Interrogantes sobre la vida y el arte El viaje de una mujer canadiense a Viena y su posterior amistad con el celador de un museo son las excusas que disparan múltiples líneas reflexivas y emocionales. En este film de Cohen, la ficción y el documental se entreveran y confunden, borroneando sus límites. Jem Cohen no es el típico director norteamericano, como bien saben los habitués del Bafici (el festival porteño le dedicó una retrospectiva hace algunos años y sus cortos y largometrajes suelen exhibirse en cada nueva edición). Para aquellos que desconozcan por completo su nombre, baste decir que su obra audiovisual bascula alrededor de lo que suele llamarse –a falta de un término más preciso– ensayo cinematográfico, pero también incluye documentales de observación y videoclips de reconocidas bandas. Si Cohen es una suerte de francotirador fílmico, su última obra (con la cual obtuvo un grado de exposición internacional inédito hasta este momento) pertenece con honores a un territorio felizmente contaminado en el cine contemporáneo, donde la ficción y el documental se entreveran y confunden, borroneando sus límites por completo. Aunque, en este caso, no se trata de un cine donde la realidad encontrada por la cámara y la fantasía del guionista se enfrentan en una suerte de dialéctica, sino todo lo contrario: en Museum Hours todos los materiales cinematográficos poseen el mismo valor y pueden cumplir funciones similares, intercambiables. La excusa narrativa pergeñada por Cohen es el viaje de una mujer canadiense a Viena. Lejos del turismo lúdico, Anne, una mujer que andará por los sesenta años, visita la capital austríaca al recibir la noticia de que una prima sin familiares cercanos está internada en estado comatoso. El otro personaje de ficción del film es Johann, un celador del Kunsthistorisches Museum, el legendario Museo de Historia del Arte vienés, depositario de obras de, entre otros, Durero, Arcimboldo, Velázquez, Rubens y un pabellón entero dedicado a pinturas de Brueghel el Viejo. Entre ambos comienza a desarrollarse una relación de amistad a partir de la cual el realizador dispara múltiples líneas reflexivas y emocionales, planteando interrogantes sobre el arte, la vida cotidiana, la relación entre ambos, la ciudad como hábitat, las relaciones humanas. Museum Hours es una película de una amabilidad infrecuente, libre de ataduras, despreocupada de usos y costumbres, que logra poner al Arte con mayúsculas a la misma altura del eventual visitante de un museo. No es menor en el listado de logros del film la elección del casting. Tanto la cantautora y actriz canadiense Mary Margaret O’Hara como Bobby Sommer, actor no profesional que hace aquí su debut (dicho sea de paso, Sommer es un veterano colaborador de la Viennale, el Festival de Cine de Viena), logran darle al relato una porción considerable de su tono tristón pero siempre optimista. Más allá de las escenas de diálogos entre ambos personajes –una novedad en el cine del realizador– que tienen como trasfondo las calles, los bares y lugares famosos (y no tanto) de Viena, el film nunca abandona las obras pictóricas y escultóricas del museo como centro de irradiación de ideas y sensaciones. Pero, lejos del documental tradicional, lo hace de una manera poco ortodoxa, alejada de saberes canónicos y didactismos de manual. Un segmento de la película presenta una visita guiada a la colección de Brueghel, en la cual la guía conversa y discute con algunos de los miembros del grupo las posibles intenciones del artista, su estilo, sus ideas. En esa secuencia de poco más de quince minutos, Cohen consigue con creces lo que el film del polaco Lech Majewski, El molino y la cruz, no lograba alcanzar en su hora y media de metraje: plantear la enorme o escasa importancia de la obra de arte en el momento de su creación y/o a la distancia de los siglos transcurridos, bajar a tierra la creación artística, un logro de la inteligencia y el espíritu humanos. Pero se trata de dos films muy disímiles en intenciones y alcances; el de Cohen es un ensayo expansivo, que busca similitudes y contrastes en los lugares más insospechados; el de Majewski, una lección donde el didactismo no hace más que encerrarse sobre sí mismo. En el fondo, Museum Hours es un poco como esas grandes pinturas de Brueghel donde el centro nunca está donde se supone o, mejor aún, donde nada es periférico y todo es central. Ninguna cosa es más importante que otra y central es la melancolía de esos personajes, el paso del otoño al invierno en las calles de Viena, las pinturas colgadas en el Museo, la inminente muerte de la prima de Anne, las canciones del grupo de inmigrantes en el bar, la palpable soledad de Johann y el nacimiento de esa nueva amistad.
