El día que la marmota pasó a ser héroe Como en el clásico de Harold Ramis, el soldado encarnado por Cruise despierta cada mañana para vivir lo mismo, pero con una lógica de videojuegos en la que mejora para vencer a sus enemigos, en un recreo narrativo liviano, veloz y con gracia. Súmense a una base narrativa deudora de las repeticiones temporales de El día de la marmota (o Hechizo del tiempo) las imágenes bélicas de Invasión -Starship Troopers (menos su componente de sangre y tripas explícitas), agréguese una pizca de Alien o bicharracos similares y condiméntese con las habituales dosis de imaginería digital: así se tendrá una idea más o menos cabal de Al filo del mañana. O no tanto, porque si una película nunca es igual a la suma de sus partes, este film de acción futurista dirigido con mano firme y resultados inusualmente tersos, nobles y transparentes deja en claro, rápidamente, que sus evidentes inspiraciones le sirven para subirse al trampolín y nunca para imitar o, menos aún, robar a destajo de glorias ajenas. En otras palabras, el último vehículo de ese eterno galán y muñeco de acción de carne y hueso llamado Tom Cruise es también un objeto casi en extinción en el mainstream de gran presupuesto estadounidense: liviana entre mares de solemnidad, veloz entre tanto diálogo aclaratorio, autoconsciente y rebosante de humor solapado. Doug Liman, director de artilugios olvidables como Jumper y Sr. y Sra. Smith, había demostrado tener lo que se necesita en Identidad desconocida, clásico reciente del cine de acción y suspenso y punto de partida, hace ya más de diez años, de la saga cinematográfica de Bourne. Basada en una exitosa novela sci-fi del autor japonés Hiroshi Sakurazaka, Al filo del mañana es no sólo una película que fija la mirada en un futuro hipotético, imaginando un planeta Tierra invadido por unos seres tan indescriptibles (algo así como pulpos plateados con decenas de tentáculos) como letales. También mira hacia el pasado, consciente de una tradición que llega hasta los seriales de ciencia ficción y acción de los años ’30 y ’40, plan ideal para chicos y adolescentes en las tardes de sábado de antaño. A poco de comenzada la proyección, resulta claro que el mayor Cage (Cruise) no se destaca precisamente por su heroísmo o las habilidades para el combate: es una suerte de publicista del ejército norteamericano. Pero a poco de llegar a Londres para ultimar detalles del esfuerzo propagandístico bélico, un general inglés (Brendan Gleeson) le quita insignias y galones y lo manda derechito al frente de batalla, rebajado al rango de soldado raso y condenado a una muerte segura. Cosa que ocurre al toque, apenas llegado al teatro de operaciones, con esos velocísimos bichos arrasando con transporte, armas y seres humanos. Pero... sorpresa: Cage despierta exactamente en el mismo lugar y momento del día anterior. Como le ocurría a Bill Murray en Groundhog Day, aunque sin Sonny y Cher de fondo. Y así todos los días, durante ¿meses?, ¿años?, ¿siglos? Poco importa por cuánto tiempo o las razones del intríngulis (algo tiene que ver el hecho de haberse salpicado con sangre alienígena, como un Sigfrido del futuro),aunque en el camino el caballero pasará de cobarde y torpe recluta a gallardo y perspicaz guerrero, con la ayuda de una señorita vencedora en –literalmente– miles de batallas, la siempre pagadora Emily Blunt. Ingeniosa a la hora de esconder esas paradojas y agujeros lógicos inherentes a todo relato sobre viajes en el tiempo, Al filo del mañana avanza con velocidad y seguridad durante los primeros 70 minutos, animándose a la repetición de planos e incluso de escenas enteras con gracia, elegancia y una bienvenida dosis de humor, que hace de la primera encarnación de Cage poco más que un monigote en película ajena. A diferencia del gran film de Harold Ramis, las variaciones en la repetición no están aquí ligadas al plano del desarrollo y crecimiento emocional o filosófico como a la lógica de los videogames: en cada nueva vida el jugador/protagonista avanza un poco más en las entrañas del juego y mejora sus habilidades para vencer obstáculos y enemigos. Pero –a no confundirse– la estructura del film de Liman es fundamentalmente una encarnación contemporánea de la narración clásica, donde cada nuevo paso y evolución está marcado por un avispado uso de las elipsis y la relación causa-efecto. El héroe llega con el caballo un poco cansado al último acto, cuando la trama desarma la posibilidad del retroceso a foja cero, y tal vez haya que buscar las razones de esa fatiga en la entrega a ciertas concesiones al manual del lugar común, del cual se había sabido escapar hasta ese momento. Es durante la última media hora que los guionistas deciden sacar un grupo de incondicionales del protagonista como un as bajo la manga y las escenas de acción comienzan a parecerse a tantas otras en el cine contemporáneo, incluyendo como subtrama el inevitable interés amoroso que, afortunadamente, ocupa el tiempo justo y necesario, sin terminar de caer en cursilerías. Pero si el vidrio se empaña un poco, es cuestión de retroceder en el tiempo y recordar lo visto hasta ese momento, un recreo narrativo que está varios puntos arriba del grueso de ese cine de acción grandote y pesado que –en loop ad infinitum– puede verse casi todas las semanas.
