancolía que funcionan como un bucle de lo mismo y nunca como génesis de algo nuevo en serio que permita un crecimiento de la imaginación. En este sentido, The Matrix Resurrections deja de lado en buena medida las abstracciones y construye una analogía cuasi fellinesca entre realidad y ficción porque nos regala a un Thomas A. Anderson alias Neo (Keanu Reeves) que ahora es un diseñador y programador de videojuegos que vive tranquilo -y sin molestar a nadie- de la gloria pasada de una trilogía de trabajos que siguen el arco narrativo de los convites previos, señor que se ve obligado a realizar una nueva secuela porque la Warner Bros. lo extorsiona con encarar el proyecto sí o sí ya que lo llevará a cabo de todos modos con o sin su participación, detalle remarcado desde los diálogos que refuerza los numerosos dichos de las Wachowski en relación a la insistencia maniática de la empresa a lo largo de las últimas dos décadas para que se pongan detrás de cámaras para otra película de la saga. La historia es bastante sencilla y retoma el final de The Matrix Revolutions, cuando un Neo endiosado ve morir a Trinity (Carrie-Anne Moss) y salva a la ciudad humana, Sion, de ser destruida por las máquinas al enfrentarse y derrotar al Agente Smith (Hugo Weaving) y su costumbre de clonarse hasta el infinito dentro de la realidad ilusoria que todos conocemos, la Matrix, faena que en apariencia también lo hizo pasar a mejor vida pero definitivamente no: en esta ocasión descubrimos que tanto él como su amada Trinity fueron revividos por el nuevo “gerente” de esta irrealidad por demás engañosa, El Analista (Neil Patrick Harris), y enchufados de nuevo al sistema para mantenerlos a raya y evitar que resurjan de lleno por contacto mutuo esos poderes de una espiritualidad rimbombante que ahora parece que no son propiedad exclusiva del señor sino que abarcan a la fémina también. Desde ya que los dos veteranos, como corresponde a todo corolario con ingredientes de remake camuflada, otra vez viven una vida gris en la Matrix, hoy una San Francisco de diseño, que los condena a la amnesia y a no saber que fueron pareja dos décadas atrás y que ayudaron a sellar la paz con las máquinas, por ello un flamante equipo de rebeldes, encabezado por Bugs (Jessica Henwick), una chica con un tatuaje de un conejo blanco, y una versión más joven y digital de Morfeo (Yahya Abdul-Mateen II), creada por Neo para sus videojuegos inspirados en todos sus recuerdos reprimidos, despierta a Anderson de su cápsula de soponcio orwelliano perpetuo en la granja del mañana, quien a su vez pretende hacer lo propio con una Trinity motoquera que está dopada vía una parentela burguesa, esposo e hijos de por medio símil garantes de su apego a esta mentira esclavista de las máquinas que provoca conformismo y una especie de adicción. Honestamente no hay mucho más para decir acerca del relato en sí salvo que la antigua Sion aparentemente fue destruida y reemplazada por Io, una metrópoli que está logrando cultivar su propia comida y dejar de ingerir basura sintética, y que el Morfeo de carne y hueso de Laurence Fishburne murió en un ataque pomposo que rompió por un tiempo la tregua entre los bípedos y esa inteligencia artificial que extrae su energía de los cuerpos humanos cosechados, por ello la mandamás de Io es una avejentada Niobe (Jada Pinkett Smith), la cual está en contra de la peligrosa misión orientada a desconectar a la otrora novia de Neo porque ello podría verse como una provocación y desencadenar una estrepitosa guerra contra las máquinas en una época de mansedumbre y construcción de una existencia pacifista que mantenga la distancia con respecto a tamaña virtualidad parasitaria. El guión de Lana y sus dos compinches de turno, los novelistas Aleksandar Hemon y David Mitchell, este último el artífice de la novela homónima del 2004 que originó Cloud Atlas (2012), es realmente muy desparejo al igual que la ejecución en términos macros de una serie de ideas en esencia interesantes y/ o valientes, pensemos por un lado que hoy tenemos una autoconciencia y un humor irónico que estaban ausentes en la trilogía original y que se explican por el cinismo parcial aunque decidido de una Wachowski definitivamente harta de los aprietes comerciales de la Warner, compañía que expulsó a las hermanas luego del fracaso de Jupiter Ascending (2015) mientras seguía insistiendo con una continuación de The Matrix, pero con la alegría indisimulable de reencontrarse con los personajes de Neo y Trinity, en pantalla igualados en destrezas y capacidad de acción sobrehumana dentro de una concepción retórica que asimismo empareja a hombres y máquinas, siendo algunas de ellas “buenas” o dóciles, y a machos y hembras, precisamente abandonando la exclusividad masculina en el papel del mesías, y por el otro lado el aprovechamiento de este voluminoso elenco se asemeja a un camino sinuoso debido a que Abdul-Mateen II jamás termina de convencer como el nuevo Morfeo, Henwick resulta demasiado leve en su rol de guerrillera amante de la desobediencia y encima nos topamos con una Christina Ricci totalmente desperdiciada como Gwyn de Vere, miembro del plantel de la empresa de videojuegos que Anderson fundó junto a su insólito socio, Smith (Jonathan Groff), versión más joven y en un inicio también amnésica del personaje que supo interpretar Hugo Weaving, lo que nos lleva a apreciar la otra cara de la moneda, la positiva, ya que lo hecho por Groff, Harris y Pinkett Smith es excelente y por cierto se agradece el cameo tontuelo aunque hilarante de Lambert Wilson como un Merovingio andrajoso que pretende venganza, aquel magnate patético de la información a lo millonario de la web. Reeves creció mucho como actor con el transcurso de los años desde las postrimerías del Siglo XX y ahora no tiene problema alguno para acompañar a una Moss que siempre estuvo perfecta como Trinity, en la trama respondiendo al nombre semi mordaz de Tiffany en materia del olvido al que la condenó la Matrix aggiornada del Analista, un psicólogo estafador -como todos los psicólogos, esos chamanes berretas inflados- que controla en primera persona a Neo y adopta un enfoque más posmoderno para la hegemonía porque privilegia la sumisión intuitiva y epidérmica en detrimento de la partición bélica tajante de la versión previa del poderoso entorno ficticio. Como era de esperar, los diálogos vuelven a combinar la jerga de los ordenadores con el misticismo new age, las estrategias de combate y las reflexiones acerca de la identidad, la cultura, la elección individual, la muerte, los criterios de verdad, el compañerismo, el amor, la política, el control popular, la fe y esa resurrección cristiana del título a instancias de unas máquinas que ya no son tan malas tanto por las “mascotas” del caso, como decíamos previamente unos aparatejos que colaboran en la causa de los mortales, como porque el villano fundamental es una suerte de CEO autónomo que representa el sustrato psicopático, maquiavélico e imprevisible de esas gerencias medias y superiores de los conglomerados capitalistas multinacionales del presente, El Analista, amén de elementos autobiográficos de la propia Lana como por ejemplo la perspectiva transgénero, el trasfondo de metaficción de los videojuegos, una preocupación muy marcada en torno a la vejez y el dolor, la noción de deambular entre las expectativas comunales y la voluntad del sujeto vulnerable de a pie y finalmente este dejo lúdico y cáustico en segundo plano que recupera algo del carácter más convulsionado y ambicioso de Cloud Atlas, Jupiter Ascending, Speed Racer (2008) y Sense8 (2015-2018), serie realizada por las hermanas para Netflix. En buena medida The Matrix Resurrections está craneada como una provocación lisa y llana destinada a molestar en simultáneo a la crítica, el fandom y Hollywood en general porque de hecho defraudará a todos por igual con sus burlas hacia el cyberpunk, las coreografías de Yuen Woo-ping y el inefable bullet time, otrora las marcas registradas de la franquicia y hoy artificios del CGI y la fantasía postapocalíptica y la acción más estandarizada, con su catarata de metraje literal extraído de la trilogía primigenia, apareciendo a cada rato a lo largo de la primera mitad del relato, y con su intermitente y claro déjà vu de cadencia apesadumbrada y/ o romanticona veterana, muy lejos del culto contemporáneo para con la adolescencia, las certezas de libro mierdoso de autoayuda y la mercadotecnia para oligofrénicos a lo factoría Marvel. A pesar de sus desniveles y pasos en falso en lo que atañe al desarrollo de una historia que se hace algo mucho larga y un poco redundante, la realización por lo menos se muestra sanamente irrespetuosa para con el legado de la primera película, lo mejor que hicieron las Wachowski junto a Cloud Atlas y aquella injustamente olvidada ópera prima, Bound (1996), y esquiva la paupérrima fórmula de “más de lo mismo” ya que aquí la autoreflexión sarcástica toma la delantera para continuar pensando en las redes invisibles de todo sometimiento social…
El espejo en el tiempo Con apenas 72 minutos, un metraje ya casi extinto en una época en la que casi todas las películas se pasan por mucho de la duración conveniente porque la mayoría de los cineastas homologan una extensión inflada con un desarrollo narrativo fornido o quizás algo valioso para decir, pretensiones que por cierto son contradichas sistemáticamente por los magros resultados en la praxis artística concreta, Petite Maman (2021), la flamante película de la directora y guionista Céline Sciamma, por suerte deja de lado sus ya aburridos latiguillos acerca del lesbianismo, esos que utilizó extensivamente -y hasta el cansancio, a decir verdad- en Water Lilies (Naissance des Pieuvres, 2007) y Retrato de una Mujer en Llamas (Portrait de la Jeune Fille en Feu, 2019), del mismo modo en que abandona aquel triste intento de cine social sintetizado en Girlhood (Bande de Filles, 2014), típica propuesta arty y cuasi exploitation no asumida por parte de una burguesita blanca tratando de entender a ninfas negras marginales/ de bajos recursos de una gran metrópoli, París en este caso. El quinto largometraje de Sciamma, quien asimismo firmó guiones para terceros como Adam Traynor, Cyprien Vial, André Téchiné, Claude Barras, Bettina Oberli y Jacques Audiard, recupera mucho de la sabiduría humanista que había demostrado en ocasión de Tomboy (2011), aquel interesante retrato de una nena transgénero que no se decidía entre su quid femenino, Laure, y el masculino, Mickaël, ahora recuperando el minimalismo enfocado en la infancia y sustituyendo los devaneos sexuales con el duelo por la muerte del ser querido. La historia es muy sencilla y gira en torno a Nelly (Joséphine Sanz), una mocosa de ocho años que debe enfrentarse a la desaparición terrenal de su abuela en un hogar para ancianos, evento que golpeó fuerte a la niña porque se llevaba muy bien con la veterana pero aún más a su madre (Nina Meurisse), la hija de la fallecida, una fémina de unos 31 años que suele encerrarse en episodios de melancolía que se agravan por el óbito. Nelly, su progenitora y su padre (Stéphane Varupenne), un sujeto bastante simpático que contrasta con la tristeza de su esposa, viajan a la casa de la abuela materna para vaciarla en lo que parece ser la idea de vender de inmediato el inmueble, lo que le trae recuerdos de su infancia a la madre y por ello se marcha de golpe del lugar sin demasiadas explicaciones. Solos la nena y el padre, el hombre se dedica a completar la misión cortoplacista y la chica juega en el bosque lindante a la residencia, donde encuentra a otra niña de ocho años casi idéntica a ella misma que está construyendo una choza precaria con ramas caídas, Marion (Gabrielle Sanz, hermana de Joséphine, ambas maravillosas), quien resulta ser su progenitora en los momentos previos a someterse