Un descenso a la locura “all’italiana” El segundo largometraje del cineasta británico desintegra con resultados notables el ethos del cine de horror italiano de los años ’70, con la historia de un sonidista a cargo del audio de un film que comienza a ser dominado por la ficción dentro la ficción. Casi dos años después de su estreno mundial y a un año del paso por la competencia oficial del Bafici (donde obtuvo el premio mayor en la selección internacional), llega finalmente a las pantallas locales el segundo largometraje del británico Peter Strickland, luego de su ópera prima, Katalin Varga. Si aquélla subvertía de manera radical (y resultados heterogéneos) la típica estructura del film de violación y venganza, Berberian Sound Studio desintegra de manera más extrema aún (y resultados notables) el ethos del giallo en particular y del cine de horror italiano de los años ’70 en general. Pero no se trata, de ninguna manera, de “una de terror”. Y no es el único film reciente que vuelve, entre el homenaje vintage y la parodia seria, al peculiar mundo del horror all’italiana, cruza de policial de investigación (donde la identidad del asesino permanece oculta hasta el final del relato), sangrientas escenas de crimen, un estilo que va del pop al neogótico y la posibilidad (nunca la obligatoriedad) de que se sumen al potaje ciertos elementos fantásticos. La dupla franco-belga-italiana integrada por Hélène Cattet y Bruno Forzani, por caso, viene abordando el territorio del giallo de una manera casi fetichista en films como Amer y L’étrange couleur des larmes de ton corps, films que pudieron verse en sendas ediciones del Festival de Mar del Plata. Pero Berberian Sound Studio es otra clase de animal cinematográfico. Ni siquiera es un film de género. El descenso a la locura –por vía de la paranoia– de su protagonista remite a films clásicos como Blow Up y La conversación, aunque aquí la cinefilia entendida a partir de su etimología (es decir, como patología) pone al espectador a tirar los dados en un juego entre lúdico, reflexivo y perverso. Gilderoy, un ingeniero de sonido inglés –extremadamente británico en su moral, sus modos e incluso su forma de vestir– viaja a Roma para hacerse cargo del doblaje y la mezcla de audio de lo que parece un film fantástico bastante pretencioso, un relato de época centrado en la persecución, tortura y asesinato de mujeres acusadas de brujería (todo un género de moda en el cine europeo, allá por fines de los ’60). Precisamente, una de las mejores líneas de diálogo del film es la respuesta de Giancarlo Santini, el autor de la película dentro de la ficción, ante la expresión “nunca trabajé en una de terror”, proferida por Gilderoy con cándida franqueza. Pero el espectador nunca tendrá una idea cabal de cómo se ve The Equestrian Vortex, ya que Berberian Sound Studio no muestra ni una sola de sus imágenes, con la excepción de su secuencia de títulos. Sí se escuchan muchos de sus sonidos: cuchilladas, golpes y gritos. Gritos y más gritos, todos ellos proferidos por anónimas scream queens, auténticas reinas del doblaje. Las únicas imágenes explícitas que pueden verse en la película tienen como objeto de la violencia física a las más diversas frutas y verduras: lechugas, sandías, tomates son rebanados, aplastados y triturados por los técnicos de audio para lograr ese sonido que, por convención, se asemeje a la mutilación de la carne humana en pantalla. Toby Jones, ese eterno actor secundario, es el encargado de darle vida al protagonista, un personaje retraído, inmerso en su mundo de sonidos, cintas y aparatos electrónicos, y es sin dudas uno de los pilares centrales del éxito del film. Perdido en la traducción de las conversaciones cotidianas con sus empleadores y compañeros de trabajo, un tanto sorprendido por las diferencias culturales, el sonidista comienza a ser dominado (¿poseído?) por la ficción dentro la ficción, por el universo sonoro que es, al fin y al cabo, su propia creación. Al mismo tiempo, Berberian Sound Studio va enrareciéndose, tornándose más exuberante y provocadora, por momentos lynchiana, haciendo de las entrañas de una pantalla de cine el imposible útero del eterno doppelgänger. Reflexión sobre el proceso de creación cinematográfico y homenaje indirecto a una manera de hacer cine ya extinta, el de Peter Strickland es uno de los títulos más originales y estimulantes del cine británico de los últimos años.