Relato elíptico con potencia simbólica La realizadora Haifaa Al-Mansour describe la situación de sus congéneres en su país, pero evita la confrontación directa con la historia de una chica cuyo objeto de deseo es una bicicleta, en un mundo donde su uso está vedado a las mujeres. El primer largometraje producido en Arabia Saudita es, también, el primero dirigido allí por una mujer. Esa es la noticia que circuló ampliamente desde el estreno de Wadjda en el Festival de Venecia, hace casi dos años. Dadas las particulares circunstancias del rodaje –con la realizadora encerrada en una combi durante las escenas de exteriores– y la situación de la mujer en general en ese país árabe, se trata no tanto de una línea anecdótica que sirve para publicitar el film, como de un hecho de la realidad que tiene (y mucho) que ver con el tema y el tono de la historia que narra. “Quería filmarla en mi país, porque me interesaba particularmente mostrar cómo son las cosas allí. Mostrarlas no sólo a público de otros lugares, sino al de mi propio país, que hasta ahora no tenía imágenes cinematográficas de sí mismo”, confesó la realizadora Haifaa Al-Mansour en una entrevista publicada en estas mismas páginas. Irónicamente, Wadjda nunca será estrenada en salas sauditas por la sencilla razón de que éstas no existen, aunque sí ha sido exhibida en la televisión de cable y se espera un lanzamiento reducido en DVD. Con el título local de La bicicleta verde, la película –que contó con un importante apoyo económico alemán, como así también de técnicos de ese país en rubros como la fotografía y el montaje– evita de lleno la confrontación o la denuncia directa, optando, en cambio, por un relato elíptico, no exento de cierto vuelo metafórico, un poco a la manera del cine iraní protagonizado por niños. Algo lógico, teniendo en cuenta el deseo de Al-Mansour de llegar a sus coterráneos sin sufrir problemas de censura. Uno de los momentos de mayor potencia simbólica, que puede pasar inadvertido si el espectador está algo desatento, encuentra a la niña protagonista –la Wadjda del título original– encerrada en el baño público de un shopping junto a su madre: todo parece indicar que no existen los probadores femeninos en las tiendas sauditas, por lo que la mujer debe recurrir a ese truco para probarse un nuevo vestido. En un plano que no dura más de un par de segundos, la cámara se detiene sobre un afiche publicitario donde una modelo –sin dudas extranjera– fue fotografiada de cuerpo entero, pero la ley islámica dispuso varios rectángulos negros sobre su cuello, los brazos, las piernas y el ombligo. En Arabia Saudita, una de las pocas monarquías absolutas que siguen rigiendo en el mundo, el cuerpo de la mujer no es cosa pública. De hecho, parece ser en gran medida propiedad privada. Eso es lo que va aprendiendo la joven Wadjda (interpretada por Waad Mohammed, quien nunca antes había actuado frente a una cámara) en los pasillos y aulas de la escuela. Siendo todavía una niña, no está obligada a portar el chador y mucho menos el nicab, aunque la rectora del establecimiento ya la ha reprendido en varias ocasiones por salir a la calle sin un pañuelo, con la cara totalmente descubierta. No se trata de una obligatoriedad impuesta por la ley, sino de una serie de usos y costumbres de las cuales es casi imposible escapar, transmitida de madres a hijas, de docentes a alumnas. El machismo no es sólo cosa de hombres y la opresión empieza por casa. No hay ambivalencias en la representación de la madre de Wadjda, atrapada en el tradicional rol de madre y esposa, angustiada por la posibilidad de que su marido despose a otra mujer (la poliginia es admitida en Arabia Saudita, siempre y cuando el hombre demuestre tener los medios económicos para mantener a varias esposas), atenta y preocupada por las pequeñas rebeldías de su hija. Allí es donde hace aparición la mentada bicicleta, objeto de deseo en un mundo donde su uso está vedado a las mujeres por las convenciones sociales. Deseo que, eventualmente, llevará a la niña a anotarse en un concurso de recitación del Corán, casi una paradoja en sus propios términos. En poco tiempo más, Wadjda no podrá jugar ni pasear libremente con su vecino, por lo que las prácticas con una bicicleta prestada se sienten como una carrera contra el tiempo. Sin abandonar nunca el registro realista de casos y cosas, Haifaa Al-Mansour va sin embargo incorporando al relato un componente de fábula. Si ese elemento esperanzado es simplemente expresión de voluntarismo o una señal cinematográfica de que algo –lenta, gradualmente– está cambiando para las mujeres en la sociedad saudí es algo que sólo el tiempo podrá dilucidar.