a una cirugía para no terminar con la cojera de una abuela/ madre aún con vida (Margot Abascal). Las dos juegan a ser actrices, celebran el cumpleaños número nueve de Marion, terminan de construir la choza, reman en un bote inflable hasta una pirámide en un lago y en general comparten instantes durante un puñado de jornadas antes del regreso de la acepción adulta de la madre y la llegada de la hora de la cirugía, faena que resulta exitosa. Como decíamos previamente, Petite Maman esquiva la vuelta directa a la etapa primigenia de la trilogía de historias de aprendizaje o bildungsroman o coming of age de Sciamma, esa de Water Lilies, Tomboy y Girlhood, porque prefiere retomar la delicadeza de la segunda ya que efectivamente se centraba en los problemas de la infancia y no de la adolescencia más traumática de las otras dos películas, sin embargo los verdaderos “puntos de quiebre” con respecto al pasado artístico en su conjunto de la francesa son primero el inusitado ardid fantástico en materia del periplo en el tiempo protagonizado por Nelly cuando recorre determinado camino de la espesura verde, siempre pasando muy cerca de un árbol caído y arrancado de raíz por una aparente tormenta furiosa que como tantas otras cosas queda en pantalla en el campo retórico de lo no dicho, y segundo un tradicionalismo temático que parece homologarse a una especie de madurez por parte de una Sciamma que por un lado por fin afloja con el discurso progre hiper repetido de nuestra posmodernidad, léase el reduccionismo de colocar todo el tiempo en primer plano los dilemas de género e identidad sexual como si los problemas reales, la explotación y el sistema de clases capitalistas, no existiesen o fuesen en serio secundarios, mega delirio que sólo funciona en la mente de las feminazis que se centran en los fetiches ideológicos de las burguesas privilegiadas y dejan al resto de la población a la deriva como buenas egoístas, y por el otro lado se concentra en el dolor producido tanto por el deceso del ser amado como por el simple hecho de crecer. En este sentido, Sciamma cuenta con la inteligencia suficiente para deambular con cuidado y paciencia, como un equilibrista del trayecto hacia la adultez que no olvida las lecciones agridulces de la infancia, en la línea divisoria entre la comarca de la muerte de las ilusiones y del idealismo de la juventud, algo en Petite Maman representado por el hecho no del todo comprendido por Marion, debido a su corta edad, de enterarse por boca de Nelly de que su madre fallecerá cuando ella tenga 31 años, y el campo más afable de la supervivencia de los buenos recuerdos de antaño vía el cariño que uno conoce y experimenta por primera vez cuando niño, detalle interpretado por la trama en términos del vínculo sobrenatural -aunque posible en lo que atañe al espíritu o las abstracciones de la cultura y el afecto compartido- entre las dos mocosas, la niña/ hija y la “pequeña mamá” del título, suerte de asunción por parte de Nelly de que Marion, esa gigantona delante de ella que ante sus ojos parece una anciana, alguna vez fue una purreta que jugaba sola en el bosque porque su mundo y su felicidad se resumían en algo tan básico e importante como construir su versión de su hogar futuro. Desde ya que la realizadora explora este espejo en el tiempo como una hermandad implícita femenina entre generaciones distintas aunque llama la atención el rol crucial que le otorga al único varón del relato, el padre, personaje que quiebra el laconismo bressoniano habitual con unas cuantas sonrisas que parecen decir que los machos son unos pícaros poco adeptos a la dependencia emocional femenina aunque sin ellos todo sería muy aburrido…
Los imbéciles siempre serán imbéciles Un género que se extraña mucho en nuestros días es la vieja y querida sátira, rubro de la comedia que desarma previsibilidades y como el humor en general está muy en declive en nuestra contemporaneidad debido al hecho de que las risas suelen pasarse por el traste toda corrección política demacrada, tienden a provocar a los distintos sectores sociales y tribus urbanas, se muestran irrespetuosas para con las conquistas simbólicas del montón, nunca son universales ni complacientes al cien por ciento y asumen a pura desfachatez su falta de decoro o de buenas intenciones, esas mismas que nos aburren desde el mainstream y el indie porque siempre implican un acto de autocensura creativa en pos de contentar a los retrasados mentales del público que viven encerrados en sus burbujas de causas ortodoxas/ repetición ideológica o ni siquiera consumen cultura ni saben qué carajo es el arte. Por suerte todavía existen directores y guionistas inconformistas como Adam McKay, señor que luego de la maravillosa El Vicepresidente (Vice, 2018), una parodia acerca de Dick Cheney, republicano repugnante vinculado a la mafia capitalista petrolera norteamericana que sirvió de vicepresidente del infradotado y payasesco de George W. Bush -tan psicópata, conservador y maquiavélico como el propio Cheney- durante casi toda la primera década del Siglo XXI, ahora nos entrega No Miren Arriba (Don’t Look Up, 2021), un ataque muy duro a los gobiernos actuales, el sistema de medios de comunicación, las redes sociales y el vulgo internacional en términos macros por su apatía y franca idiotez en lo que atañe a la indiferencia mostrada ante el cambio climático y concretamente el calentamiento global por el crecimiento poblacional, la deforestación masiva y la contaminación incesante desde el Siglo XIX, una mixtura compleja que en pantalla está metamorfoseada en una alegoría narrativa que abarca la amenaza de un cometa en dirección al Planeta Tierra que llegará en seis meses y 14 días, aniquilando a toda la vida existente aunque no sin antes despertar en el pueblo, los mass media y los dirigentes no el miedo y un llamado a la acción sino una negación colectiva muy lastimosa. Como si se tratase de una inversión del planteo retórico de la excrementicia Armageddon (1998), de Michael Bay, en vez de unos héroes maniqueos de la clase obrera aquí tenemos a un trío de científicos que en su camino hacia alertar sobre el peligro se topan con la mugre institucional y el ciclo de la ignorancia, necedad y codicia. Retomando en parte aquella acidez de izquierda de Dr. Insólito o Cómo Aprendí a Dejar de Preocuparme y Amar la Bomba (Dr. Strangelove or How I Learned to Stop Worrying and Love the Bomb, 1964), de Stanley Kubrick, y el entramado coral de la recordada La Gran Apuesta (The Big Short, 2015), retrato de la Crisis Financiera Global del 2008 provocada por la enorme especulación inmobiliaria a través de las hipotecas de alto riesgo o subprime en un mercado siempre al borde del colapso y la histeria súbita, No Miren Arriba se centra en Kate Dibiasky (la perfecta Jennifer Lawrence), una estudiante de la Universidad Estatal de Michigan que una noche descubre por casualidad en un telescopio el mentado cometa del apocalipsis y junto a su profesor, el Doctor Randall Mindy (buena labor de Leonardo DiCaprio), y un aliado en el laberinto administrativo oficial, el Doctor Teddy Oglethorpe (Rob Morgan), tratan primero de avisarle a la presidenta en funciones, Janie Orlean (Meryl Streep), y a su hijo y jefe de gabinete, Jason Orlean (Jonah Hill), consiguiendo nada más que minimizaciones del asunto y una evidente abulia, y luego de difundir en la televisión el descubrimiento del cometa empezando por un magazine para lobotomizados llamado The Daily Rip, conducido por los tarados totales de Jack Bremmer (Tyler Perry) y Brie Evantee (una muy graciosa y bella Cate Blanchett), nuevamente no despertando más que chistes oportunistas, muchas ironías y un ocasional arresto por haber revelado secretos de Estado. Arrinconada por elecciones y un hilarante escándalo sexual, la presidenta acepta enviar una nave espacial para golpear y desviar el cometa, misión suicida encabezada por el militar hiper fascista Benedict Drask (Ron Perlman), no obstante cancela todo cuando interviene un tal Peter Isherwell (Mark Rylance), principal financista de la campaña política de Orlean y magnate del gremio tecnológico y de los celulares que planea generar micro explosiones para que los fragmentos del cometa puedan recobrarse en la Tierra y así aprovechar los valiosos minerales que contienen. Dibiasky y Oglethorpe se bajan del bote institucional en protesta aunque Mindy se queda y empieza un romance con la banal y egoísta de Evantee, a espaldas de su esposa June (Melanie Lynskey), hasta que se cansa del desvarío y también abandona al personaje de Streep, quien se sorprende cuando los drones de Isherwell fallan estrepitosamente y el cometa se estrella contra la superficie del planeta con todo su poderío. Ya desde el mismo principio de la trama, léase desde el primer contacto con la fauna estatal posmoderna, cuando el trío llega a la Casa Blanca y son estafados de manera pueril por el General Themes (Paul Guilfoyle) para que abonen unos snacks y algunas bebidas que en realidad son gratuitas, y cuando los hacen esperar durante horas y horas primero por un cumpleaños y luego porque simplemente se olvidaron de ellos y se fueron del palacio de gobierno a puro individualismo y soberbia del poder, queda claro el odio inconmensurable que McKay siente hacia toda la lacra política por igual, esos demócratas y republicanos que resultan intercambiables y que tan bien quedan resumidos en la Orlean de nuestra sublime Streep, una mujer estúpida y pancista a más no poder que alardea su nepotismo, siempre con su vástago Jason a su lado asintiendo ante todo lo que dice, y que tiene retratos suyos en su despacho con gente como Steven Seagal, Bill Clinton y Mariah Carey, ejemplos de un cholulismo grasiento que se mezcla con el narcisismo y también nos habla acerca del bajísimo nivel intelectual, científico y cultural del grueso de la fauna dirigente del globo de hoy en día. No sólo la pasividad de las elites y de los estratos populares constituye el gran foco de los bombazos discursivos de McKay, aquí firmando el guión a partir de una historia original craneada en conjunto entre el susodicho y el periodista David Sirota, ya que es también el antiintelectualismo insistente contemporáneo el otro núcleo fundamental del film en consonancia con una falta de conocimiento y de un mínimo interés en la búsqueda de la verdad, lo que implica cotejar diversas fuentes para formarse opinión al respecto de esto o aquello, por parte de unas mayorías que son manipuladas fácilmente por las cúpulas y subdivididas en sectores opuestos que incluyen los que exigen la destrucción del cometa, aquellos que denuncian un alarmismo injustificado y finalmente esos que aseveran que el cuerpo celeste ni siquiera existe, partición ideológica que replica en parte las divisiones en torno a la pandemia del covid-19 y sobre todo el tópico de las vacunas de unos laboratorios mafiosos y avaros hasta la médula, pensemos en aquellos que prefieren no inyectarse un producto en fase de prueba y con corolarios imprevisibles a largo plazo y aquellos otros que obedecen como cieguitos en una habitación hermética a las voces que llegan tanto desde los gobiernos como desde los popes del mercado, obligatoriedad de inoculación de por medio. La propuesta de McKay, en materia de los antihéroes y villanos, también demuestra ser lo suficientemente enrevesada como para fascinar desde múltiples facetas, recordemos que Mindy toma la forma de un burgués cobardón que se vende al establishment ante la primera oportunidad, Oglethorpe hace las veces de una rara avis porque es el académico con cintura política y una sensatez que ya no existe en las tecnocracias mercenarias y usureras actuales y Dibiasky, en última instancia, representa a la burguesía de izquierda que se aferra a sus convicciones sin jamás soltarlas y prefiere el exilio antes que verse traicionando sus