La eterna pasión por contar historias El director texano recupera cierta frescura perdida, en una de esas comedias melancólicas que son su marca registrada. Gozosamente narrada en tres tiempos, incluye además un elenco monumental, en el que ninguno de los nombres célebres aparece porque sí. El crítico estadounidense Kent Jones escribió alguna vez que “Wes Anderson es, en pocas palabras, la presencia más original en la comedia americana desde Preston Sturges”. Difícil estar en desacuerdo con la idea, más allá del particular juicio de valor que se pueda tener de tal o cual película en particular. Podría agregarse que Anderson es el autor de las comedias más tristes y melancólicas de las últimas dos décadas. El gran hotel Budapest no es la excepción a esta regla, pero el octavo largometraje de este texano cosmopolita (al menos sus películas lo son, y con creces) viene a traer varias novedades y a recuperar una frescura que parecía perdida en las últimas Moonrise Kingdom y Viaje a Darjeeling, films que más de un seguidor de su cine había consignado como algo cansinas, agotadas en su énfasis en el estilo. Budapest es abierta y extrovertida, cercana en esencia a una definición extravagante del cine de aventuras. Es también más humana y emocionante. Al mismo tiempo, es la quintaesencia de Wes Anderson, como lo eran Los excéntricos Tenenbaum y Tres son multitud (Rushmore). Aquí también la fascinación por los marcos narrativos hace que la historia central sea narrada a lo largo de varios capítulos, demarcados por separadores que hacen las veces de secciones de un libro. En realidad, el relato del hotel Budapest, su particular concierge y su joven asistente es narrada por este último décadas más tarde a un escritor (interpretado por Jude Law), quien muchos años después publicará esas memorias en forma de novela. Texto que, finalmente, será leído por una jovencita en la actualidad. No se trata tanto de cajas chinas como del eterno placer de contar historias, de la leyenda que se imprime y se reproduce generación tras generación. Para delimitar esos diferentes tiempos narrativos, Anderson hace uso de un recurso tan sencillo como efectivo (y muy cinéfilo): esos años ‘60 que marcan la decadencia final del lujoso hotel centroeuropeo, con sus ocres desteñidos y pasillos y salas vacías, se presentan en alargado formato panorámico, mientras que el núcleo de la historia, a mediados de los años ‘30, hace gala del clásico y casi cuadrado ratio de 1.37. Pero, ¿cuál es finalmente la historia que se cuenta y se vuelve a contar? Esencialmente la de M. Gustave (Ralph Fiennes, en uno de sus grandes papeles), conserje del hotel en cuestión y un obsesivo no sólo de los detalles en el trabajo sino de la elegancia personal, un auténtico dandy y un playboy especializado en damas de la tercera edad. Es también la historia de Zero (Tony Revolori), joven inmigrante que se transforma en el nuevo botones del establecimiento y, en algún momento del recorrido, en protégé de Gustave (aunque, en más de un sentido, la relación termina siendo la de un padre y un hijo putativos). La muerte de una anciana millonaria y el robo de un cuadro alejan a los protagonistas del trajín cotidiano del hotel. A partir de ese momento, El gran hotel Budapest se transforma en la más impensada de las películas de aventuras, incluyendo el escape de una prisión, persecuciones en la nieve y un tiroteo de grandes proporciones. Claro que barnizada con varias capas de ironía, que siempre (y esa es una de las marcas registradas del cine de Anderson) le escapan al cinismo como si fuera una de las más terribles de las pestes. Hay héroes, entonces, en El gran hotel Budapest, y también villanos, un clan familiar que no le hace asco a los métodos más violentos para lograr sus objetivos. También una logia de conserjes de alcance internacional. Y un contexto de guerra inminente que remite a la Europa de los años ‘30 y a la puesta en marcha del imperialismo nazi (la historia del film transcurre en un país imaginario llamado Zubrowka). Hay asimismo una enorme cantidad de personajes secundarios y un reparto de más una docena de actores famosos, aunque la película le escapa al mal del “cameo estelar” de manera magistral. En otras palabras, las breves apariciones de Mathieu Amalric, Willem Dafoe, Jeff Goldblum, Bill Murray o Edward Norton (y siguen las firmas) nunca se sienten impostadas, los personajes poseen peso y gravitas y tienen todo el derecho de estar ahí donde están. Como ocurre en casi todo el cine del realizador, Budapest ofrece pocas risas y carcajadas. A cambio, la posibilidad de una ligera y permanente sonrisa. El disfrute de un cuento infantil para adultos, una comedia excéntrica y alocada, el retrato melancólico de un pasado idealizado, el relato de una iniciación, una gesta burlesca pero no por eso menos heroica. O todo eso junto.