El viejo monstruo merecía más que esto Este nuevo intento por adaptar a la idiosincrásica criatura y condimentarla con elementos algo más apetecibles para el paladar norteamericano resulta narrativamente torpe, con un componente humano chato, desabrido y atado a las convenciones. Gojira fue primero la gran estrella del cine nipón del año 1954 y, más tarde –rebautizado como Godzilla para las pantallas internacionales–, ciudadano del mundo. Implacable en su violencia hacia los seres y cosas que lo rodeaban, transformada luego en la buenaza de la película, finalmente convertida en mascota, la creación de Ishiro Honda y Eiji Tsuburaya se transformó en un éxito de público tan gigantesco como su estrella, fundando un género conocido como kaiju eiga (kaiju quiere decir “monstruo gigante”). Consecuencia de ello, la de Gojira resultó una de las franquicias más extensas en la historia del cine japonés, con veintipico de secuelas oficiales. La nueva Godzilla es el segundo intento occidental –luego del film de Roland Emmerich estrenado en 1998– por adaptar a la idiosincrásica criatura y condimentarla con elementos algo más apetecibles para el paladar norteamericano y, por ende, mundial. Se trata de un film narrativamente torpe, que a lo largo de dos horas intenta entrecruzar su parafernalia de efectos digitales a gran escala con un par de líneas dramáticas que tienen como eje inevitable a los miembros de una típica familia hollywoodense de clase media. El joven protagonista, un soldado idealista, bondadoso y corajudo llamado Ford Brody (Aaron Taylor-Johnson), debe viajar a Japón de urgencia, algo avergonzado por las actividades de su padre (Bryan Cranston), un ex ingeniero nuclear que acaba de ser arrestado por meterse en propiedad privada ajena. Las razones de la intrusión son explicadas en el prólogo: quince años antes, un horrible accidente destruyó la central nuclear donde trabajaba Brody Sr, matando entre muchas otras personas a su propia madre (Juliette Binoche, en un papel tan breve que podría catalogarse de cameo). ¿Terremoto? ¿Accidente humano? ¿Omnipotencia en el uso de la energía nuclear? La causa no tardará en descubrirse, bajo la forma de tres monstruos que podrían acabar con el mundo según lo conocemos: el propio Godzilla y dos bichos llamados genéricamente como M.U.T.O.s. (siglas en inglés de Organismo Terrestre Masivo no Identificado). Las comparaciones son odiosas, es cierto, pero si algo sostiene a la Gojira original luego de sesenta años (sin ser, nobleza obliga, ninguna obra maestra) es su componente de angustia y dolor por la pérdida de vidas, su calidad de metáfora capaz de aglutinar ansiedades y neurosis ante el peligro nuclear: Hiroshima y Nagasaki estaban ahí, muy cerca en el tiempo, como recuerdo imborrable del horror. Esta Godzilla 2014 –segundo largometraje del británico Gareth Edwards– intenta, sin demasiado éxito, convocar el recuerdo del reciente tsunami que destruyó gran parte de la zona costera de Tohoku y el desastre de la central de Fukushima, así como también el atentado a las Torres Gemelas neoyorquinas, en dos breves escenas que aspiran a superar –CGI mediante– el espectáculo de destrucción y muerte real captado por las cámaras amateurs. Pero ningún momento del film de Edwards logra la emotividad de esos planos de hospitales repletos de madres separadas de sus hijos, ni Taylor-Johnson es capaz de transmitir la pesadumbre de Takashi Shimura en el film de Honda. Hay en Godzilla, es cierto, algunas escenas que logran generar asombro ante el prodigio de los efectos especiales e incluso algo de belleza visual, como en la secuencia de los paracaidistas. Pero el componente humano es tan chato y desabrido, tan pobre y burdo, tan atado a las convenciones y descuidado en la construcción de la verosimilitud narrativa, que anula en gran medida el trabajo de diseño y la espectacularidad de las imágenes. El viejo Godzilla –que, fiel a su costumbre, de encarnación del Apocalipsis pasa a ser el salvador de la humanidad– se merecía bastante más que esto.