ideales en pos de la autenticidad y la justicia, por ello de hecho regresa a Michigan y comienza una relación muy improvisada con un muchacho al paso, Yule (Timothée Chalamet), y del mismo modo hay que considerar que la presidenta Orlean no es más que un títere patético del poder económico, verdadero centro de decisiones de ese nuevo capitalismo hambreador, especulador y ultra concentrado que en el relato queda antropomorfizado en la figura del extravagante Isherwell del genial Rylance y su conglomerado informático, Bash, uno de esos multimillonarios apestosos de los celulares, la todopoderosa Internet y sus algoritmos que se sienten dueños del mundo y encuentran caras varias en la praxis como las de Bill Gates, Mark Zuckerberg o el ya fallecido Steve Jobs. Con un excelente desempeño de todo el elenco y palos adicionales al mainstream cultural planetario vía una parejita de ídolos pop bien chatarras e hipócritas, Riley Bina (Ariana Grande) y DJ Chello (Kid Cudi), No Miren Arriba indaga en el juego de las traiciones a terceros y a uno mismo en el reino de los imbéciles que siempre serán imbéciles, hagan lo que hagan, porque no pueden concebir sus vidas por fuera de unos discursos homogéneos del statu quo destinados a garantizar la indolencia generalizada, el cinismo y las peleas bobas eternas mientras la masacre final se avecina, sin embargo la película no llega a ser perfecta por algunos baches en su desarrollo, una duración bastante superior a la deseable y cierta indecisión entre el humor seco y la farsa hiperquinética a toda pompa. Como decíamos anteriormente, en suma se agradece el trabajo de McKay en una coyuntura de una pobreza cinematográfica absoluta en el terreno de las sátiras porque permite burlarnos de la dependencia tecnológica a gran escala y de la mediocridad escapista de una humanidad que hoy marcha campante al suicidio ambiental…
Las enfermedades sociales Amor sin Barreras (West Side Story, 1961), dirigida por Robert Wise y Jerome Robbins y basada en el musical homónimo de Broadway de 1957 con libreto de Arthur Laurents, letras de Stephen Sondheim y música de Leonard Bernstein, en primera instancia fue una de las propuestas fundamentales de transición entre el musical clásico hollywoodense de los 40 y 50, artificial y tontuelo hasta la médula, y el musical autoreflexivo de los 70 y 80, el del genial Bob Fosse de Sweet Charity (1969), Cabaret (1972) y All That Jazz (1979), en donde se invierte la lógica narrativa hasta ese momento preponderante porque las canciones adquieren un dejo ilustrativo con respecto al desarrollo de personajes y no un rol decisivo en materia de la acción, un relato que comienza a avanzar por las secuencias dramáticas tradicionales sin música de por medio cual énfasis tácito en el parecer nihilista de fondo acerca del sustrato muy poco poético aunque culminante de la vida mundana de la mayoría de los mortales, planteo que por supuesto implica a su vez una burla por lo bajo hacia las sonseras formales fastuosas del período previo. La película incluso ofrecía una andanada de composiciones en verdad maravillosas, muchas de las cuales se transformaron en latiguillos del formato y hoy por cierto superan con creces a sus homólogas de tantas realizaciones semejantes, y además supo meterse con tópicos candentes de su época que definitivamente no han perdido vigencia con el transcurso de los muchos años desde entonces, como por ejemplo los problemas de la convivencia metropolitana entre colectividades muy diferentes, todos los prejuicios que intervienen y acrecientan las suspicacias del caso, la xenofobia de los anglosajones contra los inmigrantes latinos, el papel represor, bobo e intimidante de las autoridades policiales en la modernidad, los rituales juveniles de las capas marginales de las comunidades y en especial el surgimiento de las tribus urbanas durante las décadas de los 50 y 60, génesis que en el musical primigenio y el legendario opus de Wise toma la forma de dos pandillas de Nueva York, los Jets y los Sharks, caucásicos los primeros y boricuas los segundos, que siguen a los Montesco y los Capuleto de Romeo y Julieta (Romeo and Juliet, 1597), la tragedia de William Shakespeare que inspiró a la trama a lo folletín culto. Steven Spielberg, cuando decidió encarar su versión de esta faena de amor prohibido entre exponentes de sectores supuestamente opuestos de la sociedad, repitió en público una y otra vez que su proyecto sería una nueva traslación cinematográfica del musical de 1957 pero la verdad es que el grueso de los espectadores leerá a Amor sin Barreras (West Side Story, 2021) como una remake de la joya eterna de 1961 por el simple hecho de que el cine es el lenguaje audiovisual predominante en todo el globo y el teatro lejos está de hacerle sombra, interpretación que de todos modos se condice en parte con los resultados artísticos del film de un director ya veterano con una carrera reciente sumamente despareja y/ o errática, basta con recordar trabajos mediocres como Las Aventuras de Tintín (The Adventures of Tintin, 2011) y El Buen Amigo Gigante (The BFG, 2016), otros apenas correctos en sintonía con Caballo de Guerra (War Horse, 2011), Lincoln (2012) y The Post (2017) y un par de obras estupendas como Puente de Espías (Bridge of Spies, 2015) y Ready Player One (2018), ensalada que pone en primer plano su mentada ciclotimia entre la oscuridad descarnada de la vejez y la luminosidad de aquella juventud de los 70 y 80 que todavía sigue marcando el horizonte ideológico/ ético mediante un humanismo plagado de citas cinéfilas y un contexto donde la familia -ya sea la biológica/ heredada o aquella de la vida adulta, la de las parejas y los amigos elegidos- adquiere un rol crucial. Una vez más los Jets liderados por Riff (Mike Faist) y los Sharks de Bernardo (David Álvarez) se disputan un puñado de manzanas de Nueva York sin darse cuenta que ambas pandillas se parecen bastante, lo que lleva al amor entre el mejor amigo de Riff, Tony (Ansel Elgort), y la hermana de Bernardo, María (Rachel Zegler), clan puertorriqueño de inmigrantes que viven en un barrio apartado de los anglosajones. Bernardo, cuya pareja es Anita (Ariana DeBose), desea que su hermana salga con el anteojudo Chino (Josh Andrés Rivera), un estudiante de contabilidad, no obstante la chica se obsesiona con Tony, el cual trabaja en la farmacia de Valentina (Rita Moreno) y termina matando a Bernardo de un raudo cuchillazo luego de que éste asesinase a Riff en un enfrentamiento pautado para decidir quién controlará en adelante el territorio en pugna. Aunque no lo reconozca del todo el realizador tiene muy presente al convite de Wise y de hecho su versión arranca con un travelling en plan ofrenda que reemplaza las tomas aéreas de antaño por una descripción a ras del suelo del nuevo fetiche temático, uno hiper cómodo a nivel conceptual porque supone jugar con el diario de mañana ya leído, hablamos de una gentrificación, léase la reconversión de vecindarios derruidos o marginales en condominios de lujo vía especulación capitalista y diversas tácticas mafiosas de parte del Estado y los parásitos de las agencias inmobiliarias y los estudios de arquitectura, que por un lado funciona como una metáfora eficaz en materia de denunciar las estratagemas más espurias del poder público, hoy más que nunca en detrimento de los que menos tienen porque los norteamericanos nativos fueron inmigrantes blancos de otras épocas que no pudieron trepar a la clase media y los puertorriqueños, por su parte, continúan realizando tareas y oficios de excluidos por pura discriminación social consensuada, y por el otro lado lamentablemente banaliza a la trama en su conjunto porque tiende a boicotear desde el derrotismo nostálgico posmoderno, uno que conduce a la apatía o el odio inmóvil, a la lucha de los jóvenes entre sí y por su independencia identitaria/ tribal/ romántica ya que se da por sentado que ambos bandos padecerán de igual manera la expulsión de sus hogares en el corto plazo a instancias de una institución policial representada nuevamente por el Teniente Schrank (Corey Stoll) y el Oficial Krupke (Brian d’Arcy James), hoy más que basureadores de los adolescentes unos encargados de garantizar la paz hasta que sean desalojados para la reestructuración inmobiliaria en favor del capital concentrado y la alta burguesía. Más allá de algún que otro subrayado grueso que cae en el fetiche del nuevo milenio para con las sobreexplicaciones, como esa charla entre Tony y Riff en la que el primero nos aclara un montón de veces que se desentiende de los Jets porque maduró, más redundancias acerca del pasado inmediato como delincuente juvenil de Tony, su año en la cárcel y su buena relación con la maternal Valentina, el guión de Tony Kushner está bastante bien y respeta lo realizado por Ernest Lehman en 1961 aunque volcándose más hacia aquel orden de las canciones de las tablas. Spielberg hace exactamente lo que se espera de él en esta etapa de su trayectoria, primero oscureciendo la bella fotografía de Janusz Kaminski para alejarla de esos colores histéricos de la de Daniel L. Fapp para Wise y Robbins aunque reteniendo cierto impulso realista en materia del retrato de la mugre y de la crudeza metropolitana en su acepción mainstream, y segundo tratando de diferenciarse todo lo posible del gran clásico de los 60, como decíamos previamente, reordenando los números musicales, cambiando quién canta qué canción y a quién y sobre todo convirtiendo al querido Doc de Ned Glass, la figura sabia de la faena, en esta Valentina de Rita Moreno, quien en su momento supo componer a una Anita que era salvada por Doc de ser violada por los Jets y ahora rescata al personaje de DeBose en una secuencia que le baja demasiado la intensidad dramática al asunto desde un tufillo formal marketinero/ conservador que parece tener miedo de representar el abuso sexual, pensemos que la misma escena en el opus de Wise era más larga, más morbosa y estaba más orientada a apuntalar la dialéctica discursiva porque le importaba un comino la inexistente solidaridad femenina y el hecho de espantar a las feminazis que podrían estar viendo la película. Elgort está perfecto en lo suyo y no nos hace extrañar al igualmente simpático Richard Beymer y lo mismo puede decirse de un Faist que construye a un Riff más deprimente y peligroso que su homólogo algo aniñado de Russ Tamblyn, sin embargo sinceramente se extraña un montón a Natalie Wood porque su estampa era inconmensurable y la presente Zegler puede cantar sus propias canciones y no tener un acento latino ridículo pero carece del carisma de una Wood irremplazable, y en lo que atañe al resto del elenco principal -Álvarez, Rivera, DeBose, Stoll, James, etc.- todos están muy bien en sus respectivos personajes y por suerte aquí se decidió conservar al marimacho de Anybodys (antes Susan Oakes, hoy Iris Menas), lesbiana que anhela con pasión ser parte de los Jets y muta en la espía por antonomasia de los varones, y esta Moreno de 89 años aún cumple de maravillas como actriz, por ello se la premia haciéndola cantar el hit del musical, Somewhere, objeto de covers por parte de The Supremes, Barbra Streisand, Phil Collins, Pet Shop Boys y Tom Waits, entre muchos otros. Las coreografías de Justin Peck, siguiendo la eficacia de la propuesta pero no mucho más, son muy loables aunque no llegan al nivel de calidad de las magníficas de Robbins para Broadway y Hollywood, un señor que en un inicio se hizo cargo de los números musicales hasta que fue echado por The Mirisch Company, la productora de la propuesta de 1961, por pasarse de presupuesto en el rodaje, ganándose el apoyo de Wise, Bernstein y Laurents, un trío que siguió colaborando con el coreógrafo a pesar de que Robbins testificó en el infame Comité de Actividades Antiestadounidenses durante la caza de brujas anticomunista y los mismos Bernstein y Laurents habían sido incluidos en las listas negras. En este sentido, el diseño de títulos de Adam Stockhausen, Edward Bursch y el propio Spielberg no le llega a los talones a lo hecho por Saul Bass en el opus original, recordemos esos graffitis del final que hoy son en cierta medida también homenajeados, y la sutil edición de Sarah Broshar y Michael Kahn dignifica a esta remake maquillada pero no tiene punto de comparación con aquella de Thomas Stanford, artífice de un montaje bastante abstracto que en el recordado prólogo anticipaba la dinámica de los videoclips al presentarnos la rivalidad entre los Jets y los Sharks mediante un encadenamiento temporal difuso que cubría un extenso período de tiempo condensado en pantalla en apenas unos minutos, antinomia con respecto a las dos jornadas que abarcaba la película de Wise. Spielberg por momentos pareciera reconocer la inferioridad y por ello se contenta con redondear un trabajo muy medido a escala anímica y respetuoso para con el pasado que aggiorna detalles varios aquí o allá, como la mencionada gentrificación y el intento muy light de violación en manada, sin modificar a escala general este análisis de las “enfermedades sociales” de la explotación, el ninguneo y esos recelos paranoicos burgueses a los que apunta la letra de Gee, Officer Krupke, canción que todavía en nuestros días funciona como una parodia astuta de la criminalización de la adolescencia a nivel institucional, a la que se suman América, sobre la xenofobia y la farsa del “sueño americano”, composiciones lúdicas en línea con Cool, I Feel Pretty y Jet Song e himnos de la balada romántica idealista como María, One Hand, One Heart y la misma Somewhere…