La narcomanía vista desde adentro ¿Oportunismo o casualidad? Los distribuidores afirman que se trata del más puro azar. Lo cierto es que El infierno se estrena –con casi cuatro años de retraso– al tiempo que la telenovela colombiana Escobar, el patrón del mal se convierte en un moderado éxito en la televisión argentina y los noticieros locales dedican buena parte de sus emisiones al tráfico de drogas, los carteles internacionales y los “narcos”, ese apócope tan afincado en la lengua española. Sexto largometraje del mexicano Luis Estrada (cuyo film anterior, La ley de Herodes, supo participar de alguna lejana edición del festival de cine marplatense), El infierno se plantea como una suerte de manifiesto satírico alrededor del tema, cruza de soap-opera, película de gansters, comedia de tonos oscuros y neonoir de pueblo chico, todo ello aderezado con una pizca de condimentos tarantinescos. Estrenada en México unos pocos días antes de los festejos por el bicentenario de la Independencia, el film se transformó rápidamente en un éxito de público y no fueron pocas las polémicas acerca de su mirada sobre la situación social y el violento accionar de las bandas criminales. La cosa se pone en marcha con un plano robado a algún western de John Ford, el sol cerca del horizonte y la silueta de un joven despidiéndose de su madre y su hermano. Corte, elipsis y han transcurrido veinte años. Juan Vargas (el experimentado actor Damián Alcázar, recordado protagonista de La mujer del puerto, de Ripstein) regresa a su terruño y lo encuentra, por decirlo suavemente, algo cambiado. Podría afirmarse que la vida cotidiana de los habitantes de San Miguel Narcángel y alrededores gravita alrededor de la lucha entre dos bandas narco, y quien no trabaja directa o indirectamente para alguna de ellas sobrevive a fuerza de mirar para otro lado. Y Juan, que en un primer momento intenta pasar desapercibido, no tardará en conseguirse un puestito en una de las organizaciones, en parte porque necesita el dinero, en parte para averiguar cómo mataron a su hermano, según dicen, un verdadero “cabronazo” de los narcos. La aparición de una cuñada y un sobrino suman a la ecuación sexo y pathos, transformando la vida cotidiana del protagonista en una carrera de obstáculos, una chingadera detrás de otra. Por momentos afilada, en tantos otros desorientada entre sus múltiples líneas narrativas y cambios de tono, El infierno es antojadiza y ciertamente pretenciosa, no sólo por su épica (y exagerada) duración de dos horas y media sino, fundamentalmente, por el evidente deseo de encumbrarse como tratado sobre el estado de las cosas en el México contemporáneo. En más de un sentido, la película de Estrada es prima lejana de la más reciente Heli, de Amat Escalante. Claro que lo que en esta última es gravedad y violencia cruda y cruenta aquí se ve “suavizado” por la pátina sarcástica y el jugueteo con los géneros cinematográficos. Algo es cierto: Estrada no deja títere con cabeza y sus dardos apuntan a todas las clases sociales, a la policía, a los políticos, a la Iglesia y a un largo etcétera. Claro que entre la sátira y el grotesco, entre la burla y el escarnio, y con tantos blancos a la vista, la película termina apuntándoles a todos y a nadie al mismo tiempo.
Terror sobrenatural en el interior profundo De un tiempo a esta parte ha comenzado a producirse en nuestro país, de manera lenta pero firme, una buena cantidad de films fantásticos o de terror, géneros usualmente relegados en el pasado a la excepcionalidad. Los resultados, hasta el momento, han cubierto el espectro que va de la vergüenza ajena a los logros módicos, de la corrección técnica y narrativa al pequeño desastre ilustrado. La segunda muerte, ópera prima de Santiago Fernández Calvete, hace algunos pero no todos los deberes y entrega un exponente del thriller sobrenatural que les escapa a algunos de los clichés de este tipo de relato (pero no a todos) e intenta darles una vuelta de tuerca a las historias de horror religioso. No es poca cosa, pero tampoco parece ser suficiente, en particular si se la compara (odiosa o amorosamente) con algunas de sus posibles fuentes de inspiración extranjeras. Producida por Magma Cine, la empresa de Juan Pablo Gugliotta (su hermana, la cineasta Sandra, se reserva un pequeño rol como médica forense), La segunda muerte presenta su relato de muerte y venganza en una paleta de colores desteñidos, elección estética que se intuye un poco más arbitraria que otras. A cambio, el rodaje en parajes del interior de la provincia de Buenos Aires (fundamentalmente, Rafael Obligado) le brinda a la historia un clima particular y unívoco, que remite en la memoria del espectador a mitos y leyendas del interior. No hay aquí luces malas ni damas de la vela, pero sí una serie de muertes inexplicables por combustión espontánea que comienzan a alterar la tranquila y rutinaria vida del lugar, relacionadas con sendas apariciones de lo que parece ser la mismísima Virgen María. Será una oficial de policía del pueblo, con más de un secreto en su pasado citadino, la encargada de investigar los fantásticos hechos, con la ayuda de un niño recién llegado, dueño de un particular don de adivinación. Algunos detalles puntuales de la trama resultan algo molestos (¿en qué año transcurre el presente de la historia?, ¿por qué puede verse una computadora pero no así teléfonos celulares y cámaras digitales?, ¿hay solamente dos policías en el pueblo?), y en algún punto resienten un relato que, paradójicamente, se afana en atar meticulosamente todo tipo de cabos aislados. De hecho, La segunda muerte es un típico film de guión, ilustrado por una puesta en escena que a veces logra generar climas enrarecidos y en otros se ensimisma en travellings académicos y encuadres de manual. Finalmente, y más allá del molesto uso de su voz en off a modo de coro griego, la actriz Agustina Lecouna compone a la heroína titular con caracúlica testarudez, y soporta sobre sus hombros gran parte del peso dramático del relato. Si el film nunca desbarranca es gracias a ella y a un reparto de secundarios que se banca lo que venga.