Un verdadero festín salvaje El lobo de Wall Street es una película atípica para el Hollywood de estos tiempos: desaforada, por momentos cercana al slapstick, con un tono sarcástico aun en sus momentos más dramáticos, lo nuevo de Scorsese está bien lejos de ser una fábula moral. Y de pronto, sin previo aviso, Martin Scorsese regala la que tal vez sea su película más atrevida y estimulante en dos décadas. El lobo de Wall Street dista de ser un film perfecto: en sus tres horas de metraje conviven lo excelso, lo innecesario y lo raso. Pero hay pocas películas contemporáneas en el mainstream de Hollywood con el nivel de salvajismo y el ritmo que Scorsese, con 71 años recién cumplidos, le imprime a su último largometraje. El lobo de Wall Street es una película vital y móvil, por momentos agotadora, siempre imaginativa. Es, también, una suerte de relectura de Buenos muchachos y Casino sin tiros, deudora de la estructura de ascenso y caída de los films de gangsters clásicos, uno de los géneros más amados por uno de los realizadores estadounidenses más cinéfilos de su generación. Más allá de su origen literario –la novela autobiográfica del mismo título de Jordan Belfort–, el film deja de lado la descripción más clínica del submundo bursátil de Wall Street para contagiarse del frenesí de dinero, poder, drogas y sexo del protagonista, reservando el irónico corolario moral para los últimos minutos (otro resabio consciente de los crime films de comienzos de los años ’30). Una de las primeras imágenes de El lobo de Wall Street encuentra a Jordan Belfort (Leonardo DiCaprio, en su quinta colaboración con el director de Taxi Driver) a punto de consumir unos gramos de cocaína distribuidos prolijamente en el trasero de una mujer; en las cercanías de su ano, para ser más precisos. Un par de segundos antes, el mismo personaje lanza hacia un blanco, junto a un par de sus colaboradores, el más insospechado de los proyectiles: un enano de carne y hueso, un ser humano. Ese par de estampas desmesuradas pintan de cuerpo y alma a Belfort, un tipo carismático, irritante, desagradable, inteligente, autodestructivo, por momentos inhumano, frívolo, siempre extremo. Corte y flash-back a su primer día en una oficina de Wall Street, donde conoce a su mentor y gurú Mark Hanna (Matthew McConaughey), a quien superará con creces en ambiciones y excesos. Una temprana escena en un restaurante, en la cual Hanna le enseña a Belfort un canto indígena de origen incierto (metáfora de vaya uno a saber qué poderes ocultos) encuentra a Scorsese apretando el acelerador de la comedia y el disparate, la caricatura incluso. Hay en el film, más allá de sus aristas serias e incluso oscuras, un tono de farsa que nunca lo abandonará, incluso en sus momentos más dramáticos. Tiempo después, cuando la caída por el tobogán resulta ineludible, Belfort y su compañero de ruta Donnie Azoff (Jonah Hill, el mayor acierto de casting de la película) serán los protagonistas de una secuencia antológica disparada por el consumo excesivo de pastillas de metacualona y que incluye caídas por escaleras, graves problemas de dicción y ahogamiento por fetas de jamón. Allí Scorsese se abandona por completo a la comedia slapstick, en una escena hilarante y patética, tal vez el símbolo máximo del tono de la película en su conjunto. Como una contracara o versión alternativa del Howard Hughes de El aviador, el multimillonario Belfort es asimismo otro símbolo del self-made man en su versión más abigarrada y pesadillesca. Belfort es también el Tom Powers de Enemigo público, el clásico de William Wellman de 1931, y el Tony Montana de De Palma, el sueño americano transformado en irresistible libertinaje: minas, autos, drogas, alcohol y todos los etcéteras imaginables. Pero, atención, aquí existe la posibilidad de obtenerlos a partir del deseo, la perseverancia y un buen speech de venta, sin violencia física ni muertes innecesarias. No casualmente la película se reserva una media docena de escenas en las cuales Belfort alienta y estimula a su tropa de corredores de Bolsa a “alcanzar sus propios sueños”, vendiéndole acciones desvencijadas al resto de la sociedad, a esa gran masa de losers. Más allá de la excitante cadencia, siempre al palo, de sus 180 minutos (el montaje, nuevamente, es responsabilidad de la veterana Thelma Schoonmaker), de una notable banda de sonido que va de Howlin’ Wolf a Jimmy Castor, del no siempre prolijo entretejido de