Alarma de contaminación Acorde con la impaciencia e impulsividad de las sociedades contemporáneas, Hollywood cada vez deja pasar menos y menos tiempo entre el supuesto remate de una franquicia y su relanzamiento a toda pompa, tomemos de ejemplo Resident Evil: Bienvenidos a Raccoon City (Resident Evil: Welcome to Raccoon City, 2021), opus de Johannes Roberts, séptima entrega de una saga que comenzó con Resident Evil (2002), de Paul W.S. Anderson, y que se suponía había finiquitado con Resident Evil: Capítulo Final (Resident Evil: The Final Chapter, 2016), también de Anderson, señor que por cierto viene de dirigir la formalmente semejante Monster Hunter (2020), a su vez protagonizada por su esposa desde 2009, Milla Jovovich, estrella de toda la andanada de películas hasta el día de la fecha vía el rol de Alice, personaje creado para los films que no estaba en los míticos videojuegos originales de Capcom. El errático Roberts, director y guionista que aquí cae al nivel de la anterior Terror a 47 Metros: El Segundo Ataque (47 Meters Down: Uncaged, 2019) y no puede regresar al esquema retórico de las simpáticas A 47 Metros (47 Meters Down, 2017) y Los Extraños: Cacería Nocturna (The Strangers: Prey at Night, 2018), ésta una secuela muy tardía de Los Extraños (The Strangers, 2008), joya del slasher de Bryan Bertino, se propone dejar de lado el manto de cine de acción hiper delirante de Anderson, a quien sinceramente jamás le interesaron demasiado los videojuegos japoneses originales, y retomar aquella claustrofobia tradicional de las consolas y la atmósfera de terror asfixiante de supervivencia que caracterizó a la saga antes de su arribo al séptimo arte y la consiguiente metamorfosis. Proponiéndose redondear una especie de reboot que asimismo es precuela porque en esta oportunidad se narra la propagación en Raccoon City del infaltable virus creado y pulido por Umbrella, una compañía farmacéutica, en calidad de arma biológica que zombifica y genera mutaciones a diestra y siniestra, Roberts en primera instancia borra por completo el personaje de Jovovich y lo reemplaza de manera tácita por Claire Redfield, la protagonista original de los videojuegos que aquí cae en manos de la bella y eficaz Kaya Scodelario y que ya había tenido una generosa participación -aunque aún en términos de secundario- vía la anatomía de Ali Larter en Resident Evil 3: Extinción (Resident Evil: Extinction, 2007), de Russell Mulcahy, Resident Evil 4: La Resurrección (Resident Evil: Afterlife, 2010), otra de Anderson, y la mencionada Resident Evil: Capítulo Final, ese cierre narrativo que no fue tal ni mucho menos. La historia en sí es microscópica y se asemeja a un relato coral que pretende cubrir la suerte de una retahíla de sobrevivientes de la debacle zombie entre los que se destacan Redfield y su hermano mayor, el policía Chris (Robbie Amell), los cuales eventualmente deberán enfrentarse al máximo representante de Umbrella dentro de la lógica de la trama, el maquiavélico Doctor William Birkin (Neal McDonough), científico de índole frankensteiniana que ni se inmuta por la crueldad de sus experimentos en nombre de la corporación ni por el hecho de que utiliza a pobres huerfanitos en el hospicio de turno propiedad de la firma, sede de la acción como otros entornos clásicos de las consolas como la comisaría y la Mansión Spencer, ejes del segundo y primer videojuego, respectivamente. Resident Evil: Bienvenidos a Raccoon City, efectivamente, se mantiene mucho más cerca de la experiencia lúdica primigenia pero también deja en evidencia que ésta no se adapta del todo bien a un contexto cinematográfico que requiere mayor desarrollo porque aquí no hay jugadores que puedan participar en tercera persona de lo acontecido sino espectadores que dependen de los personajes en cuestión, los cuales sinceramente dejan bastante que desear y por supuesto el cansancio de la saga tampoco ayuda demasiado que digamos, todo ya visto hasta el hartazgo tanto en los productos de Capcom como en el ámbito del séptimo arte, aquí quedando muy en primer plano toda la cinefilia loable aunque redundante de un Roberts que retoma la contaminación y la destrucción final de El Regreso de los Muertos Vivos (The Return of the Living Dead, 1985), neoclásico de Dan O’Bannon, el diseño de criaturas y la algarabía espeluznante del Stuart Gordon circa Re-Animator (1985) y Desde el Más Allá (From Beyond, 1986) y especialmente el acecho meticuloso del John Carpenter de Asalto al Precinto 13 (Assault on Precinct 13, 1976), Halloween (1978), La Niebla (The Fog, 1980), Escape de Nueva York (Escape from New York, 1981), La Cosa (The Thing, 1982), El Príncipe de las Tinieblas (Prince of Darkness, 1987), Sobreviven (They Live, 1988), En la Boca del Miedo (In the Mouth of Madness, 1994) y Vampiros (Vampires, 1998), entre otras faenas que hicieron de la combinación de conspiraciones, agite horroroso y antihéroes extraídos del western su horizonte ideológico y razón de ser, mixtura que el amigo Johannes intenta copiar sin mayores logros a la vista que el gesto nostálgico en sí. Si nos limitamos a las comparaciones dentro de la misma saga, este flamante eslabón de la interminable cadena tampoco consigue acercarse en lo que atañe a entretenimiento hueco/ pasatista/ ultra tontuelo a la realización original del 2002 ni a sus dos corolarios iniciales, Resident Evil 2: Apocalipsis (Resident Evil: Apocalypse, 2004), de Alexander Witt, y la nombrada Resident Evil 3: Extinción, umbral de calidad que por cierto no es precisamente elevado si recordamos que el británico Anderson empezó su derrotero profesional con las cada día más lejanas Shopping (1994), Event Horizon (1997) y Soldier (1998), opus de lo más disfrutables dentro de su impronta trash con un presupuesto digno, y el propio Roberts hasta Terror a 47 Metros: El Segundo Ataque y Resident Evil: Bienvenidos a Raccoon City parecía haberse instalado en una sana Clase B paradójicamente mainstream gracias a Los Extraños: Cacería Nocturna y A 47 Metros, obras que nos llevaron a olvidar a conciencia sus calamitosos orígenes vía las muy fallidas F (2010), Roadkill (2011), Storage 24 (2012) y El Otro Lado de la Puerta (The Other Side of the Door, 2016). Si bien cuenta con una primera mitad de presentación de personajes más o menos decente, la verdad es que el resto del convite puede leerse como una enumeración bastante palurda de estereotipos de las hecatombes de muertos vivientes y mutantes varios de aquel inefable “survival horror” de antaño, hoy con un CGI que lejos está de conseguir emular en serio a los queridos practical effects de Gordon y con un periplo que cae muy por debajo tanto del cine de O’Bannon y Carpenter como de los acertijos, la exploración y las gloriosas carnicerías de las consolas…
Entre el gueto y Cenicienta Las biopics hollywoodenses posmodernas, léase desde la década del 80 en adelante, suelen dividirse de manera muy taxativa entre aquellas de derecha, casi siempre incentivando algún tipo de valor nacional/ patrio/ chauvinista, y las otras de izquierda, ahora centrándose en un héroe del pueblo o en un burgués que consigue ascender a escala social o alcanzar un reconocimiento en sus propios términos, aunque vale aclarar que las combinaciones de ambas vertientes están a la orden del día y no es tan inusual encontrarse con híbridos como Rey Richard (King Richard, 2021), de Reinaldo Marcus Green, evidentemente una biopic que comenzó siendo acerca de las hermanas Venus y Serena Williams, dos de las tenistas más famosas y acaudaladas del planeta, y en algún punto del desarrollo del proyecto todo se orientó hacia el progenitor de las mujeres, Richard Williams, debido a que Will Smith se interesó en protagonizar la propuesta y producirla a través de su compañía Westbrook Studios, en copropiedad con James Lassiter. Suerte de metáfora sobre la humildad, la unión familiar y el trabajo duro y sostenido, tres de los latiguillos del Hollywood más maniqueo y populista, el film de Green explora la estela de la corrección cultural sentimentaloide e hiper previsible y la cobardía de trabajar sobre terreno político ganado de sus obras previas, Monstruos y Hombres (Monsters and Men, 2018) y El Buen Joe Bell (Good Joe Bell, 2020), la primera acerca de la costumbre policial de asesinar a afroamericanos y la segunda sobre la discriminación de los homosexuales y la protesta contra el bullying, así llegamos al presente combo de estigmatización social que gira en torno a la intención de una familia de negros de dedicarse a un deporte tradicionalmente de blancos como el tenis, con todas las redundancias retóricas y discursivas posibles del caso tratándose además de dos hembras. Lejos de biopics recientes y muy interesantes, en sintonía con Spencer (2021), de Pablo Larraín sobre Diana, Princesa de Gales alias Lady Di, Respect (2021), de Liesl Tommy acerca de Aretha Franklin, Los Ojos de Tammy Faye (The Eyes of Tammy Faye, 2021), de Michael Showalter sobre la televangelista del título, y hasta La Casa Gucci (House of Gucci, 2021), de Ridley Scott acerca de Patrizia Reggiani, su esposo Maurizio Gucci y el resto del clan de oligarcas italianos de los artículos de cuero para el jet set, Rey Richard opta por transformar a las tenistas en algo así como personajes secundarios de su propia historia y por volcar todo el núcleo fundamental del relato hacia el Richard de Smith, un guardia de seguridad nocturno que oficia de entrenador de las chicas desde muy corta edad a la par de la madre, Oracene “Brandy” Williams (Aunjanue Ellis), una enfermera que ya tenía tres hijas con otro hombre que terminó falleciendo, por ello el propio Richard, su segundo marido, nos aclara desde el principio que las púberes, Venus (Saniyya Sidney) y Serena (Demi Singleton), fueron una inversión consciente por parte de una pareja que siempre quiso convertirlas en campeonas mundiales para salir del gueto en Compton, Los Ángeles, y hacerse ricos con la disciplina férrea de las prácticas y una humildad que les permita diferenciarse del grueso de los millonarios imbéciles que se la pasan presumiendo su dinero y poder. Pasando por gangsters negros y el ninguneo