Una historia de amor a la andaluza El documental de las hermanas Terribili consigue un sensible y profundo retrato humano y social, a partir de la hija menor de una familia de gitanos que, por mandatos ancestrales, queda a cargo de un padre muy mayor y una madre enferma. Semana tras semana, mes a mes, decenas de películas nacionales son lanzadas al circuito de exhibición con escasas posibilidades de ser ya no vistas sino, siquiera, identificadas por el espectador medio. En algunos casos es casi como si salieran al matadero. Es una verdadera injusticia, por ejemplo, que el documental (con pizcas de ficción) argentino-español Un día gris, un día azul, igual al mar, de las hermanas Luciana y Melina Terribili, se estrene en una única sala y en apenas dos funciones diarias. Injusto y triste, porque este film, que ya tuvo circulación por varios festivales de cine, entre ellos el marplatense, parte de un meticuloso trabajo de acercamiento a sus sujetos –esencialmente una chica gitana de la provincia de Granada, España, sus padres ancianos y su novia– y construye un sensible y profundo retrato humano y social. Un día gris... no es original ni pretende serlo y en sus escenas concentradas en la marca de lo cotidiano es posible encontrar rastros del método de Pedro Costa, aunque quienes se acerquen al film en busca de sordidez se irán con las manos completamente vacías. Carmen sólo escapa de su asfixiante vida familiar durante sus encuentros con Sheila, una chica no gitana. Hijas del artista plástico Carlos Terribili, las mellizas Luciana y Melina vienen trabajando en el terreno del documental televisivo desde hace algún tiempo. Y en su primer largometraje, rodado durante dos años en la comunidad autónoma de Andalucía, en un barrio con fuerte presencia gitana en Granada, el Almanjáyar, demuestran tener el suficiente temple para evitar la denuncia y el sensacionalismo, centrándose en cambio en los aspectos más íntimos y personales de la protagonista y su entorno. La joven en cuestión es Carmen, hija menor de una familia de gitanos que, como tal y por mandatos ancestrales, queda a cargo de un padre muy mayor y una madre enferma. Es un mundo asfixiante del cual Carmen sólo escapa temporalmente durante sus encuentros con Sheila, una chica no gitana con quien mantiene una relación sentimental. Si el lesbianismo es un tema tabú dentro de la comunidad gitana, la falta de horizontes laborales no ayuda precisamente a concretar el sueño de las muchachas de mudarse y comenzar juntas una nueva vida. Y Carmen, por más que putee en correctísimo andaluz, ama a sus padres y sabe que no será fácil abandonarlos de un día para el otro. La vida diurna de Carmen, a quienes las realizadoras conocieron a través de un taller de canto en el barrio de Almanjáyar, incluye alimentar y vestir a sus padres, hacer las compras y cocinar y también concurrir a la escuela-taller donde la joven intenta terminar sus estudios inconclusos y, tal vez, aprender algún oficio que le permita acceder a un futuro trabajo. Por las noches, sin que sus padres se enteren, Carmen hace pasar a su cuarto a Sheila y su pequeña cama de una plaza se transforma en confesionario y ámbito donde dejar volar la imaginación y verbalizar sueños, deseos y miedos. Es durante esos diálogos nocturnos y otros momentos de intimidad de la pareja donde Un día gris... abandona el riguroso registro documental y se permite utilizar ciertos procedimientos del cine de ficción, partiendo de la reelaboración de elementos y situaciones reales en escenas que son “actuadas” por las protagonistas. El resultado es cálido, creíble, sincero, y le aporta al film un crescendo dramático que Terribili&Terribili refuerzan gracias al uso de ciertos planos (la escalera que da al departamento, las charlas antes de dormir, la compra de billetes de lotería) que se repiten a intervalos más o menos regulares, como si intentaran imitar, a partir del montaje, la monotonía con ligeras variaciones de la vida fuera de la pantalla. En el fondo, como en alguna canción andaluza, Un día gris... es una historia de amor, en este caso no signada por los desvíos y escollos de un guionista sino por las dificultades y presiones de la cultura, la sociedad y las decisiones personales de sus protagonistas.
Víctimas de una doble discriminación Que el fútbol es cosa de hombres es algo discutible, pero al mismo tiempo difícil de discutir. Particularmente en un país como el nuestro, donde atávicos mandatos patriarcales y machistas siguen imperando a pesar de los cambios sociales de las últimas décadas. Y en el que a un hombre al cual no le gusta o interesa el fútbol se lo mira con algo de sospecha, casi igual que a una mujer dispuesta a conversar sobre los asuntos del balompié en pie de igualdad. Y ni hablar de una fémina que lo practique como deporte. En Mujeres con pelotas, el documental del argentino Gabriel Balanovsky y la estadounidense Ginger Gentile, se discute y mucho sobre esas y otras cuestiones: del fútbol como pasión, como práctica deportiva, como lugar de inclusión y contención, como ámbito donde darle batalla a los prejuicios y estereotipos de género. Tal vez lo más valioso del film sean, precisamente, sus claras intenciones por darle visibilidad a algo tan cercano pero que, sin embargo, permanece oculto, casi invisible para una mayoría. Si bien Mujeres con pelotas (evidente y localista juego de palabras que tiene una profunda razón de ser) recorre diferentes ámbitos, estratos sociales y estructuras deportivas, el corazón del film parece descansar en el equipo de la Villa 31 de Retiro, Las aliadas, a quienes la cámara y el montaje vuelven una y otra vez. Tal vez porque esas jugadoras amateurs son víctimas de una doble discriminación: además de patear la pelota incansablemente las chicas son villeras. En la descripción de su esfuerzo, tesón y esperanza, acompañadas por la obcecada pasión de su entrenadora, Mónica Santino –tal vez el mayor referente del fútbol femenino en el país, a su vez una de las protagonistas hace más de diez años de otro documental, Lesbianas de Buenos Aires, de Santiago García–, la película encuentra un núcleo desde el cual abrirse hacia otras historias y experiencias. Desfilan así futbolistas de los escasos equipos semiprofesionales del país (Boca, Estudiantes de La Plata), la dueña de una escuela de fútbol llamada A lo femenino, dirigentes deportivos y periodistas especializados como Víctor Hugo Morales y Gastón Recondo. Es una verdadera pena que los realizadores no hayan encontrado un soporte formal interesante sobre el cual construir el relato: Mujeres con pelotas se parece demasiado a un extenso informe televisivo. Lo de extenso no es precisamente un defecto, más bien todo lo contrario: difícilmente un programa de tevé disfrute de 75 minutos para profundizar sobre un tema. Pero el estandarizado formato de entrevistas a cámara alternado con fragmentos ilustrativos le juega en contra, achatando los logros del trabajo de investigación y seguimiento. Quedan en la memoria las historias de vida, la improbabilidad de una profesionalización del fútbol femenino en el futuro inmediato, el deseo de Mónica Santino de crear el primer club exclusivamente femenino, la alegría de un viaje al extranjero para competir en un torneo de fútbol “social”. Y, por cierto, la estupidez al desnudo de algunos prejuicios, como la canonización de la jugadora de fútbol como marimacho, en palabras textuales de uno de los entrevistados. Aunque, al respecto, cabría preguntarles a los realizadores si decidieron omitir la condición de lesbiana de Santino porque no tenía ninguna relevancia en el contexto del film o bien por miedo a contribuir indirectamente con la continuidad de ese estereotipo.