los papeles secundarios y las subtramas. Más allá de todo eso, ¿qué clase de espectáculo es El lobo de Wall Street? Martin Scorsese se cuida, y mucho, de no transformar la historia en una fábula moral. Porque, más allá de la aparición de un enemigo jurado de Belfort, el investigador del FBI interpretado por Kyle Chandler, receptáculo no sólo de la ley sino de la ética del ciudadano medio, el film no habilita posibles lecturas edificantes. O lo hace solamente a partir de un sarcasmo cercano al cinismo. Tampoco puede afirmarse que se celebre ese vale todo sostenido como dogma por el protagonista. Comedia de usos y costumbres, a fin de cuentas, la historia del joven ambicioso devenido millonario a partir de prácticas non sanctas es un espejo deformante donde se reflejan deseos e impulsos, un festín salvaje en el cual el espectador puede sentirse atraído y repelido, alternativamente o al unísono. Un regreso al Scorsese más desaforado y libre. No es poca cosa en una época donde el control de forma y contenido en el cine de gran presupuesto de Hollywood se acerca, en muchos casos, al conservadurismo liso y llano.
Un alegato en contra de la crisis española Retrasado estreno el de La chispa de la vida, producida en 2011 entre Balada triste de trompeta y la más reciente Las brujas. Las razones para la dilación pueden ser muchas, pero lo cierto es que, a diferencia de esas otras dos películas, no hay aquí ninguno de los excesos, en el buen y el mal sentido, que suelen caracterizar al cine del vasco De la Iglesia. De hecho, se trata casi de una pieza de cámara, relegada en gran parte de su metraje a un solo escenario y concentrada en una única línea narrativa dispuesta en “tiempo real”. Al mismo tiempo, es uno de los films más serios en la carrera del director de El día de la bestia y La comunidad. No es que no haya aquí apuntes satíricos ni humor, que los hay y en buenas dosis. Pero en esta historia acerca de un creativo publicitario sin trabajo (en paro, para usar el españolismo correspondiente) y su bizarro accidente, De la Iglesia entrega una de sus películas más circunspectas a la fecha, casi un alegato en contra de los males económicos que acechan a su país y a una parte de Europa. Lo cual, en este caso, no es algo positivo, sino todo lo contrario. La falta de gracia de todo el asunto se adivina ya en las primeras escenas, cuando Roberto Gómez (José Mota), otrora exitoso publicista caído en desgracia, desayuna junto a su esposa Luisa (Salma Hayek). En el rutinario diálogo que se establece entre ambos, en la perezosa forma en la cual De la Iglesia utiliza el plano y contraplano, en el énfasis en la coyuntura económica que atraviesa España, dispuesta en forma de gruesa alegoría, resulta claro que La chispa de la vida no será un relato de caligrafías sutiles e imaginación. La visita a unos colegas en busca de empleo no será fructífera y el guión lo llevará de Madrid a Cartagena, en busca de algo inasible que nunca podrá recuperar. Pocos minutos después, Roberto estará inmovilizado en una obra en construcción, una parte de su cabeza y cerebro atravesados por un fierro, pero milagrosamente vivo y plenamente consciente. Y su vida a punto de cambiar para siempre. De allí en más, el film se transforma en un desfile de personajes (familia, amigos, conocidos, periodistas, políticos, médicos, policías y demás), cada cual en su propio juego y bien tratando de sacar el máximo provecho de la situación o de minimizar los costos del accidente. Entre ellos el propio Roberto, quien verá rápidamente la posibilidad de sacar una buena tajada económica de la eventualidad, morbo televisivo mediante. La crítica al circo mediático, obvia y trillada, es de tan baja estofa que bien podría formar parte de un programa de chimentos en el cual se discutiera su propia voracidad. Peor aún es el tono didáctico y perentorio que adopta De la Iglesia, tal vez por primera vez en su carrera, reservando el personaje de Luisa y algún que otro papel secundario como reservorios de ética arquetípicos en un mundo desvencijado en su tejido moral. Si la misantropía desmesurada de los últimos films del realizador puede molestar por su impronta de falsa provocación, el paternalismo condescendiente de La chispa de la vida no hace más que confirmar ciertas sospechas de agotamiento de un ciclo en su filmografía. Tal vez ambas miradas, en principio antitéticas, no sean otra cosa que las dos caras de una misma moneda.