típico de los clubes de tenis para con los menesterosos, los Williams deberán sobrellevar discusiones internas, aquí sin duda simbolizadas en la obstinación y/ o ortodoxia paranoica de Richard en oposición a la “mano blanda” de su esposa, y una sustitución de entrenadores para crecer en esta carrera deportiva y bien comercial, Paul Cohen (Tony Goldwyn) por Rick Macci (Jon Bernthal). Sinceramente los 145 minutos del metraje son por demás excesivos y el guión de Zach Baylin, un vestuarista y asistente de producción devenido en libretista, jamás termina de convencer en cuanto a esta perspectiva algo mucho forzada desde los ojos del padre, una versión afroamericana, caprichosa y cuasi dictatorial -y en consonancia, típicamente propia del acervo melodramático y los engranajes del folletín- de esos progenitores histéricos de la comarca blanca norteamericana que viven obsesionados con exprimir a sus hijos para que tengan las carreras en el rubro que sea que ellos no tuvieron, sumando presión y arruinando la infancia de los purretes en cuestión. Rey Richard intenta explicitar una y otra vez que el personaje de Smith pretende mantener inmune a la niñez/ adolescencia de sus vástagos para que se desarrolle de manera normal, en esencia balanceando la necesidad de generar expectativas alrededor del talento de las adolescentes, por un lado, y esta idea de dejarlas llevar una existencia tranquila lejos de los buitres del capitalismo de los espectáculos de masas, por el otro lado, no obstante la película cae en el mismo problema de Marianne & Leonard: Palabras de Amor (Marianne & Leonard: Words of Love, 2019), el documental de Nick Broomfield sobre la relación romántica entre Leonard Cohen y Marianne Ihlen, donde continuamente se insertaba en la crónica de turno a la musa del primer período profesional del célebre cantante y compositor canadiense cuando ya se habían separado y sinceramente la mujer ya no tenía influencia alguna en la vida y el devenir artístico del hombre, planteo que en este caso se traduce en la presencia intrusiva y por momentos exasperante de Richard en lo que debería haber sido un relato consagrado a seguir la vida de las hermanas en ese ecosistema tenístico de los 90 poco adepto a la diversidad racial. Vale sincerarse y decir que la película no es tan cínica como uno podría esperar a priori viniendo de un embaucador cíclico y siempre en pose como Smith, en esta oportunidad obligándose a sí mismo a abandonar la máscara de payaso canchero indomable o supuesto seductor, en línea con lo hecho en anomalías de su periplo cinematográfico como Ali (2001), de Michael Mann, y La Verdad Oculta (Concussion, 2015), de Peter Landesman, con el objetivo manifiesto de calzarse los zapatos de un “sujeto común” que conoce la pobreza -en su acepción yanqui, por supuesto, con casita modelo y una estabilidad que todos desconocemos en el Tercer Mundo- y debe transformarse en un cuentapropista del deporte hasta que por fin consigue vender a las hembras, sus experimentos y ahorros con patas de toda la vida, a las elites más concentradas y poderosas del deporte internacional. Esta reformulación del cuento de La Cenicienta, modestia y escalera empinada comunal de por medio, esconde bajo la alfombra -o apenas nombra al paso- que Richard Williams ya tenía otra familia cuando se casó con Oracene, una con la friolera de cinco hijos a la que abandonó, a lo que se suma la presencia de varios niños extramatrimoniales y el hecho de que después de divorciarse en 2002 de la susodicha se casó con una chica de la edad de sus hijas, con la que tuvo otro vástago más, amén del extenso historial de Venus y Serena en acusaciones de partidos arreglados y comportamiento violento contra árbitros, siempre autovictimizándose en las canchas cuando les conviene por ser mujeres o negras cuando en realidad son magnates desde hace décadas con un grado gigante de impunidad. Sin ser una realización memorable pero tampoco un desastre, Rey Richard cae en un terreno intermedio que por lo menos rescata momentáneamente a Smith de su catarata de bodrios habituales…
Melodrama del poder Gucci, compañía italiana asentada principalmente en Florencia y dedicada a la fabricación de artículos de cuero para el segmento social más pudiente, fue fundada en 1921, hace cien años, por Guccio Gucci, quien había trabajado de maître en Londres durante un tiempo y conocía de primera mano el gusto de la alta burguesía. Amparado en el trabajo de artesanos de mediados del Siglo XX y en una buena selección de materias primas y tomando como patrón lo visto tanto en Londres como en París, Guccio creó primero una tienda de maletas que se fue diversificando de a poco para incluir bolsos, cinturones, mocasines, guantes y baúles, consiguiendo sobrevivir a la Segunda Guerra Mundial al sustituir el cuero, uno de los faltantes en la economía bélica, con materiales alternativos como el lino y el algodón, lo que no redujo su popularidad entre el segmento aristocrático y el jet set de la época. Con motivo del óbito de Gucci en 1953, son sus tres hijos cruciales quienes se hacen cargo del negocio para modernizarlo con técnicas de posicionamiento de marca e internacionalizarlo mediante sucursales, así Vasco se concentró en Florencia, Rodolfo pasó a controlar una nueva tienda en Milán y Aldo se trasladó a Nueva York para desembarcar en el mercado estadounidense. El crecimiento de la empresa fue monumental durante los 60 y 70 pero el esquema de poder cambia luego del fallecimiento en 1975 de Vasco, generando una partición de acciones entre Rodolfo y Aldo que eventualmente provocaría una leve mayoría del primero sobre el segundo. Rodolfo había intentado salirse de la familia siendo actor bajo el seudónimo de Maurizio D’Ancora pero al volver al clan jamás le dedicó el tiempo que Aldo le ofrecía a la compañía, quien a su vez ninguneaba a su propio hijo, Paolo, por considerarlo un diseñador de moda mediocre y beneficiaba al vástago de su hermano, Maurizio, el cual había estudiado abogacía y no tenía experiencia alguna en los negocios. Rodolfo muere en 1983 y su hijo pasa a controlar la mayoría de las acciones y opta por traicionar a Aldo para hacerse de la firma, por ello lo denuncia ante el fisco norteamericano por declaraciones fraudulentas y evasión, movida que le genera un año de prisión, y el tío después se venga denunciando que falsificó la firma de su padre en los documentos del traspaso sucesorio accionario en Italia, obligándolo a exiliarse en Suiza. Maurizio había utilizado el dinero de Investcorp, un buitre árabe de inversiones asentado en el Reino de Bahréin, para expulsar a Aldo pero termina él mismo echado de la compañía por sus gastos inflados y su incompetencia como cabeza de la empresa, la cual en los 90 es dirigida por el otrora abogado de la familia, Domenico De Sole, y su diseñador estrella, Tom Ford, hasta que Investcorp la vende a Kering, un conglomerado francés de marcas de lujo propiedad del magnate François Pinault que se hace cargo del management, ya en el nuevo milenio. Ahora bien, toda esta historia sería una más dentro de esas perfidias y el sustrato caníbal, impiadoso y maquiavélico del capitalismo si no fuera por la bizarra intervención de Patrizia Reggiani en una fase muy específica de este periplo, hablamos de la esposa entre 1972 y 1994 de Maurizio Gucci: Patrizia, apellidada en un inicio Martinelli, era hija de una tal Silvana que vivía en la pobreza y que la crío como madre soltera hasta que a la edad de 12 años la chica fue adoptada por el flamante marido de su progenitora, Ferdinando Reggiani, un ricachón del gremio del transporte con una generosa flota de camiones a su disposición, estratagema de súbito ascenso social mediante el sexo y el antiguo arte de saber elegir al macho que Patrizia eventualmente reproduciría cuando a los 24 años se casa con Maurizio, a quien había conocido en una fiesta y con el cual novió bajo la condena de un Rodolfo que rápidamente se dio cuenta que estaba delante de una arpía trepadora en busca de la fortuna de su hijo, planteo conflictivo que de todos modos generaría una suerte de reconciliación a principios de los 80, justo antes de la muerte del patriarca, fundamentalmente debido al nacimiento de los vástagos del matrimonio, Alessandra en 1976 y Allegra en 1981, únicas nietas del jerarca agonizante. Se supone que Reggiani, devenida Gucci, fue fundamental en la guerra contra las falsificaciones de artículos y las infracciones de marca intra parentela y en la metamorfosis de Maurizio desde un abogado que como su primo, Paolo, deseaba abandonar el clan por considerarlo asfixiante hacia el inusitado “redescubrimiento” de su identidad como miembro del linaje y esa eclosión de una ferocidad empresaria con vistas a controlar en exclusividad el emporio, influencia que por cierto pagó muy cara ya que la mujer era un tanto posesiva y no vio con buenos ojos que la abandonase en 1985 en un supuesto viaje de negocios a Florencia que derivó en la separación definitiva de la pareja y un nuevo vínculo entre el hombre, por entonces cabecilla máximo de Gucci a la par del jerarca de Investcorp, Nemir Kirdar, y Paola Franchi, amiga de la infancia de Maurizio y ex esposa del acaudalado Giorgio Colombo. Patrizia, obsesionada con no perder a su mina de oro y sobre todo con evitar el casamiento con Franchi porque significaría la reducción a la mitad de su pensión alimenticia, en 1995 no tuvo mejor idea que contratar a un sicario, Benedetto Ceraulo, el dueño de una pizzería con deudas, para que mate a su marido vía una intermediaria y amiga, Giuseppina “Pina” Auriemma, psíquica algo estrafalaria. Reggiani recibió una condena de 29 años de prisión por el asesinato de Maurizio que luego bajaron a 26 porque sus abogaron supieron alegar que en 1992 padeció de un tumor cerebral que fue eliminado aunque pudo afectar su estado mental, saliendo libre en 2016 luego de 18 años tras las rejas para encarar una batalla legal con sus hijas por el patrimonio de su ex marido. Ridley Scott llevaba prácticamente dos décadas queriendo rodar este accidentado derrotero desde que se topó con La Casa Gucci: Una Historia Real de Asesinato, Locura, Glamour y Codicia (The House of Gucci: A True Story of Murder, Madness, Glamour, and Greed, 2000), crónica de la periodista especializada en moda Sara Gay Forden, por ello para su díptico de regreso a la dirección, la presente La Casa Gucci (House of Gucci, 2021) y la inmediatamente previa El Último Duelo (The Last Duel, 2021), luego de las relativamente lejanas Alien: Covenant (2017) y Todo el Dinero del Mundo (All the Money in the World, 2017), decidió enfocarse en las matufias de las elites, en la dialéctica de las apariencias y el estatus social y concretamente en esa frontera difusa en la que lo privado se convierte en lo público porque ambas dimensiones están unidas desde el vamos, pensemos en este sentido que El Último Duelo puede transcurrir en la Francia del Siglo XIV y La Casa Gucci en la Europa y los Estados Unidos de las décadas del 70, 80 y 90 pero las dos son melodramas fastuosos del poder en el que se subraya no sólo el puterío y las miserias mundanas de la oligarquía sino asimismo la dinámica estándar de la hegemonía en términos de disputas o ataques institucionales y personales que implican un proceso de fagocitación del pez más pequeño -o peor “situado” en un instante específico- por parte del depredador más grande. Analizando en simultáneo los pormenores que llevaron al homicidio de Maurizio Gucci el 27 de marzo de 1995 por una andanada de disparos, justo cuando ingresaba a su oficina en Milán, y los diferentes estadios del ascenso al poder en Gucci por parte de la futura víctima de su esposa y de la adquisición de la empresa a instancias de la Investcorp de Kirdar, ya poseedora de nada menos que Tiffany’s, la película que nos ocupa explora con inteligencia