El cine mudo le queda grande de sisa Ganador de diez premios Goya (incluyendo Mejor Película, Guión, Actriz, Fotografía y Música), el segundo largometraje del bilbaíno Pedro Berger se ganó el lugar de niña mimada del cine español cosecha 2012, transformándose para la prensa de ese país en algo así como la versión hispánica de El artista, el gran éxito del francés Michel Hazanavicius (parece no haber aquí efecto imitación: según declaraciones del realizador, la idea del proyecto es de larga data). La comparación no es casual, ya que las dos películas intentan replicar o imitar –con mayor o menor éxito– formas, métodos y estéticas del cine mudo. O, para ser más precisos, ambos títulos se basan en un equívoco duro de matar: cierto imaginario popular sobre el estilo general de la producción cinematográfica en el período silente. Lo cierto es que Blancanieves va un poco más allá en ese sentido. A diferencia de El artista –que incluía juegos y efectos sonoros de toda clase e incluso voces en los últimos tramos–, Berger se juega por completo a la falta de diálogo sincronizado, dedicando la pista de sonido exclusivamente a las composiciones musicales de Alfonso de Villalonga. Lo que sí comparten es cierta obsesión por el melodrama y los excesos actorales, una suerte de condensación del cliché de la pantomima y la teatralidad, contradicha por cientos de realizadores en los años ’20. ¿Habrán visto Berger y Hazanavicius a Dreyer, a Pabst, a Eisenstein, a Vidor? ¿O prefieren ignorarlos y concentrarse en cambio en una idea monolítica y romántica del cine mudo? Basada (muy) libremente en el famoso cuento de hadas –cuya versión más famosa es, por lejos, la de los hermanos Grimm–, Berger traslada la acción a la España de los años ’20 y al mundo taurino, con la pobre heroína convertida en poco más que sirvienta luego de la muerte de su madre y la postración de su padre torero (el mexicano Daniel Giménez Cacho). La madrastra malvada es una Maribel Verdú jugada al arquetipo de la villanía, puro gesto duro, viles planes y el más variado de los guardarropas. Las vueltas de tuerca tuercen los destinos y la inevitable amnesia permite el inicio de una nueva vida para la protagonista, interpretada por la bella actriz Macarena García. Es entonces que un pequeño circo de toreadores enanos (concepto que parece el resultado de una extraña cruza entre Herzog, Fellini y Browning) se ofrece como panacea ante tantos dolores y eventual trampolín para la fama eterna. La fotografía en blanco y negro de Kiko de la Rica (colaborador habitual de Alex de la Iglesia) transforma el soporte digital original en una bella imitación de la escala pancromática del 35mm de aquellos años, y es uno de los principales cimientos sobre los cuales Berger edifica el relato. Blancanieves depende en gran medida de ese juego de lugares comunes sobre el “mudismo” cinematográfico para sostener su trama de muertes, abandonos, sometimientos, torturas psicológicas, salvatajes, casualidades y reencuentros. En otras palabras, forma y contenido se entrelazan de modo inseparable, un logro del realizador que, desde el minuto uno, se transforma al mismo tiempo en una limitación, un solipsismo formal que convierte al film en un producto del diseño visual. A diferencia de la Independencia, de Raya Martin, o el Tabú, de Miguel Gomes, dos films en los cuales el cine mudo no es simplemente remedado sino reelaborado, tanto estética como ideológicamente (la problemática del colonialismo es esencial en el desarrollo de ambas películas), en Blancanieves la falta de diálogos, la utilización de los intertítulos y el formato 1.33 son el decorado formal sobre el cual se construye una fábula a la cual le falta sustancia, riesgo y, tal vez, un poco de sentido de subversión. Una película a la cual ese estilo que intenta sostener por vía del pastiche le queda algo grande de sisa.