Vueltas de tuerca “La corporación ofrece una mirada al mundo plástico de hoy y nos invita a reflexionar sobre la importancia de nuestras vidas y sobre los valores, hoy muchas veces perdidos en la vorágine consumista en la que todos vivimos.” Con su retórica cercana a la proclama, la descripción de la gacetilla de prensa hace temer lo peor. Afortunadamente, el nuevo largometraje de Fabián Forte (reconocido entre los fans del terror nac&pop por títulos como Mala carne y ¡Malditos sean!) no sigue al pie de la letra esas consignas y dispone sus argumentos de manera tangencial, resultado de un relato que cruza el suspenso, el thriller corporativo y la ciencia ficción social. Felipe Mentor (Osmar Núñez) es uno de esos tipos de mediana edad que parecen haber logrado con creces sus objetivos en la vida: dueño de una empresa exitosa, disfruta de un buen pasar y tiene a su lado a una bella y joven esposa. Claro que el caso de Felipe y Luz (Moro Anghileri) es de esos que hacen a mucha gente preguntarse, maliciosamente, si “la mina no estará con el tipo por la guita”. A los quince minutos de proyección el film deja en claro que sí. Y de una manera mucho más literal de lo imaginable. Con reminiscencias de películas como Al filo de la muerte, de David Fincher –aunque jugada a un tono más reposado e intimista–, La corporación encuentra a su protagonista en el vórtice de un conflicto emocional que hace erupción al tiempo que su organizada vida comienza a desmoronarse. Que Luz se llame en realidad Carla es anecdótico, un detalle más en el entramado que la corporación del título ha armado alrededor de Felipe, como un gran set cuyas bambalinas y tramoyas comienzan a ser visibles. Hay algo interesante en la construcción de ese personaje y es la imposibilidad del espectador de identificarse plenamente con él. Lejos del héroe clásico, Felipe es un tipo bastante desagradable, dueño de un carácter fastidioso, obsesivamente controlador, alguien capaz de despedir a un empleado porque no le gusta su facha, siempre en pose de patrón de estancia con la fusta en la mano. Todo ello hará que su caída resulte más patética, aunque el film nunca hará de su odisea un castigo moralizante. Bienvenida incursión local en el cine de género de baja intensidad, La corporación logra mantener el interés gracias a la dosificación de la información y las vueltas de tuerca, usualmente justificadas por la lógica de la historia. Pero si el film levanta vuelo, nunca termina de alcanzar altura de crucero: paradójicamente, es el mismo guión el que constriñe la puesta en escena y termina asfixiando, en más de un momento, la narración. Cerca del final, se plantea la posibilidad de que la felicidad (si tal cosa existe) no descanse en la onerosa perfección de Luz sino en la reaparición de una mujer del pasado, trocando vestidos de diseño y stilettos por unas mucho más prosaicas calzas y ojotas. Pero a no asustarse, Forte es bastante consecuente con su descripción del mundo y no se abandona al lugar común de “la belleza de las cosas simples” o similares eslóganes para la tribuna.