y desparpajo los ardides de Patrizia (Stefani Joanne Angelina Germanotta alias Lady Gaga) para primero engatusar a Maurizio (Adam Driver), vástago de Rodolfo (Jeremy Irons) y sobrino de Aldo (Al Pacino), y luego matarlo cuando pretende abandonarla en pos de una relación con Franchi (Camille Cottin), todo vía el sicario reglamentario, Ceraulo (Vincenzo Tanassi), y su confidente de siempre, Auriemma (Salma Hayek), lo que incluye además la decisiva intervención de Tom Ford (Reeve Carney), gran responsable del resurgimiento comercial de la marca en medio de las luchas internas, y la sociedad oportunista e ingenua de Maurizio con De Sole (Jack Huston) y Kirdar (Youssef Kerkour), precisamente el dúo que lo terminaría expulsando de su propia firma al extremo de finiquitar de allí a futuro la participación de todos los miembros del clan en Gucci, típico destino de las compañías de estructura familiar en el nuevo capitalismo de la década del 70 en adelante porque la figura del millonario todopoderoso fue dejando lugar a la de la junta de accionistas mayoritarios. A decir verdad resulta maravilloso y hasta hilarante que en tiempos de corrección política demacrada y un cine mainstream cada día más aniñado y hueco el inmenso Scott opte por narrarnos la historia de una trepadora maloliente desde un entramado retórico prototípico para adultos lejos de idealizaciones, lo que desencadena una película exquisita que combina esa faceta de melodrama prostibulario del jet set capitalista a la que apuntábamos antes, suerte de burbuja de lujos herméticos y paranoicos, con primero el thriller de usurpación empresaria, lógica psicopática de nunca acabar amparada por Estados ausentes, y segundo la faena de parentela en crisis o en franco proceso de descomposición, riña fraternal que es asimismo intergeneracional e incluso una especie de autoperfidia identitaria porque tanto en el caso de Maurizio como en su homólogo de Paolo (Jared Leto) estamos frente a intentos rudimentarios de abrirse del negocio heredado, el primero mediante la abogacía -su padre lo había hecho con su olvidable carrera cinematográfica- y el segundo a través del diseño de vestimenta, que derivan en desastre mayúsculo y luego en triste aceptación del rol que el destino familiar les había asignado, así es cómo Maurizio se transforma en una mixtura de la frialdad de Rodolfo y el ímpetu mercantil de Aldo y Paolo muta en un constante chiste viviente ya que nadie lo toma en serio como modisto y para colmo termina traicionando a su padre, ya que de hecho él es quien le pasa a Maurizio el dato sobre la evasión impositiva, y facilitando la salida de su rama del clan de la firma al entregarle en bandeja a su primo tanto las acciones propias como las de su progenitor, derrotado luego de su estadía de un año en el presidio e incapaz de detener el traspaso de titularidad a Investcorp. La Casa Gucci cuenta con un guión muy parejo, en cuanto a semejante retrato coral, del debutante en el terreno del largometraje Roberto Bentivegna y la veterana Becky Johnston, aquella de Under the Cherry Moon (1986), de Prince, El Príncipe de las Mareas (The Prince of Tides, 1991), de Barbra Streisand, y Siete Años en el Tíbet (Seven Years in Tibet, 1997), de Jean-Jacques Annaud, y ofrece un gran desempeño por parte de Driver, Pacino, Irons, Hayek, Huston, Kerkour, Cottin y una Lady Gaga que continúa compensando como actriz de cine, luego de lo hecho en Nace una Estrella (A Star Is Born, 2018), dirigida y protagonizada por Bradley Cooper, todos esos discos de mierda que editó como cantante desde que empezó a robar en plan de diva recauchutada del pop más reluciente y más anémico contemporáneo. Mención aparte merece un demencial e irreconocible Jared Leto componiendo a un Paolo muy histriónico que quiebra el registro interpretativo naturalista del film y acerca al convite en su conjunto, de la mano de cada una de sus intervenciones, hacia una parodia del costado afectado y autofarsesco de los hijos de segunda y tercera generación de oligarcas de antaño. Como siempre el realizador inglés se rodea de colaboradores habituales e impecables, en sintonía con el diseñador de producción Arthur Max, la editora Claire Simpson, el director de fotografía Dariusz Wolski y el compositor Harry Gregson-Williams, y echa mano de canciones populares que inserta de manera perfecta dentro del andamiaje narrativo para condimentar el relato y situarlo no sólo en términos históricos sino anímicos en lo que atañe al fluir y los cambios en la idiosincrasia de los personajes, recordemos el uso del señor de temas como Faith (1987), de George Michael, Ashes to Ashes (1980), de David Bowie, Heart of Glass (1978), de Blondie, y Here Comes the Rain Again (1983), de Eurythmics. El análisis del cruel pragmatismo empresario siempre es complejo y en esta ocasión se evitan las simplificaciones habituales de Hollywood porque cada personaje se divide en un interior vulnerable aunque no tan vulnerable y una máscara que se ventila en sociedad para dar una imagen de fortaleza o hasta quizás valentía, es por ello que el principal núcleo de la faena, Patrizia, puede ser por un lado una tarada que no lee nada porque se aburre y que confunde una obra de Gustav Klimt con una de Pablo Picasso, en una recordada escena inicial en la mansión del Rodolfo del magnífico Irons, y por el otro lado una fémina muy perspicaz al momento de identificar a parásitos disfrazados de consejeros devotos, como De Sole, de aprovecharse de palurdos que no sirven para nada, como Paolo, y de avizorar la infidelidad de su marido con otra hembra aunque más “tranquila” a escala psicológica, una Franchi que se conformó con el dinero del divorcio de Colombo a diferencia de la ambiciosa, pasional y acaparadora Reggiani, mujer que no es demonizada al cien por ciento en La Casa Gucci aunque tampoco recibe lo que podría haber sido una lavada de cara feminazi/ marketinera/ publicitaria si la propuesta hubiese caído en manos maniqueas o simplemente distintas a las del sabio Scott, quien en ningún momento la acerca a los roles mentirosos de la víctima o la heroína tácita ni recurre en su perfil al tumor cerebral con vistas a desembarazarla de sus acciones, ese detallito de pagar por el asesinato de su ex para castigarlo por osar marcharse y contradecirla. El clásico subibaja emocional de las familias latinas, siempre moviéndose en consonancia con el peso variado de las figuras masculinas y femeninas que las dominan, reaparece en especial a través de la ciclotimia de Aldo, quien pasa de celebrar el nacimiento de Alessandra por considerar que hacen falta más mujeres en Gucci a pedirle a Patrizia que no se meta en asuntos de hombres y en esencia no olvide que todo lo que tiene su esposo -y por elevación, ella misma- es producto del hecho de que acobijó a Maurizio después de que su padre lo echase por el casamiento con Reggiani, situación que enfatiza tanto la mutua dependencia incestuosa del poder como su naturaleza transitoria y su evidente fragilidad…
Luces brillantes de ciudad Ya era tiempo de que el británico Edgar Wright regresase a ese terror y a esa fantasía cruel y sobrenatural que tantas alegrías nos dieron en ocasión de la llamada Trilogía Cornetto o Trilogía de los Tres Sabores Cornetto, chiste interno por la recurrencia en las películas de turno del postre helado del título utilizado como una “cura” para la resaca, hablamos de Muertos de Risa (Shaun of the Dead, 2004), reformulación desde el campo de la comedia absurda, social o cuasi costumbrista de aquellos zombies de George A. Romero y Lucio Fulci en sintonía con lo hecho por Dan O’Bannon en El Regreso de los Muertos Vivos (The Return of the Living Dead, 1985), Arma Fatal (Hot Fuzz, 2007), recordada parodia del terror folklórico inglés de El Hombre de Mimbre (The Wicker Man, 1973), de Robin Hardy, Sangre en la Garra de Satán (The Blood on Satan’s Claw, 1971), opus de Piers Haggard, y Cuando Arden las Brujas (Witchfinder General, 1968), de Michael Reeves, y Bienvenidos al Fin del Mundo (The World’s End, 2013), relectura de la ciencia ficción paranoica de La Invasión de los Usurpadores de Cuerpos (Invasion of the Body Snatchers, 1956), de Don Siegel, y su primera remake de 1978, aquella muy interesante de Philip Kaufman, más diversos motivos del John Carpenter de La Cosa (The Thing, 1982) y ¡Sobreviven! (They Live, 1988). El resto de la producción artística del director y guionista asimismo es bastante digna aunque no llega al nivel de sus mejores trabajos, léase Muertos de Risa y Arma Fatal, pensemos que en el variopinto lote en cuestión encontramos tanto nuevas reinterpretaciones de recursos harto probados en el pasado, como su ópera prima Un Puñado de Dedos (A Fistful of Fingers, 1995), parodia cariñosa del spaghetti western y la Trilogía del Dólar de Sergio Leone, Don’t (2007), trailer humorístico falso para Grindhouse (2007) a lo slasher bien frenético, y Baby: El Aprendiz del Crimen (Baby Driver, 2017), homenaje a las heist movies de conductores especializados en fugas, rubro que va desde The Driver (1978), de Walter Hill, hasta Drive (2011), de Nicolas Winding Refn, como rarezas en línea con Scott Pilgrim vs. los ex de la Chica de sus Sueños (Scott Pilgrim vs. the World, 2010), exégesis más o menos explícita/ tácita de los ecosistemas de los videojuegos y los videoclips, y Los Hermanos Spark (The Sparks Brothers, 2021), excelente documental sobre Sparks, mítico dúo norteamericano de synth pop y art rock compuesto por los freaks Ron y Russell Mael. Si bien, como decíamos, la vuelta de Wright al ruedo ficcional, El Misterio de Soho (Last Night in Soho, 2021), constituye un retorno al horror ampuloso de antaño, vale aclarar que la entonación narrativa en esta oportunidad es diametralmente opuesta porque el humor negro y algo sonso de la Trilogía Cornetto desaparece al cien por ciento y por ello lo que tenemos ante nosotros es una relectura seria, pesadillesca y más tradicional del género, especie de mixtura enrevesada aunque bastante armoniosa del J-Horror de fines del Siglo XX y principios del siguiente, pero ahora con muchos fantasmas en simultáneo y todos lookeados y comportándose como muertos vivientes, el giallo del “espantoso mundo de la moda” símil Seis Mujeres para el Asesino (Sei Donne per l’Assassino, 1964), de Mario Bava, y “estudiante femenina en problemas” modelo Suspiria (1977), de Dario Argento, más detalles varios de Rojo Profundo (Profondo Rosso, 1975) e Infierno (Inferno, 1980), ambas también de Argento, y del neogiallo de Peter Strickland y los franceses Hélène Cattet y Bruno Forzani, y finalmente el thriller psicológico depalmiano que no le escapa a los traumas de larga data a lo Peeping Tom (1960), joya de Michael Powell, y Venecia Rojo Shocking (Don’t Look Now, 1973), de Nicolas Roeg. La historia es extremadamente simple: Eloise (Thomasin McKenzie), nieta de la adorable Peggy (esa legendaria Rita Tushingham) e hija de una pobre fémina que se suicidó por locura y a la que continúa viendo reflejada en espejos (Aimee Cassettari), ama la cultura y sobre todo la ropa y música de la década del 60 y viaja desde el interior británico hacia Londres con el anhelo de convertirse en diseñadora de moda, no obstante siente rechazo hacia su compañera universitaria de cuarto, la esnob Jocasta (Synnøve Karlsen), y así se muda a un dormitorio propiedad de la Señora Collins (la querida Diana Rigg) y consigue trabajo atendiendo la barra de un pub mientras inicia un romance con un colega estudiante, el negro John (Michael Ajao), flamante etapa de su vida que a su vez se va cayendo a pedazos debido a sueños/ visiones que experimenta durante las noches en la habitación y que la llevan a asumir otra personalidad, la bella Sandie (Anya Taylor-Joy), una aspirante a cantante en aquellos Swinging Sixties londinenses que termina en un cabaret y prostituyéndose