Historias mínimas en la Patagonia El film de Kantor ensaya un parentesco entre los mapuches y los huemules, ambos perseguidos y cazados, reducidos los primeros a la pobreza y la exclusión, los segundos a la subsistencia límite en bosques y valles escondidos. Dos hombres viajan a caballo entre lagos y montañas, buscando rastros –pisadas, pelos, heces– de un animal en vías de extinción. El más alto, de pelo largo y sombrero atado al cuello, es Ladislao, descendiente de los mapuches, uno de los pueblos originarios del sur del continente americano sometidos y masacrados por la civilización blanca. Mapuche significa “Gente de la tierra”, y tal vez no sea casual que el protagonista de Buscando al huemul intente, a través de esa búsqueda con escasas posibilidades de éxito, conectarse con la tierra de sus antepasados a través de un animal casi legendario, el ciervo austral, del cual se estima que no existen más de dos mil ejemplares con vida, en su mayoría en la Patagonia chilena. Resulta claro, desde un primer momento, que la ópera prima en solitario de Juan Diego Kantor ensaya un parentesco, por vía de la metáfora, entre los mapuches y los huemules; ambos perseguidos y cazados, reducidos los primeros a una generalidad de pobreza, exclusión y discriminación, los segundos a la subsistencia límite en bosques y valles escondidos entre quebradas. Presentada en la Competencia argentina en el Festival de Mar del Plata 2012, Buscando al huemul alterna algunos días de búsqueda en el Parque Nacional Nahuel Huapi, con el protagonista y su fiel compañero Nazareno siguiendo el rastro del esquivo animal –primero a caballo y luego a pie–, con algunos fragmentos de la vida familiar y laboral de Ladislao: una breve visita a San Carlos de Bariloche, una changa cortando árboles en el bosque cercano, la ronda vespertina de mate en su casa de piedras junto a su mujer e hijos. El realizador y su camarógrafo, Lucas Pérez, parecen encandilados por la belleza natural de los paisajes que rodean a los dos experimentados rastreadores. ¿Y quién podría no estarlo? Las imponentes imágenes hablan por sí mismas, al tiempo que plantean algunas discusiones sobre los supuestos deberes y derechos del documentalista a la hora de exponer el material. Porque Buscando al huemul, que parece participar activamente de ese grupo de documentales bautizado como “de observación”, desnuda al mismo tiempo, en muchos pasajes, su calidad de representación, con sus prolijos encuadres y los baquianos ingresando a cuadro en zonas vírgenes... en las cuales la cámara ya se encuentra cómodamente emplazada. Tampoco parece casual que Ladislao le lea a Nazareno pasajes de un libro acerca de la historia de su pueblo. En esas escenas –casi siempre nocturnas y al lado de un buen fuego, acompañados por el tabaco y algo de alcohol–, los hombres parecen comunicarse con la más lejana tradición del relato oral. En otro momento, los hombres escuchan en su radio a pilas una comparación entre la trama de Avatar, el film de James Cameron, y la búsqueda de agua subterránea en Villa La Angostura por parte de un terrateniente norteamericano. Es en esos momentos, más allá de la belleza formal de los planos, donde Kantor desnuda algunas de las flaquezas de su abordaje, forzando lecturas que quizá deberían poder llegarle al espectador de maneras menos evidentes. Hay en el documental un aire a corrección política (histórica, ecológica, sobre la identidad) que limita varios de sus logros y plantea algunos interrogantes: ¿es genuina esta búsqueda específica de los huemules o se trata de un dispositivo ficcional pergeñado para la ocasión? Sea cual fuere la respuesta, siempre queda el viaje, el camino.
Fabricada en línea de montaje Es una ley tan vieja como el cartel de Hollywoodland y tiene plena vigencia en el siglo XXI. Si a usted, señor productor, le va bien con una, haga dos, tres o cuatro más. Y si usted es otro productor y no tiene los derechos, haga algo parecido pero sin caer nunca en el plagio. Pueden ser superhéroes, sagas sobre un pasado de fantasía o “distopías” futuristas con protagonistas adolescentes. Nada de ello es malo en sí mismo y estas producciones pueden derivar en abominaciones cinematográficas, productos dignos e incluso alguna que otra obra maestra. Divergente, basada en la primera de una serie de tres novelas de la escritora Veronica Roth, intenta absorber a una parte de ese público que adoró Los juegos del hambre y su secuela, con la cual comparte un futuro dividido en “facciones” y un puñado de jóvenes atrevidos y rebeldes que encarnan, por supuesto, una luz al final del camino ante tanta sociedad represiva. Son los Salieris de Orwell, a mucha honra o desgracia. Las relaciones con la exitosa franquicia de los vampiros crepusculares también se dejan ver en Divergente, en el plano general –con sus grupos de muchachos y muchachas embanderados en actitudes, formas y códigos de vestimenta– e incluso en detalles como la reticencia de la protagonista, Tris (Shailene Woodley), a pasar del beso superficial, con un “no quiero ir tan rápido” como cinturón de castidad disfrazado de promesa. Teniendo en cuenta el escenario post apocalíptico que la rodea, algo así como un “a no coger aunque se acabe el mundo”. Lo cierto es que dos horas antes, al comienzo de Divergente, Tris no se llamaba Tris y tampoco era miembro de Audacia sino de Abnegación, dos de los cinco grupos en los cuales los habitantes de esta Chicago del futuro han sido estereotipados y segmentados con la excusa de mantener la paz y el orden. Sociedad en la cual, aparentemente -–y sólo aparentemente–, todo funciona de maravillas. Es por eso que la chica corre un serio peligro: ella es una “divergente”, es decir, alguien que nació con capacidades para ser osada, abnegada, sabia, cordial y honesta, todo junto y revuelto. En otras palabras, un ser humano con todas las letras. Metáfora va, metáfora viene, con el