Un producto pensado como golpe bajo emocional En 1952, Akira Kurosawa dirigió el drama Ikiru (Vivir), inaugurando la versión moderna de un género cinematográfico que podría definirse como “film de enfermedad terminal”. Durante las siguientes seis décadas, las películas que tocan frontal o tangencialmente el tema se apilaron en una Torre de Babel donde las buenas, las malas y las feas hablan entre sí en cientos de idiomas diferentes. Con su pudoroso y nada afectado tono, el largometraje del japonés sigue siendo una suerte de patrón a partir del cual es posible medir otros acercamientos a situaciones cinematográficas similares. Si lo usamos, por ejemplo, para medir La esencia del amor, el film del británico Paul Andrew Williams mide bien bajo en la escala Ikiru. Sólo dos factores le sirven de salvavidas e impiden su hundimiento total: las actuaciones centrales de Terence Stamp y Vanessa Redgrave, que con habitual profesionalismo le imprimen algo de humanidad a un producto pensado exclusivamente desde el golpe de efecto emocional, como una extensa publicidad cuyos artículos de venta fueran, alternativamente, el llanto y la sonrisa. Cuando no ambas cosas al mismo tiempo. A Marion le queda poco tiempo de vida y ha decidido dedicarle su último aliento al canto. A su marido Arthur el coro del pueblo le resulta insufrible –como tantas otras cosas–, pero lo soporta a regañadientes. Es un viejo cascarrabias y las frustraciones de toda una vida se reflejan en el rostro y en su carácter. Apenas si habla con su hijo en medio de una situación tan delicada. ¿Podrá el trabajo en equipo del coro unir a esa familia que parece a punto de extinguirse? La respuesta es: por cierto que sí. Y con creces. En el fondo, La esencia del amor es una cruza entre el film de enfermedad terminal y la comedia de ancianos metidos en un concurso amateur (de la clase que fuere), cuyo último exponente estrenado en nuestro país es la belga Las chicas de la banda. Con un giro de timón a mitad de camino, luego de un hecho de radical importancia, el guión de Williams no pierde ocasión para dispararle munición gruesa al espectador, ya sea por vía del humor (el gastadísimo truco de los viejitos cantando “temas modernos”) o el impacto dramático (las escenas de reconciliación con la vida y con otros seres humanos van acumulándose hasta el límite de lo permitido). Afortunadamente, entre tanto chantaje y aleccionamiento emocional, hay algo de verdad en algunas miradas silenciosas de Stamp y Redgrave. Mucho más que en la serie de acontecimientos y diálogos hilvanados por la historia. Esa también es la magia del cine.