Timadores timados y equivocados Rodada en un 16mm en blanco negro que hace gala de un hermoso grano –e incluso de algunas imperfecciones típicas del soporte fílmico, que desafortunadamente pronto serán cosa del pasado para la mayoría de las producciones–, Errata, estrenada en la edición 2012 del Festival de Mar del Plata, pudo haber sido un interesante ejercicio de estilo en formato de corto o mediometraje. Con su metraje extendido, la ópera prima en el largometraje del joven realizador Iván Vescovo –egresado de la Universidad del Cine– va resintiéndose hasta llegar a su eventual desenlace. El film es una cruza consciente del fantástico porteño (no casualmente las referencias a Borges son constantes y directas) y de una suerte de neo noir que no es sólo expresivo, gracias a la estilizada dirección de fotografía (cortesía de Emiliano Cativa), sino narrativo, a partir de una relectura del enigma detectivesco clásico. Las primeras escenas muestran a Ulises (Nicolas Woller), un fotógrafo de veintipico, al tiempo que es abandonado por su novia sin demasiados preámbulos. Segundos después conoce a otra mujer, nuevo amor de su vida, futura obsesión y eventual femme fatale. Ella es Alma (luminosa Guadalupe Docampo), quien desaparecerá misteriosamente, poco tiempo después, de la vida de Ulises y de todos los que la conocían. De allí en más, la odisea del protagonista se asemeja a un mal sueño, que el film no hace más que reafirmar en un tono enunciativo, evidencia del carácter pesadillesco de todo el asunto. Es ese uno de los problemas centrales de Errata, cuyo título hace mención a un simple error conceptual o de tecleo, pero al que le otorga características esotéricas e incluso metafísicas: la enfática insistencia en subrayar todas y cada una de las novedades de la historia con una puesta en escena gritona, que no deja lugar a ningún tipo de sutilezas o sugerencias. No hay mucho que los actores puedan hacer en ese sentido, atados como están a diálogos poco atractivos y a una serie de encuadres que, en más de una ocasión, se acercan a un estilo cercano al diseño publicitario. A mitad de camino el film encuentra algunos logros en base a la idea de variación en la repetición, que bien podrían estar justificadas por la febril y laberíntica fantasía de Ulises. Pero la aparición de un nuevo personaje femenino pone en marcha una serie de vueltas de tuerca que borran con el codo lo escrito con la mano, cambiando drásticamente el estricto punto de vista adoptado hasta ese momento y transformando a Errata en un derivado algo simplón de las películas de timadores timados.
Una bacanal a la manera de Fellini Con aires de La dolce vita, el largometraje más ambicioso del realizador napolitano es un dilatado fresco que lleva al límite el barroquismo de sus obras anteriores y describe la actual fauna romana con una mezcla de sorna y simpatía. La gran belleza a la que hace mención el sexto largometraje de Paolo Sorrentino –el primero en ser estrenado comercialmente en nuestro país– es abstracta pero al mismo tiempo bien concreta. Abstracta porque surge de una cruza de emociones y sensaciones para la cual ni las palabras ni las imágenes parecen ser suficientes a la hora de describirla; concreta porque los encuadres y sonidos del film la ubican en ciertas expresiones artísticas y en algunas relaciones personales, aunque el protagonista insista –al menos en un primer momento– en acallarla con barullo, sopor y un cinismo a prueba de balas. Jep Gambardella, periodista especializado en arte y cultura, autor de una única novela décadas atrás, cumple 65 años y lo celebra en la terraza de su propia casa junto a amistades, allegados y conocidos. La fauna descripta en esa secuencia con una mezcla de sorna y simpatía, mientras la banda de sonido deja escuchar un remix de Raffaella Carrà, sienta las bases de un relato que, desde ese momento seminal, no hará más que referir al cine de Federico Fellini, en particular a la historia de Marcello Rubini, el giornalista de La dolce vita. Las comparaciones son, en ese sentido, inevitables y necesarias. Favorita entre los apostadores a llevarse el Oscar a mejor película de habla no inglesa, La grande bellezza propone un festín (una bacanal sería más acertado) impresionista donde la mirada del héroe, interpretado por Toni Servillo –figura recurrente en el cine de Sorrentino desde su ópera prima, L’uomo in più (2001)–, empapa todas y cada una de las viñetas que dan forma a la historia. Son sus ojos y sus ponzoñosas palabras las que describen las diversas fiestas, banquetes y reuniones en el retazo de sociedad romana por el que circula como pez en el agua, un cambalache donde se codean snobs, artistas, intelectuales, agentes de prensa, nobles, socialites y attricettas en alza y en plena caída. Un mundo que, detrás de la excitación y la apariencia de constante ebullición, esconde un vacío al que Gambardella es adicto. Pero el aniversario trae algunas novedades, como si los cimientos con los cuales supo construir ese edificio cotidiano estuvieran evidenciando fatiga de material. Llámese crisis, depresión o simple angustia, a este pequeño rey de Roma (como Marcello en La dolce vita, como Fellini, como el propio Paolo Sorrentino, hombres del interior radicados en la Ciudad Eterna) le llegó la hora de reflexionar sobre el pasado, el presente y el futuro. La grande bellezza es, qué dudas caben, el largometraje más ambicioso del realizador napolitano, un