telón de fondo de un buen diseño de producción digital, el director Neil Burger (el mismo de El ilusionista) y los guionistas se las arreglan para meter en 139 minutos una gran cantidad de idas, vueltas, desvíos y subtramas, dejando el camino bien pavimentado para las tres secuelas que se vienen. Precisamente, una de las guionistas es Vanessa Taylor, productora ejecutiva de la exitosa serie Game of Thrones. Casualmente o no, la película edifica la narración con un formato cercano al televisivo, no tanto en escenas como en módulos narrativos (un tema sobre el cual todavía no se ha teorizado en profundidad: la influencia de las más recientes series en la estética cinematográfica mainstream contemporánea). La primera hora y cuarto de Divergentese concentra en el entrenamiento de Tris en su nuevo hábitat y cada uno de esos “módulos” culmina con una prueba o desafío físico o mental. La segunda mitad se deja llevar por el enamoramiento (el muchachito es nada menos que su entrenador, llamado Four e interpretado por Theo James) y el melodrama familiar, al menos hasta el momento climático, cuando Tris se enfrenta a la súper-villana de Erudición, una Kate Winslet que se saca de encima el rol con cierta altura. Divergente es pop fabricado en línea de montaje: poco brillo, cero ironía, escasa creatividad.
En la senda bíblica de Cecil B. DeMille El film del director de Pi reevalúa la figura de Noé, construida esencialmente en la tradición judeocristiana, pero a la cual se le adosan características de personaje de tragedia clásica y, en no poca medida, de héroe de acción. Como si el fantasma de Cecil B. DeMille le hubiera susurrado en el oído, el neoyorquino Darren Aronofsky sorprendió a más de uno con la noticia de que su sexto largometraje sería una adaptación de un pasaje del Antiguo Testamento. Nada más alejado, en principio, de los universos de Pi, Réquiem por un sueño o El cisne negro. Lo cierto es que las intenciones y el formato de Noé no difieren demasiado, en esencia, de aquellas superproducciones bíblicas (o pseudo bíblicas) con las cuales el director de Los diez mandamientos pasó a la historia del cine (relegando otra parte más rica e interesante de su filmografía). Tampoco es ésta la primera vez que la odisea de Noé y los animales salvados del Diluvio Universal es trasladada al cine (Michael Curtiz dirigió en 1928 una versión semisonora). Pero siempre en estos casos se trata de darles una lavada de cara a circunstancias conocidas, presentar novedosamente a una nueva generación de espectadores –ateos, agnósticos, creyentes, poco importa– un relato ideal para la profusión de efectos especiales, escenas de masas y el catártico encanto de la catástrofe en la pantalla. A Aronofsky parece interesarle poco y nada la tribuna del predicador: no hay en Noé intenciones evidentes o discretas de convertir a nadie a la práctica religiosa. En ese sentido, habita en el film un particular sincretismo que reevalúa la figura de Noé, construida esencialmente en la tradición judeocristiana, pero a la cual se le adosan características de personaje de tragedia clásica y, en no poca medida, de héroe de acción. El costado trágico es precisamente el que más parece haberle interesado a Russell Crowe, quien en la piel del profeta se envuelve de gravedad e incluso adopta una postura física que transmite pesadumbre a cada paso. Y, eventualmente (dadas las circunstancias divinas, algo entendible), duda existencial. El texto original, con su alta carga alegórica y la posibilidad de que el lector complete mentalmente las imágenes a las que se alude, es una cosa. Pero el cine, medio visual y realista por definición –más allá de que las imágenes representen los sueños más salvajes de la imaginación–, es otra muy distinta. Noé se impone como un relato realista de circunstancias extraordinarias, en el cual las escenas de acción física conviven con el melodrama filial y donde el protagonista termina instalándose como un héroe peculiar en un mundo corrompido. Las licencias a la hora de relatar uno de los más famosos pasajes del Génesis son muchas, aunque tal vez sea mejor dejarles la enumeración a teólogos y estudiosos de la Biblia. Lo cierto es que aquí la fantasía reina y gobierna: Matusalén (Anthony Hopkins) posee poderes mágicos, Adán y Eva son retratados en un flashback como seres de luz, Tubalcaín (Ray Winstone) es transformado en un archivillano de manual e incluso hacen su aparición unos seres enormes hechos de roca, primos lejanos de los árboles de El señor de los anillos. El resultado es extraño, pero nunca fascinante; espectacular, pero no ameno; circunspecto, pero poco profundo. Y un poco chabacano, como un ejercicio práctico de escuela religiosa con presupuesto de varios millones de dólares. Noé, sus hijos Sem, Cam y Jafet, su esposa Naama (Jennifer Connelly) y una joven adoptada por el patriarca (Emma Watson) se embarcan entonces en el arca más famosa con un polizonte inesperado, voltereta de guión que permite –no hace falta aclararlo– una última escena de acción antes del epílogo. A todo esto, los animales poco y nada tienen que hacer, dormidos como están durante todo el viaje. Con alguna que otra imagen tomada de grabados de Doré, El Creador (la palabra Dios no es pronunciada en todo el metraje) hace borrón y cuenta nueva y es allí, a partir de una atractiva secuencia calidoscópica, donde el realizador afirma con enjundia algo sobre el estado actual del mundo. Soldados de diversas épocas en la historia de la humanidad luchan y se aniquilan mutuamente: nada ha cambiado y el ser humano continúa siendo tan codicioso, maledicente, envidioso y sanguinario como en los tiempos bíblicos. ¿Llegará la era de un nuevo diluvio? La película no lo dice explícitamente, pero entre su poco velado ecologismo y los mentados cambios climáticos, la extrapolación es más que tentadora. Tal vez Aronofsky sea, a fin de cuentas, un apóstol en potencia.