A las piñas Piñas, transpiración, esfuerzo, sueños. De eso, entre otras cosas, está hecha Boxing Club, que se estrena en doble programa junto a Huellas, de Miguel Colombo, luego de su paso conjunto por el Festival de Mar del Plata en su edición 2012. El de Víctor Cruz no es el primer documental sobre el mundo del boxeo. Ni siquiera es la primera vez que el cine nacional utiliza las instalaciones del gimnasio ferroviario ubicado debajo de la Estación Constitución como ambiente para narrar historias, ya sean éstas ciento por ciento reales o de ficción. Pero si la originalidad no es su fuerte, la película permite acercarse –al menos hasta cierto punto– a un grupo de hombres enfrascados en la nada fácil tarea de dar sus primeros pasos en un universo altamente competitivo y, se adivina, devorador de ilusiones. Es que el grupo de boxeadores comandados por el entrenador Alberto Santoro, cuya figura más rutilante es la joven promesa Jeremías Castillo, no forma parte de ninguna elite económica, social o deportiva, y los enfrentamientos pugilísticos a los cuales puede aspirar se ubican en el escalón más bajo del boxeo profesional. El de Boxing Club es, entonces, un relato de seres comunes, bien lejos de las luminarias del deporte de alta competición y las ganancias económicas de los boxeadores más reconocidos. De manera indirecta, Cruz describe una capa social del conurbano bonaerense y lo hace centrándose casi exclusivamente en la rutina del entrenamiento; el film se abre y se cierra con sendos encuentros boxísticos, pero el resto del metraje encuentra a esos hombres, jóvenes en su mayoría, en su enfrentamiento cotidiano con cuerdas, punching balls y ejercicios aeróbicos. Entre golpe y golpe, entre salto y salto, se cuelan diálogos de toda clase, desde una milimétrica descripción de una escena de El Padrino II hasta la posibilidad de conseguir una changa gracias a los contactos de un compañero de entrenamiento. Documental de observación, riguroso en su método de exposición, se extraña en su conjunto un mayor grado de intimidad con los personajes. Al finalizar la proyección, se tiene la sensación de haber conocido demasiado poco de sus protagonistas, como si el pudor con el cual el realizador se acerca a sus sujetos le hubiera jugado una mala pasada, dejando fuera del relato elementos que hubieran enriquecido el retrato de esos seres humanos que eligió poner delante de la cámara. A cambio, Boxing Club ofrece varias escenas que funcionan como pequeños capítulos independientes, donde el notable trabajo de cámara de Diego Poleri, que siempre está donde tiene que estar, eleva el interés visual del film y lo transforma en una interesante pintura no sólo sobre una práctica deportiva sino, fundamentalmente, de un estilo de vida ajeno a la mayoría de los espectadores.
En la búsqueda de un neorrealismo misionero Cercana a lo que podría bautizarse como neorrealismo misionero, la ópera prima de Fernando Pacheco se acerca a ciertas problemáticas sociales, fundamentalmente la pobreza y el desempleo, a partir de una búsqueda de empatía total con sus personajes. La historia es la de Ramón (ese veterano del cine argentino de los últimos quince años llamado Daniel Valenzuela, nacido en Posadas), quien luego de perder su precario trabajo en un aserradero se encuentra en problemas para mantener en pie a su familia. Lejos de la postal turística, el realizador ubica el relato en una de las localidades más empobrecidas de la provincia; el film fue rodado en locaciones reales de la Misiones profunda. Y si bien la historia podría transcurrir hoy, mañana o hace un tiempo, una frase impresa antes de la primera escena ubica la acción innecesariamente en 1999, tal vez para aplacar posibles malestares de uno de los socios coproductores del film, el gobierno de la provincia de Misiones. Pero A la deriva no es tanto un film político en un sentido literal –como no lo eran la mayoría de los clásicos neorrealistas–, sino un relato que pretende iluminar y denunciar cierto estado de situación social, utilizando las armas de una narración directa y transparente. Los logros están dados por una precisa dirección de actores y un trabajo de cámara que hace buen uso de los paisajes (bellos algunos, desolados otros) donde transcurre la acción. Hay pinceladas que Pacheco da casi como al pasar y que se transforman en lo mejor de la película: la exposición del machismo imperante, que toma la forma de la violencia solapada o directa en más de una escena, por ejemplo; o la manera en la cual describe algunos aspectos de esa sociedad tan alejada del frenético ritmo urbano, como la escena del baile comunitario o la descripción del fiado “sin fiarse del todo” en el almacén del pueblo. Lo más frustrante de la película es la simplificación de los aspectos socioeconómicos que llevan al protagonista a acercarse a la ilegalidad, cierto carácter didáctico que el film no sólo no intenta diluir en la trama, sino que va potenciando a medida que se acerca a su (previsible) desenlace. Es allí donde A la deriva carga las tintas y deja de fluir para transformarse en un simple vehículo audiovisual de la idea central de la película. Como suele ocurrir en muchos de estos casos, mensaje mata cine.