dilatado fresco que lleva al límite el barroquismo de sus obras anteriores. Al mismo tiempo, como en L’uomo in più y, fundamentalmente, en Il divo (retrato de un dirigente a lo largo de varias décadas de labor política), su mirada hacia la sociedad italiana está cargada de un sarcasmo que excede el rol del autor satírico, alcanzando en ocasiones las cotas del moralista. Tal vez lo mejor de la película sean algunas secuencias aisladas: el punzante monólogo con el cual Gambardella humilla en público a una de sus amigas íntimas, el encuentro con una stripper cuarentona –peculiar alma gemela–, la visita a una instalación fotográfica que logra conmoverlo genuinamente, uno de los primeros síntomas de ese cambio que parece avecinarse en su vida. Pero el film de Sorrentino, como la famosa creación de Fellini, actúa por acumulación de secuencias, por concentración de capas de sentido. Y es allí donde deja de hacer pie, abandonado a una deriva narrativa a veces acertada, otras tantas cargada de autoindulgencia, más allá del permanente atractivo visual que, en más de una ocasión, es simple y llana superficie luminosa, efímero fuego fatuo. Hay ciertamente algo de fatuidad en La grande bellezza, cuyo estilo se define a toda velocidad como manierista: cada sofisticado movimiento de cámara, cada rostro u objeto iluminado a la perfección, cada golpe de montaje, cada una de las eclécticas selecciones musicales, está concebida para complacer y halagar el gusto del espectador, más allá del sentido y la relevancia narrativa o emocional de tal o cual escena. El film va decantando sus temas y un recuerdo del pasado más remoto se transforma en leitmotiv de las vicisitudes actuales del protagonista, al tiempo que un personaje secundario, pero de suma importancia, acerca ese derrotero emocional hacia una suerte de epifanía religiosa. Esa obviedad de la trama, ese lugar común que define toda una vida, se oculta detrás de varios niveles de grandilocuencia audiovisual, y es casi la antítesis del camino que recorría Marcello en La dolce vita. La posibilidad del amor y de la belleza es aquí un recuerdo bañado en luz de luna, un erotismo romántico exacerbado y algo pretencioso; hace más de 50 años su incierta posibilidad estaba marcada por un bicho muerto en la playa y la sonrisa de una joven, cada vez más lejana e inasible.
Sufrir el calvario y vivir para contarlo Basado en la autobiografía de Solomon Northup, el film es uno de los favoritos para la próxima entrega de los Oscar. Describe las vejaciones físicas y psicológicas sufridas por el protagonista, un negro de clase media que es vendido a los traficantes de esclavos. Con nueve nominaciones a los premios Oscar y una mirada laudatoria casi unánime de la crítica norteamericana, el tercer largometraje del británico Steve McQueen (y su primer film realizado en los Estados Unidos) se ha convertido en uno de los favoritos a llevarse el premio mayor en la inminente entrega de los premios de la Academia de Hollywood. De ahí a suponer que se trata de una gran película, de una obra de enorme jerarquía artística, hay una cierta distancia. La misma que dista de las mentadas “estatuillas doradas” y el mejor cine producido durante los últimos 365 días. Lo cierto es que si 12 años de esclavitud hubiera sido producida hace unos cincuenta años en el seno de la industria del cine made in USA podría hablarse sin ponerse colorados de una película corajuda, importante e incluso necesaria. En 2013, se trata de una discreta aproximación al tema de la esclavitud, realizada con un nivel de pacatería narrativa y corrección política notables. La corrección política acompaña la película, que tiene nueve nominaciones a los Oscar. Basado en el libro autobiográfico Twelve Years as a Slave, escrito por Solomon Northup y publicado en 1853, el guión de John Ridley presenta a su protagonista en un mundo poco menos que idílico. Northup es un negro emancipado en los Estados Unidos pre Guerra Civil, pero lejos de las dificultades que cualquier afroamericano –esclavo o no– debía soportar como consecuencia del omnipresente racismo, el film lo muestra como un hombre de familia de clase media, orgulloso de su posición social, querido por sus vecinos blancos. A partir del momento en el que es raptado mediante engaños y vendido bajo un nombre falso, 12 años de esclavitud se dedica a describir los sufrimientos, vejaciones y torturas físicas y psicológicas a las cuales eran sometidos la gran mayoría de los esclavos en las plantaciones y campos del sur americano. El caso de Northup es famoso por tratarse de uno de los escasísimos cautivos que lograron recuperar su libertad y vivir para contarlo. A poco de comenzada la odisea, el film de McQueen –que en sus películas anteriores, Hunger y Shame: Sin reservas, hacía las veces de estilista innovador– adopta un tono que nunca abandonará a lo largo de sus poco más de dos horas de metraje: una suerte de realismo romántico que hace del protagonista un héroe de la resistencia, el deseo de sobrevivir y la esperanza. Incluso bajo esos primeros golpes que, a manera de bienvenida a su nueva vida, le propinan salvajemente un par de traficantes de vidas humanas. Lo que sigue es un retrato de la relación entre el protagonista, sus compañeros de calvario y dos o tres de sus eventuales dueños, hasta el feliz momento de su liberación luego del encuentro fortuito con un carpintero librepensador (cualquier inferencia religiosa corre por cuenta del espectador). En Django sin cadenas, el film de Quentin Tarantino estrenado el año pasado –que no hace más que crecer en la odiosa comparación con el de McQueen–, el juego de la fantasía violenta lograba por momentos mostrar en toda su ferocidad el horror de la institución de la esclavitud, sus componentes políticos y económicos, su cualidad de orden social y cosmovisión dominante. 