a instancias de su novio y proxeneta, el maquiavélico Jack (Matt Smith), quien encima parece haberla asesinado a cuchillazos por su eterna rebeldía. Indudablemente en El Misterio de Soho, coescrita junto a Krysty Wilson-Cairns, conocida por haber firmado además el guión de 1917 (2019), de Sam Mendes, Wright por un lado sigue la estela de películas recientes acerca del costado caníbal y bastante sadomasoquista de la fama, el mainstream y el ambiente artístico y cultural en general, muy cerca de The Neon Demon (2016), de Nicolas Winding Refn, Starry Eyes (2014), obra de Kevin Kölsch y Dennis Widmyer, y El Cisne Negro (Black Swan, 2010), de Darren Aronofsky, y por el otro lado satiriza en primer plano el apego de la industria audiovisual mundial de nuestros días para con la nostalgia mercantilizada y en segundo lugar toda esa idealización hueca del propio público en relación a tiempos que no vivieron o a los que acceden sólo de manera muy fragmentaria mediante manifestaciones simbólicas o artísticas de tipo museísticas, por ello Eloise descubre que la manipulación y la esclavitud son atemporales y también abarcan a sus adorados 60 de la mano de su alter ego o doppelgänger atribulado, Sandie, planteo que genera una antiromantización interpretativa y una evidente confusión identitaria que sobrepasa la mera referencia a El Extraño Caso del Doctor Jekyll y el Señor Hyde (Strange Case of Dr. Jekyll and Mr. Hyde, 1886), de Robert Louis Stevenson, ya que el personaje de McKenzie incluso malinterpreta la información y confunde a un caballero del presente (el magistral Terence Stamp), quien parece reconocerla cuando se tiñe de rubio para emular a Sandie símil Vértigo (1958), de Alfred Hitchcock, con una encarnación avejentada de Jack cuando en realidad es un policía retirado que pretendió auxiliar en su momento a nuestra joven meretriz. Entre citas al paso a films como Operación Trueno (Thunderball, 1965), de Terence Young, y a las temáticamente semejantes Desayuno en Tiffany’s (Breakfast at Tiffany’s, 1961), de Blake Edwards, Darling (1965), de John Schlesinger, y Sweet Charity (1969), de Bob Fosse, todas odiseas de utopías femeninas destruidas y una erotización que cosifica y en paralelo funciona como un atajo profesional, El Misterio de Soho, otra alusión sutil a una existencia reluciente que esconde peligrosidad y muchas frustraciones vía la zona londinense del título, célebre por su agitada vida nocturna, combina viaje en el tiempo retromaníaco, fantasía melómana macabra y un cuento de hadas para adultos de advertencia sobre este fetichismo nostálgico del montón, tan reduccionista como ingenuo y superficial. El director no sólo extiende el suspenso con sabiduría todo lo que puede en torno a quién es quién en esta dupla protagónica, por supuesto en esencia apuntando a una Eloise que sería Jekyll y una Sandie destinada a convertirse en Hyde, víctima que parece mutar en heroína aunque termina siendo verdugo resentido y algo misándrico, sino que además aprovecha lo que tienen para ofrecer McKenzie, ya vista en Leave No Trace (2018), de Debra Granik, El Rey (The King, 2019), de David Michôd, Jojo Rabbit (2019), de Taika Waititi, Viejos (Old, 2021), de M. Night Shyamalan, y El Poder del Perro (The Power of the Dog, 2021), de Jane Campion, y en especial la magnífica Taylor-Joy, aquella de La Bruja (The Witch: A New-England Folktale, 2015), maravilla de Robert Eggers, Morgan (2016), de Luke Scott, Fragmentado (Split, 2016), de Shyamalan, Purasangres (Thoroughbreds, 2017), de Cory Finley, Secretos Ocultos (Marrowbone, 2017), de Sergio G. Sánchez, y Gambito de Dama (The Queen’s Gambit, 2020), la extraordinaria miniserie de Scott Frank y Allan Scott para Netflix. Más allá del muy buen trabajo en música incidental de Steven Price y en fotografía de Chung Chung-hoon, colaborador asiduo del genial Park Chan-wook, una vez más llama la atención el dinamismo visual y sonoro apabullante de un Wright por suerte aquí bastante más contenido o cauteloso que de costumbre con la idea de imponer un quid de clasicismo paradójicamente iconoclasta y dejar que se luzca la cauta selección musical reglamentaria, destacándose sobre todo lo hecho con temazos como A World Without Love (1964), de Peter and Gordon, Starstruck (1968), de The Kinks, Got My Mind Set on You (1962), de James Ray, Downtown (1964), de Petula Clark, Happy House (1980), de Siouxsie and the Banshees, y la canción que le da el nombre a la película, una no muy conocida de 1968 de Dave Dee, Dozy, Beaky, Mick & Tich que el realizador destina a la secuencia de créditos finales. El Misterio de Soho analiza la corrupción de aquellas “luces brillantes de ciudad” a las que apuntaba Ray Davies en Starstruck con ironía alarmante y da nueva vida a premisas antiquísimas hoy más que nunca inspiradas en la enajenación antiinstitucional y surrealista de la Trilogía de los Departamentos de Roman Polanski, esa de Repulsión (1965), El Bebé de Rosemary (Rosemary’s Baby, 1968) y El Inquilino (Le Locataire, 1976), gran basamento de una fábula de crecimiento individual a los tumbos y de una angustia apenas contenida…
Viñetas de una verdad fragmentada La producción artística de Wes Anderson a esta altura acumula un volumen tan importante de modismos y/ o latiguillos formales y temáticos que es garantía absoluta del hecho de que la mitad del público amará cualquier cosa que haga y la otra parte la odiará con muchas ganas, en esencia un típico signo de los tiempos que corren porque vivimos en una etapa histórica en la que todos adoran o detestan con vehemencia semi pueril, para la que sólo se necesita sentimientos viscerales o una colección de energúmenos exaltados, aunque nadie respeta en serio al prójimo o -en este caso- al artista admirado, principalmente debido a que para ello hacen falta conocimientos y un marco ético/ ideológico/ profesional que la enorme mayoría de los mortales ya no tiene, improvisaciones políticas y lobotomizaciones masivas mediáticas de por medio. Vistas a la distancia, las películas del norteamericano caen en dos grupos obvios, el de mayor excelencia, ese compuesto por Tres son Multitud (Rushmore, 1998), Los Excéntricos Tenenbaums (The Royal Tenenbaums, 2001), El Fantástico Sr. Zorro (Fantastic Mr. Fox, 2009), Un Reino bajo la Luna (Moonrise Kingdom, 2012), El Gran Hotel Budapest (The Grand Budapest Hotel, 2014) e Isla de Perros (Isle of Dogs, 2018), y el complementario o quizás secundario en términos de calidad, el de Buscando el Crimen (Bottle Rocket, 1996), Vida Acuática (The Life Aquatic with Steve Zissou, 2004) y Viaje a Darjeeling (The Darjeeling Limited, 2007), no obstante todas en su conjunto son interesantes y le han permitido despegarse de un mainstream actual demacrado y falto de ideas, garra y heterogeneidad, emporio que, como decíamos antes, desencadena reacciones histéricas y a veces ciclotímicas entre la fauna siempre caprichosa de los espectadores y la prensa de cotillón que abarca mucho y aprieta cada día menos y menos, pensemos que los que ensalzan a Anderson celebran el costado más barroco y freak de su cine a lo cajitas musicales algo misantrópicas, amalgama tácita entre el preciosismo, el absurdo lírico y una nostalgia bastante ambivalente que no se decide entre la sonrisa o las lágrimas, y aquellos que atacan al señor señalan que siempre hace lo mismo a nivel visual y que los laberintos discursivos símil Louis Malle u Orson Welles y esa superficie lustrosa, financiada por los gigantes de Hollywood como una Searchlight Pictures que supo ser de la Fox y hoy está en manos de Walt Disney Studios, suelen ocultar la triste pobreza del contenido, éste tendiente a girar alrededor de una serie de problemas familiares, románticos, amistosos y laborales. El regreso del texano, La Crónica Francesa (The French Dispatch, 2021), es sinceramente una de las películas más flojas de su trayectoria y bien puede interpretarse como una triple y fellinesca carta de amor, primero a su revista favorita, The New Yorker, relacionada a esa Gran Manzana donde vivió muchos años, segundo a Francia, ya que en la actualidad reside en París junto a su pareja, la actriz y diseñadora de vestuario de ascendencia libanesa Juman Malouf, y en tercer lugar a aquellas propuestas ómnibus o de sketchs de la década del 60, rubro en el que brillaron los europeos mediante un sinfín de antologías u opus multipartitos. El marco de las mamushkas o miniaturas o casas de muñecas o historias de turno, cuatro en total, es la muerte de un ataque al corazón durante la segunda mitad del Siglo XX del editor del periódico del título original en inglés, Arthur Howitzer Jr. (Bill Murray), otro de los tantos delirantes simpáticos del cine de Anderson que en esta oportunidad estaba asentado en el pueblo ficcional de Ennui-sur-Blasé (Aburrimiento-en-Blasé) y que deja estipulado en su testamento que la publicación del diario debe suspenderse de inmediato, aunque no sin antes sacar al mercado un último número cual despedida en el que se compilarán los cuatro episodios que conforman en sí el metraje: El Reportero Ciclista (The Cycling Reporter) es un retrato de Ennui a cargo de Herbsaint Sazerac (Owen Wilson), quien recorre la ciudad precisamente en bicicleta, La Obra Maestra del Hormigón (The Concrete Masterpiece), de J.K.L. Berensen (Tilda Swinton), analiza la relación entre un pintor y homicida, Moses Rosenthaler (Benicio del Toro), y un marchante de arte y gran evasor fiscal, Julien Cadazio (Adrien Brody), que lo eleva al estatus de celebridad en el ambiente cultural, Revisiones de un Manifiesto (Revisions to a Manifesto), de Lucinda Krementz (Frances McDormand), funciona como una especie de triángulo amoroso alrededor de la periodista citada, un líder estudiantil del Mayo Francés, Zeffirelli (Timothée Chalamet), y su equivalente femenino e hiper rebelde, Juliette (Lyna Khoudri), y finalmente El Comedor Privado del Comisionado de Policía (The Private Dining Room of the Police Commissioner), crónica responsabilidad de Roebuck Wright (Jeffrey Wright), indaga en el secuestro de Gigi (Winsen Ait Hellal), vástago del Comisionado (Mathieu Amalric), por parte de la pandilla de El Chófer (Edward Norton), quien deberá enfrentarse a la peligrosa destreza culinaria del Teniente Nescaffier (Steve Park), un chef asiático que no teme recurrir al veneno en sus apetitosos preparados. Más allá de características que lo acompañan desde los años de Tres son Multitud y Los Excéntricos Tenenbaums, como una ironía tan delicada como hiriente símil Hal Ashby, ese melodrama de cadencia intelectual semejante a Woody Allen, algo del humanismo con permanentes voces en off de François Truffaut y todos los planteos estéticos de Stanley Kubrick, en línea con las tomas simétricas y los juegos con el zoom y la escala cromática, amén de una metamorfosis godardiana del blanco y negro hacia el color y su apego hacia tonalidades pasteles o quizás hasta furiosas en sintonía con Pedro Almodóvar, lo cierto es que en ocasión de La Crónica Francesa el director y guionista, ahora trabajando con una trama craneada por el susodicho y sus colaboradores habituales Roman Coppola, Hugo Guinness y Jason Schwartzman, se vuelca hacia una andanada de influencias e ingredientes varios que extrajo específicamente del contexto artístico galo, ya sea de creadores nativos o de cineastas que han trabajado largo y tendido en Francia a lo ancho de sus respectivas carreras, pensemos en este sentido en la comicidad anti alienación moderna de Jacques Tati, de hecho la película de Anderson arranca recuperando aquel chiste del departamento ridículo y por ello profundamente humano y vital del protagonista de Mi Tío (Mon Oncle, 1958), el inefable Señor Hulot (el propio Tati), la causticidad corrosiva y disonante de Bertrand Blier, sobre todo circa Preparen los Pañuelos (Préparez vos Mouchoirs, 1978) y Buffet Frío (Buffet Froid, 1979), el surrealismo sutil o cuasi costumbrista tanto de Georges Franju como de Roman Polanski, el primero modelo Los Ojos sin Rostro (Les Yeux sans Visage, 1960) y Judex (1963) y el segundo Cul-de-sac (1966) y El Inquilino (Le Locataire, 1976), y finalmente los dos horizontes sin duda centrales del convite que nos ocupa, en primera instancia el sustrato tragicómico del Jean Renoir de La Gran Ilusión (La Grande Illusion, 1937) y La Regla del Juego (La Règle du Jeu, 1939) y en segundo lugar esos experimentos narrativos lúdicos del Max Ophüls de La Ronda (La Ronde, 1950), El Placer (Le Plaisir, 1952), Madame de… (1953) y Lola Montès (1955), todas inspiraciones claras al momento del encadenamiento entre personajes efervescentes -y en una constante espiral existencial- que hacen de la paradoja pluricultural su idiosincrasia, ahora con la coyuntura turística francesa sustituyendo a su equivalente hindú de Viaje a Darjeeling, a la japonesa macro de Isla de Perros y a aquella bélica de Europa del Este de El Gran Hotel Budapest. En este instante hay que sincerarse y aseverar que al realizador se le ven los hilos por un cansancio formal que opera en torno al desgaste de la fórmula retórica, esta mixtura de temáticas melancólicas adultas y artificio óptico infantil y en cierta medida family friendly cual juguete vistoso que abruma, lo que por cierto no quita que La Crónica Francesa nos regale experiencias maravillosas como esa reflexión acerca de la pomposidad fraudulenta del mundo del arte a lo La Mejor Oferta (La Migliore Offerta, 2013), joya de Giuseppe Tornatore, y Mi Obra Maestra (2018), del genial Gastón Duprat, una parodia camuflada de las pretensiones revolucionarias de la burguesía que recuerda a La Chinoise (1967), de Jean-Luc Godard, y Los Soñadores (The Dreamers, 2003), de Bernardo Bertolucci, y el gesto cariñoso de rescatar la querida vertiente gala del film noir de Jacques Becker, Marcel Carné, Jean-Pierre Melville, Claude Sautet y José Giovanni, entre otros que pasan a ser homenajeados en El Comedor Privado del Comisionado de Policía, segmento que termina con una persecución exasperada y muy hilarante que a su vez parece una reinterpretación de sus homólogas de Las Trillizas de Belleville (Les Triplettes de Belleville, 2003), de Sylvain Chomet, aunque dejando de lado las caricaturas bizarras y abrazando el diseño de Las Aventuras de Tintín (Les Aventures de Tintin et Milou, 1930-1976), de Georges Remi alias Hergé, máximo representante del estilo de historieta franco-belga denominado “línea clara”. Hoy el texano cae unos peldaños por debajo de Isla de Perros, continúa lejos de su última obra maestra, El Gran Hotel Budapest, y le saca partido a las intervenciones de Anjelica Huston como la narradora, Léa Seydoux como Simone, bella musa y guardiacárcel del loquito Rosenthaler, Saoirse Ronan en el rol de un miembro de la banda de captores de Gigi, señorita bien putona, y de los exquisitos Murray, McDormand, Chalamet, Swinton, Brody, Del Toro, Wright, Norton, Amalric y Wilson, además del magnífico desempeño en fotografía de Robert D. Yeoman y en música de Alexandre Desplat, socios reincidentes del Anderson maduro que sabe muy bien lo que quiere. A pesar de su poca originalidad, las “tableaux vivants” del amigo Wes, pegadas al acervo de Serguéi Paradzhánov, cumplen su cometido en eso de ofrecernos viñetas de una verdad periodística fragmentada en un tiempo que soñaba con la objetividad informativa y lejos estaba aún de toda esa repugnante prensa militante de nuestros días, ya cooptada al cien por ciento por el establishment capitalista…
Sus entrañas se ennegrecieron En una época en la que una y otra vez el cine de género tradicional parece condenado a la muerte -o a lo sumo a un estado terminal perpetuo sin posibilidades de mejora en el corto o mediano plazo- a raíz del enorme volumen de películas horrendas o desastrosas cortesía de realizadores que ya no saben narrar con imágenes y sobreexplican todo con diálogos o locuciones en off para el público de pocas luces, sin que en realidad importe el origen de los susodichos porque hay tantos mediocres en el mainstream pomposo como en la comarca independiente, Scott Cooper por suerte continúa cortándose solo y abriéndose paso como uno de los pocos cineastas con sutileza, personalidad propia, inteligencia y sobre todo una inmaculada destreza para esos relatos simples que pueden llegar a complicarse de manera pronunciada cuando estamos frente a un experto en serio en la construcción de personajes y en el desarrollo dramático de vieja escuela, uno que avanza en función de las necesidades de la propia trama y no según los postulados del marketing, la corrección política y/ o esa pose canchera anodina del Hollywood actual masivo o chatarra para descerebrados. El señor, en esencia un actor que se convirtió en director bajo la tutela de su amigo Robert Duvall, hasta la fecha contaba con un díptico criminal muy bueno y otro un poco menos interesante y de cadencia dramática estándar, el primero está conformado por La Ley del más Fuerte (Out of the Furnace, 2013), parábola sobre la conjunción de familia, pobreza y delito protagonizada por Christian Bale y Casey Affleck, y Pacto Criminal (Black Mass, 2015), genial biopic sobre James “Whitey” Bulger (Johnny Depp), informante del FBI y capomafia de Boston, y el segundo por Loco Corazón (Crazy Heart, 2009), propuesta otoñal sobre un cantante veterano y autodestructivo de country en la piel de Jeff Bridges, y Hostiles (2017), western revisionista con maravillosas actuaciones de Bale y Wes Studi acerca del ciclo del odio ciego en un contexto de conquista de territorios y limpieza étnica. Si bien el guión de Espíritus Oscuros (Antlers, 2021), responsabilidad de Cooper, Henry Chaisson y Nick Antosca, está basado en un cuento corto de este último que fue publicado en 2019 en la revista on line Guernica, un guionista bastante desparejo -artífice de las olvidables La Cabaña (The Cottage, 2012), de Chris Jaymes, y El Bosque Siniestro (The Forest, 2016), de Jason Zada, aunque también cocreador junto a Michelle Dean de una extraordinaria serie para Hulu, El Acto (The Act, 2019)- que aquí se beneficia mucho de la presencia del colega Scott y de la estupenda producción de Guillermo del Toro, lo cierto es que la propuesta en su conjunto significa para el realizador una vuelta prosaica y brutal al ecosistema social mísero norteamericano ya explorado en La Ley del más Fuerte, para colmo con todas aquellas complejidades y superposiciones éticas de índole familiar. Como decíamos antes, la historia es muy sencilla y se centra en dos clanes de un pequeño pueblo boscoso del Estado de Oregón, primero el de Lucas Weaver (Jeremy T. Thomas), un niño que alimenta con animales muertos a su padre, el fabricante de metanfetamina Frank (Scott Haze), y a su hermano incluso menor, Aiden (Sawyer Jones), luego de que ambos fueran infectados por un wendigo, una criatura mitológica vinculada al canibalismo imparable cuyo origen se remonta a los pueblos indígenas de Estados Unidos, y segundo el de Julia Meadows (Keri Russell), una bella maestra de escuela primaria, y su hermano Paul (Jesse Plemons), el sheriff vernáculo, ambos habiendo sufrido maltrato y abuso sexual por parte de su padre, ya fallecido, y la mujer específicamente haciendo lo posible para no recaer en el alcoholismo, una tentación constante. A pesar de que es Frank quien lleva en su interior la presencia maléfica corruptora, a la que conoció en una mina abandonada que utilizaba de laboratorio, Aiden arrastra en parte la voracidad y metamorfosis corporal del progenitor y así provoca la angustia y desnutrición de Lucas, un huérfano de madre y alumno de Julia. La película no esquiva para nada el bulto ni utiliza los típicos detalles seudo cómicos del mainstream para lelos para aligerar la tensión dramática o hacer que el espectador retrasado mental de hoy en día, ese que sufre de déficit de atención y quiere ver mil veces lo mismo, se sienta cómodo, más bien todo lo contrario porque Cooper en esta oportunidad vuelve a echar mano de su tono lúgubre y pausado marca registrada con el objetivo de meterse con temáticas muy pesadas como el abuso doméstico, la pobreza estructural, el olvido absoluto por parte del Estado, la orfandad, el bullying en el colegio, el hambre más lisa y llana, las adicciones, la lenta desmembración de la parentela, los miedos atávicos de la infancia, las vejaciones naturalizadas, el fluir narco, la resiliencia pueril y hasta los viejos crímenes perpetrados contra las tribus que solían poblar el país, masacradas sistemáticamente bajo la excusa de la edificación de una nación moderna que definitivamente no trajo el progreso ni el bienestar general para sus habitantes. Mediante el ardid retórico de hacer que Frank se autoencierre en su precario hogar cual cuarentena, reclusión a la que después se suma su vástago menor, y la estrategia narrativa complementaria de remarcar el hecho de que Julia pudo escapar de la morada del tormento paterno pero sin llevarse consigo a su hermano, quien se quedó soportando el calvario y sin hacer del susodicho un espectáculo símil histeria autovictimizante femenina, el film piensa tanto la dialéctica de la convivencia en las clases populares, una forzada por falta de recursos que lleva a enfrentamientos diarios aunque también a una solidaridad en pantalla simbolizada en el gesto de Lucas de buscarles comida a su padre y su hermano mientras él mismo comienza a pasar hambre, como la lógica de la pronta separación de las familias burguesas cuando los problemas aparecen, un sustrato decididamente llevado al extremo porque en lugar de fugarse con su hermano, otra evidente víctima, Julia se fue sola de la casa familiar y así lo dejó a merced del progenitor. Sin embargo Espíritus Oscuros asimismo equipara el apoyo mutuo de los clanes proletarios con la posibilidad de redención que anida en sus homólogos burgueses, de allí se desprende toda la trama del convite ya que Julia no sólo regresa para reconstituir la relación con su hermano sino que incluso se propone como campeona de Lucas y su gran protectora, suerte de madre sustituta que pretende salvarlo de la reconversión del padre en un monstruo con esa cornamenta del título original en inglés, en sí la representación visual más clásica del wendigo. Con un majestuoso desempeño del elenco, más lo hecho por Florian Hoffmeister en fotografía y por Javier Navarrete en música incidental, la película resulta en simultáneo hiper adictiva y plagada de suspenso, por un lado, y un muy buen resumen de cómo se deberían trabajar todos los latiguillos de los relatos apesadumbrados de raigambre comunal, por el otro lado, pensemos en este sentido que Cooper narra el derrotero de los personajes con una precisión digna del mejor cine indie impiadoso y del mejor J-Horror de antaño y además no teme recurrir a clichés del formato sobrenatural y estudiantil hollywoodense como la presencia de abusones escolares que molestan al purrete protagonista, posesiones en cadena a lo virus muy contagioso o hasta una figura de autoridad que les explica a los investigadores tácitos o explícitos lo que está ocurriendo, en este caso un aborigen entrado en años, Warren Stokes (el insuperable Graham Greene). El realismo seco y siempre adusto del film, correspondiente a situaciones e intercambios verbales, sinceramente es un tesoro invaluable en la coyuntura cultural contemporánea y aunque la realización no sea en suma revolucionaria o siquiera vaya a abrir nuevo terreno discursivo dentro del terror bucólico de desmantelamiento de los lazos colectivos, por lo menos desparrama sabiduría narrativa y constituye un excelente retrato del proceso de ennegrecimiento psicológico de las personas, cuyas entrañas y cuyo odio terminan a la vista de todo el mundo de un momento a otro…