Es un viaje, pero no tan fantástico El viaje de la balsa Kon-Tiki, que con seis hombres a bordo navegó cerca de ocho mil kilómetros desde las costas peruanas hasta un atolón de la Polinesia, fue uno de esos logros del espíritu humano que marcó a toda una generación, el equivalente en los años ’40 de la llegada a la Luna dos décadas más tarde o del primer vuelo transoceánico de Lindbergh veinte años antes. Con una diferencia: más allá del uso de compases, sextantes y una radio, el grupo de navegantes noruegos comandado por el etnógrafo Thor Heyerdal no hizo uso de los avances científicos y tecnológicos, más bien todo lo contrario. Kon-Tiki - Un viaje fantástico es la versión cinematográfica bañada en bronce de una hazaña que forma parte de los libros de historia y que ya tuvo no sólo un relato oficial en forma de libro, sino además su propio documental, ambos firmados por el propio Heyerdal, el último de los cuales resultó ganador de un Oscar en 1951. Nominada a su vez al Oscar en la categoría “extranjera” el año pasado, la de Joachim Ronning y Espen Sandberg es una de esas películas sobreproducidas, aplaudidas en su país de origen y enviadas sin dilaciones para su consideración por los miembros de la Academia de Hollywood. Y es que, ejemplo de tesón, templanza e incluso de fe, la historia del sexteto de rubios nórdicos en su lento peregrinar marítimo es un material demasiado seductor desde el punto de vista de la producción. Luego de una dilatada introducción encargada de describir al protagonista en viajes previos y en una anécdota de la infancia que, cuándo no, parecería marcar cada paso de su vida (maldito cliché de las biopics), Kon-Tiki avanza en la presentación de los integrantes del grupo y los desesperados intentos por reunir el presupuesto necesario para construir el primitivo navío. En esas escenas en Nueva York y Callao, Perú, los realizadores hacen gala de un imponente budget, utilizado en parte en la recreación, vía efectos digitales, de las locaciones de época. Pero el abuso del CGI llegará más tarde, ya en pleno viaje, cuando la cámara se eleve hasta la estratosfera para volver a caer luego sobre la solitaria balsa, en una escena que parece tomada de uno de esos documentales televisivos sobre el origen del Universo. A su vez, el film confía demasiado en la presencia de los tiburones, obligados a generar suspenso en varias secuencias, aunque al menos una de ellas termina con un sorpresivo y sangriento desenlace, uno de los pocos momentos de verdadera tensión narrativa. El resto es pura rutina y didactismo, atravesados por metáforas evidentes (el cangrejo resistente, el montaje paralelo con sendos ocasos) y la sensación de que nada de lo que se ve y oye en pantalla es tan interesante como debería serlo. Dato curioso: hoy Heyerdal es un héroe en Noruega pero, más allá del famoso viaje, su teoría hiperdifusionista sobre la presencia de nativos americanos en la Polinesia ha sido refutada en más de una oportunidad. Algo que el film contradice con terquedad y más allá de las evidencias. Es que la ciencia es una cosa y el entretenimiento otra muy distinta.