12 años de esclavitud, con su énfasis en el sadismo personalizado y una descripción de tipos sureños casi caricaturescos (característica no intencional, muy a su pesar), se transforma en una de esas películas con “temática seria” diseñadas para el consumo y digestión veloz de un público ideológicamente cautivo. Porque, claro está, ¿quién puede estar a favor de esos terratenientes esclavistas que usaban y abusaban de otros seres humanos como si se trataran de meros objetos personales? La de McQueen es una película biempensante por demás, trillada y obvia, cuya audiencia sólo puede asentir con la cabeza y repetir “qué tiempos terribles, aquellos”, quizá como exorcismo individual para alejar tantas violencias y esclavitudes –literales y metafóricas– contemporáneas. Hay una escena que roza lo que algunos podrían diagnosticar como abyección, no por su contenido, sino por la manera en la cual es expuesto. Luego de obligar a Northup a castigar con el látigo a una joven esclava, el sádico latifundista interpretado por Michael Fassbender continúa con la tortura de manera mucho más salvaje. La cámara, que hasta ese momento había registrado la situación de manera tangencial, se ubica de pronto de frente a la espalda de la muchacha, y el uso de efectos especiales digitales permite apreciar cómo el impacto de la soga penetra en la carne, haciendo saltar fragmentos de piel y sangre. El viejo juego del shock, calculado y medido para el efecto aleccionador. 12 años de esclavitud, con su convencional humanismo de salón, está más cerca de la pornografía emocional edificante que de la denuncia de algún tipo. Eso sí, realizada con importantes recursos y evidente talento técnico y actoral. Esa corrección por la cual el cine americano es famoso desde tiempos inmemoriales, generadora de obras maestras y otras que intentan o simulan serlo.
Buscando desesperadamente la intensidad La historia del cine está plagada de amores que impactan con la fuerza de un meteorito, de amores furtivos, secretos y prohibidos. Pero El tiempo de los amantes (“de la aventura” en el original francés) intenta con creces, casi rogando, asociarse al selecto club de las historias de amor exiguas, limitadas por la falta de tiempo, cuyo romanticismo es más evidente cuanto más se distancian del cliché y del sentimentalismo, tan lejos de la comedia romántica como del melodrama almibarado. Una sociedad integrada por grandes películas como Breve encuentro (David Lean), Los puentes de Madison (Clint East-wood), Antes del amanecer (Richard Linklater) o Vendredi soir (Claire Denis). En El tiempo de los amantes los protagonistas están acordonados por más de una atadura afectiva y social y sólo podrían escribirse los siguientes capítulos de su fugaz romance si al menos alguno de ellos abandonara una vida que parece consumada (aunque, como suele ocurrir, plagada de dudas y temores). No se sabe bien qué le ocurre a Alix, una mujer de 43 años que, en palabras de su hermana, se comporta como una adolescente descarriada. Alix es actriz y, al comienzo del film, debe viajar desde Calais –donde se encuentra trabajando en una obra– hacia París para participar de un casting. No se sabe bien qué le ocurre, pero es evidente que varios conflictos y crisis de diversa intensidad están teniendo lugar en su interior. Lo que sí se sabe es que se interesa por un hombre que viaja en el mismo tren que ella y que, pocas horas después, se la encontrará buscándolo, hablando con él, teniendo sexo en un cuarto de hotel y, tal vez, enamorándose. Que el hombre en cuestión sea un profesor de literatura inglés que ha viajado a Francia por razones nada festivas es lo de menos. Lo importante, parece decir el realizador y guionista Jérôme Bonnell, es lo que les ocurre a los personajes y las decisiones que toman a partir de ese breve encuentro de apenas algunas horas. De no contar con Emmanuelle Devos y Gabriel Byrne, que “sostienen” una película con su mera presencia, la historia se hubiera desbarrancado en los primeros minutos de proyección. Tal vez el film pida demasiado de los espectadores, como simular que el olvido de la batería de un celular y el no funcionamiento de una cuenta bancaria son otra cosa que un grosero truco de guión. Si el comportamiento de Alix es un tanto extraño y extremo, alguna vuelta de tuerca, que no se revelará aquí, intentará justificarlo, aunque sin demasiado éxito. Pero incluso admitiendo la consecución de ciertas fantasías dentro o fuera de la pantalla, hay algo en el film de Bonnell que nunca termina de solidificar, con su mezcla de escenas de amor intenso con momentos de comicidad costumbrista, de retazos idealizados de vida cultural callejera con fragmentos de Vivaldi y Mozart a todo volumen. Si hay amor después del amor o si Alix vuelve con su pareja y el hombre sin nombre cruza el charco para regresar al hogar, es secundario: El tiempo de los amantes –más allá de algún diálogo acertado entre las sábanas, de alguna mirada sensible y profunda– nunca encuentra la intensidad que anda buscando desesperadamente.