Un sello de cine entrerriano A esta altura del partido puede hablarse, con absoluta propiedad, de un cine made in Crespo. Esa pequeña localidad entrerriana ha alumbrado, en los últimos años, a un puñado de jóvenes realizadores que –más allá de sus diferencias– parecen estar creando un corpus fílmico coherente, tanto en su intencionalidad como en algunos de sus postulados estéticos. El pionero y, a la fecha, más prolífico de ellos es Iván Fund: dirigió cinco largometrajes (dos de ellos en tándem) y se desempeña regularmente como camarógrafo y montajista. Hace un par de años surgió Maximiliano Schonfeld y su ópera prima, Germania, se llevó el Premio Especial del Jurado Internacional en el Bafici 2012. Apenas unos meses más tarde, otro debut en el largo, Tan cerca como pueda, de Eduardo Crespo, se presentaba en el Festival de Mar del Plata. Fund, Schonfeld y Crespo no sólo se conocen y comparten una experiencia generacional (nacieron a principios de los ’80 y se criaron en el mismo sitio), sino que trabajan juntos en diversos proyectos. Fund, por caso, es el director de fotografía y uno de los montajistas de Tan cerca como pueda. ¿Cuáles serían entonces esos tonos, ritmos, temas que conectan algunos de los films, en particular los de Fund y el de Crespo? Tal vez una cita del italiano Cesare Zavattini, principal apologista del neorrealismo, sea útil a la hora de buscar definiciones: “En lugar de tomar situaciones imaginarias y transformarlas en la ‘realidad’, tratando de que se vean ‘reales’, hacer las cosas como son, casi por sí mismas, y crear su propia significancia especial”. Tan cerca... –como La risa, de Fund, o AB, de Fund y Andreas Koefoed– adhieren a esa máxima. No se trata, solamente, de que la utilización de actores de la zona donde se rueda (no-actores, en muchos casos) o el uso de locaciones reales acerque estas películas, tal vez inconscientemente, a cierto ideal purista ligado a esa tendencia del cine de posguerra. Lo que hay es un rechazo a la anécdota extraordinaria, a lo fuera de lo común, y una búsqueda de potencia cinematográfica alejada de la trama, el “arco dramático” o el psicologismo. Una búsqueda de verdad a partir de la observación, del choque entre la ficción cinematográfica y la realidad que transcurre ante cámaras. En Tan cerca como pueda esas búsquedas generan resultados notables y otros que quedan a mitad de camino, como si la falta de énfasis le jugara a veces en contra, encontrando un tono demasiado opaco y poco interesante. La excusa argumental es mínima; los protagonistas son dos hombres: Daniel, de mediana edad, y Giovanni, su sobrino, que está dejando atrás la adolescencia. Ambos parecen compartir el cansancio, cierta falta de perspectivas, un hastío cotidiano. El joven trabaja de lo que puede y, en sus ratos libres, comparte juegos y cervezas con sus amigos. El otro, un arquitecto separado y con problemas económicos, evidencia el peso de la existencia en unos constantes dolores de cuello. Pero ninguna sinopsis aporta demasiado al describir un film de estas características. Los buenos momentos –que no son pocos– generan emoción y auténtica empatía gracias al naturalismo de las actuaciones y de las “actuaciones” (difícil saber cuánto hay de registro documental y de improvisación). Como esa escena en el kiosco, con la chica con síndrome de Down y sus bellos dibujos en línea oblicua o la extensa secuencia entre Daniel y la profesora de baile, en la cual puede estar naciendo un improbable romance, una férrea amistad o, simplemente, esté teniendo lugar un encuentro fugaz entre dos seres solitarios. Momentos como ésos son los que justifican la búsqueda crespense (la del realizador y la del grupo).