Identidades muy diferentes La premisa inicial –qué sucede cuando dos familias, una judía y otra palestina, descubren que sus hijos han sido intercambiados– funciona hasta cierto punto, cuando la película se decide por un camino voluntarista, casi de realismo mágico. Casualidades que suelen darse sin más razones que el simple azar, dos películas recientes tienen un punto de partida semejante. Una de ellas es el último largo (aún inédito aquí) del japonés Koreeda Hirokasu, Like Father, Like Son, en el cual un hombre descubre que su pequeño hijo no es en realidad tal, resultado de un intercambio de recién nacidos. La relación padre e hijo y cuestiones ligadas al concepto de “identidad” son expuestas por el realizador nipón con su habitual talento para los relatos íntimos. Temas similares conforman el núcleo de El otro hijo, producción francesa dirigida por Lorraine Lévy, aunque los chicos intercambiados son casi mayores de edad y, para complicar aún más la situación, uno de ellos es hijo de una familia judía criado por palestinos y, el otro, hijo de musulmanes educado en el judaísmo. Esta información es revelada por el film en los primeros minutos, de manera que, lejos del suspenso y el secreto, las flechas de la realizadora apuntan precisamente a las reacciones y decisiones de los personajes a partir de la nueva situación. Luego del encuentro de ambas parejas en el hospital de Haifa donde fue cometido el error dieciocho años antes, El otro hijo se detiene en escenas donde el conflicto es el reconocimiento de ese “otro” que ocupó durante años el lugar de hijo biológico. Ese “hijo del otro”, según el título original, que sin embargo es irremediablemente propio. Allí se destaca la labor del reparto en roles complejos –y sin embargo medidos–, en particular el de las madres: Emmanuelle Devos como la francesa judía casada con un militar israelí y Areen Omari como la palestina que intenta sostener el equilibrio familiar en su casa de la Ribera Occidental. Más allá de la visión de vecinos y amigos ante la noticia, el drama es sobrellevado de diferentes formas por los jóvenes, particularmente ante el descubrimiento de una identidad biológica cuya cultura, religión y visión política chocan con aquella bajo la cual crecieron. Y allí descansan los mayores problemas de la película, que velozmente comienza a definirse como parábola de la situación en el territorio de Israel/Palestina. Porque ese “hijo del otro” es también, y por sobre todas las cosas, el “hijo del Otro”, de aquel que es visto como usurpador o como amenaza. Lejos de las complejidades del mundo real (y del cine de un Avi Mograbi o un Elia Suleiman), simples peones de una serie de ideas motoras, los personajes se mueven por los casilleros del guión bajo el estricto mandato rector de un humanismo de manual, que en los últimos tramos se convierte en el más ostentoso de los voluntarismos. Particularmente luego de que el relato eche mano a un deus ex machina que les pasa la plancha a todas las tensiones entre los personajes más jóvenes y los transforma en estereotipos publicitarios del tipo “el futuro les pertenece”, depositando en ellos la posibilidad de una paz futura. Correcto y bienintencionado, El otro hijo hace agua cuando deja de lado la posibilidad del cine de reflejar ciertas realidades para abandonarse al pensamiento mágico, a eso que los angloparlantes llaman “una historia inspiradora”.
Un híbrido de variadas formas y temáticas Extraña, despareja, ecléctica, singular, ligera, imprevisible. Todos esos adjetivos, entre otros, pueden aplicársele a Mujer conejo, el nuevo largometraje de Verónica Chen. Como si quisiera sacudirse enérgicamente todo aquello que se dijo de su cine hasta este momento, la directora de Agua y Vagón fumador se planta y otea otros horizontes, evitando la repetición de formas y tópicos. Porque Mujer conejo puede ser muchas cosas pero, por sobre todas, es la película de alguien que no desea dejarse amordazar por una obra ya existente. Lo cual es siempre saludable, más allá de que algunas de las ambiciones no estén al mismo nivel que los alcances reales. Pero, ¿qué es Mujer conejo? ¿Es un thriller urbano que se desplaza al ámbito rural, con una inocente envuelta en una saga de corrupciones, explotación y violencia? ¿Es una rara entrada en el sci-fi local, con una invasión silenciosa que no hace más que reflejar cierto estado de las cosas? ¿Es una película política, un film de género nacional y popular? La película no responde fácilmente a esas preguntas, y está bien que así sea: se resiste al encasillamiento. O bien es todas esas cosas al mismo tiempo. La protagonista, una bella joven hija de chinos que no habla una sola palabra del idioma de sus ancestros (primer protagónico de la modelo