Entre solemnidad cursi y cursilería solemne La leyenda de los 47 ronin de la era Tokugawa, basada en hechos reales ocurridos a comienzos del siglo XVIII, forma parte del folklore japonés y ha sido retomada por la literatura, el teatro y el cine de ese país en decenas de ocasiones. Según el relato más o menos oficializado por el paso del tiempo, esa historia de venganza y honor incluye a un tal Asano, samurái de alcurnia, que en plena recepción al shogun produce un desaire protocolar y es obligado a quitarse la vida. Aunque, eso sí, con todos los honores del ritual conocido como seppuku (un japonés jamás utilizaría el mucho más prosaico hara-kiri). El responsable último del hecho habría sido otro samurái de nombre Kira, aparentemente afecto a las coimas, aunque las versiones al respecto varían. Luego de idas y venidas y una espera de más de un año, 47 sirvientes del suicidado Señor, transformados en orgullosos ronin (samuráis sin amo a quien servir), llevaron a cabo una sangrienta venganza contra Kira, con la guía y liderazgo de Oishi, uno de los principales consejeros de Asano. Luego de restablecer el nombre y el honor de la familia a la que servían, se entregaron a la Justicia y terminaron sus días abriéndose el estómago. El cine nipón ha adaptado esa historia en películas centradas bien en la acción física, bien en la metódica espera; poéticas y serenas algunas (como la de Kenji Mizoguchi, producida en 1941), excitantes y aventureras las otras (como la versión de Hiroshi Inagaki de 1962). Esta necesaria introducción viene al caso, ya que es imperioso afirmar que la nueva versión de los 47 ronin, producida por los estudios Universal en Hollywood, poco y nada tiene que ver con la historia original, de la cual mantiene apenas dos o tres ideas básicas y el arco narrativo de muerte, espera, preparación y venganza. A partir de allí comienzan las diferencias: la película de Carl Rinsch está habitada por brujas, fantasmas, seres sobrenaturales, dragones y luchadores de más de dos metros de altura. El énfasis en las relaciones de clase y la rigurosa etiqueta de la casta samurái son reemplazados por princesas enamoradas, villanos de manual (la superestrella del cine japonés Tadanobu Asano) y romances más grandes que la vida. El Japón medieval que presenta el film está mucho más cerca del universo de Tolkien que de los libros de historia o del cine de samuráis. Nada de malo hay en ello: cualquier historia es digna de ser maltratada y reconvertida. No es necesariamente problemático, aunque sí un tanto ridículo, que un reparto integrado casi en su totalidad por actores japoneses hable en idioma inglés con diversos grados de acento. Tampoco es extraño que un film norteamericano del siglo XXI insista con esos miedos tan siglo XX a utilizar un actor asiático en el rol central, “dividiéndolo” en este caso entre el Oishi interpretado por Hiroyuki Sanada y el personaje de Kai (Keanu Reeves, en la piel de un mestizo abandonado a su suerte cuando era bebé y criado por unas criaturas mitológicas del bosque). De todas formas, los obstáculos fundamentales de 47 ronin son dos: su solemnidad cursi y su cursilería solemne, que atentan contra cualquier posibilidad de disfrutar de un espectáculo que no puede, de ninguna manera, ser tomado en serio. Colorinche en 3D al cual le faltan garra, nervio y sentido del ritmo, su etnocentrismo disfrazado de exotismo, sus escenas de acción formateadas y la irritante previsibilidad de su narración terminan generando una falta de interés que deshabilita el deseo del espectador. Tal vez el peor pecado cuando se habla de “una de aventuras”.