y actriz Haien Qiu), trabaja como inspectora del gobierno porteño. Ya de entrada se la presenta como extraña en un mundo que (prejuicios mediante) debería serle familiar, enfrentada a personajes que dan por sentada su pertenencia a la cultura oriental. Pero el film todo tiene esa característica: las primeras escenas, filmadas en el barrio chino de Belgrano con una lustrosa fotografía de Rodrigo Pulpeiro, podrían ser de cualquier barrio chino de cualquier ciudad del mundo. Hay una mirada extrañada sobre las locaciones, una búsqueda de universalidad a partir de lo local que hace que el film se escurra entre las manos de quien desee leerlo como alegoría política del aquí y el ahora. Y, sin embargo, cuando la invasión de chinos y de conejos mutantes se hace evidente para un grupo de primeros sobrevivientes, queda claro que Chen está hablando de algunas cosas cercanas a cualquier habitante del planeta, una arista ecologista en el sentido literal, pero también metafórico: las ecologías humanas y económicas. Del realismo mainstream de las primeras escenas, que avanzan un tanto caóticamente, como si la realizadora quisiera sacárselas de encima lo más rápido posible (y que incluyen, por ejemplo, una clásica y algo torpe escena de sexo), Mujer conejo se deja seducir lentamente por el delirio, anunciado por una primera secuencia de animación, formato que irá ganando terreno con el correr de los minutos. La trama de corrupción local irá empequeñeciéndose ante la revelación de algo parecido al inicio de un posible Apocalipsis, y la relación de la china (perdida en un bosque mucho más inmenso que la China) con su ex pareja (Luciano Cáceres) se verá asimismo relegada a un plano menor, reemplazada por el ingreso de la protagonista a un grupo de resistentes que tiene mucho del cine de John Carpenter, pero que bebe también de las aguas del fantástico porteño. Sí, hay conejos en Mujer conejo, y hay una heroína en formación. Y hay algunos tiros y cierto suspenso. No es una película perfecta: le sobran varias cosas y le faltan algunas otras. Pero la imperfección –por momentos actoral, en otros de tensión narrativa– ayuda inconscientemente a la construcción de una posible estética, un híbrido de múltiples formas que no puede definirse porque está en constante gestación.
Un policial con tonos oscuros Este noviembre parece ser el mes de los policiales argentinos: Un paraíso para los malditos hace quince días, Omisión la semana próxima y, ahora, Sola contigo. Aunque, en el caso del último largometraje de Alberto Lecchi, se trata en realidad de una auténtica coproducción con España. Auténtica porque, más allá de transcurrir por completo en una Buenos Aires algo ominosa y de contar con un reparto que incluye a argentinos de pura cepa como Leonardo Sbaraglia (pero con buena banca del otro lado del océano), la protagonista excluyente es la españolísima Ariadna Gil. Como suele ocurrir, el espectador recibirá cierta información sobre las razones por las cuales la extranjera vive aquí; simples excusas del guión que esconden el porqué genuino: obligaciones contractuales de los países productores. En este caso, María permanece en la ciudad porque su ex marido es argentino y sus dos hijas, a quienes no ve desde hace bastante tiempo, viven en Buenos Aires. María tiene varios cadáveres escondidos en el placard (el film irá develando si son metafóricos o bien reales) y la película la encuentra en uno de esos pegajosos días porteños de camino al trabajo. Pero no será una jornada cualquiera, entre otras cosas porque una voz comenzará a comunicarse telefónicamente para avisarle, sin demasiados preámbulos, que le quedan –minutos más, minutos menos– unos cinco días de vida. Lecchi se juega aquí a los tonos oscuros, pesimistas, por momentos mortuorios. Sola contigo es un film donde no abundan las sonrisas y el personaje de Ariadna Gil transita su derrotero entre la resignación fatal, la neurosis y el pavor. Uno de los puntos más arriesgados del guión es, precisamente, el no hacer de María una heroína tradicional. Pero Sola contigo confía demasiado en la efectividad de sus jueguitos telefónicos y en el misterio alrededor de la identidad de quien quiere verla muerta. El interés comienza a decrecer a un ritmo vertiginoso, luego de un primer tercio que prometía bastante más de lo que podía cumplir; la película se torna lánguida, rígida, sin tensión superficial, más allá de los chispazos de suspenso y las revelaciones sorpresivas que salpican la historia aquí y allá. Luego llega el final-que-re-significa-todo-lo-visto, que puede leerse de dos maneras: como manotazo de ahogado de un guión moribundo o bien como idea seminal, punto de partida de una historia que intenta desesperadamente ser ingeniosa sin lograrlo.