Los chicos del desierto. Los productos adaptados en base a novelas YA (“young adult”, como se conoce a ese sector de consumo) suelen cargar con el estigma de ser realizaciones que alienan al público que no se encuentra dentro del rango etario al cual apunta el marketing, y al mismo tiempo no suelen dejar conformes a los fans más hardcore que aprendieron a amar la obra original antes de su llegada al mainstream. Se podría decir que el género YA dentro del séptimo arte siempre lleva las de perder. El año pasado Maze Runner: Correr o Morir (2014) sorprendió a más de uno, porque a pesar de ser una adaptación de una trilogía literaria YA, contaba con suficientes elementos a su favor para lograr tener el visto bueno de muchos que se encontraban fuera de este subgénero. Y su final abierto daba el pie para que la historia de los chicos que lograban escapar del misterioso laberinto continuase su curso. Es así como Maze Runner: Prueba de Fuego (2015) arranca exactamente donde termina su antecesora. Los chicos descubren que el mundo exterior dejó de existir, una epidemia practicamente borró a la humanidad de la faz de la tierra y ellos son inmunes, lo que los convierte en un ítem de mucho valor para W.C.K.D. (o “wicked”, que es español se podría traducir como tenebroso o turbio), una organización que quiere capturar a los jóvenes para poder usufructuar su don. Los chicos se juegan su suerte escapando al desierto que solía ser el mundo, volviéndose víctimas de los elementos y de aquellos infectados que han mutado y son una amenaza latente. Esta segunda entrega se lee como un híbrido entre Soy Leyenda (2007) y la saga Resident Evil: civilización diezmada y una bioamenaza que lo consume todo y a todos. Como suele suceder cuando se sigue al pie de la letra el manual de las secuelas, este capítulo expande el universo de aquello que se introduce en el primer film, ahora se tiene una visión global de cómo la epidemia azotó el planeta. La puesta en escena es más grandilocuente, hay más sangre, más violencia y más vértigo. Una secuela mucho más oscura. Pero tanta agitación no le juega a su favor, en especial cuando se percibe una escena de acción intercalada a pocos minutos de la anterior para mantenernos al borde de la butaca, pero sin utilizarlas para crear suspenso o desarrollar el relato. Adrenalina por la adrenalina misma sin contenido, sin dirigirse a ningún lado. Wes Ball repite su rol de director y si bien conduce sin problemas las secuencias más movidas, se extrañan los momentos de unión entre los adolescentes. Ese vínculo y cómo se retrataba en pantalla era uno de los puntos fuertes en la entrega anterior. En esta ocasión T.S. Nowlin afronta por su cuenta el trabajo de guión y tal vez la falta de otras voces no lo haya favorecido. El final llega de forma tan abrupta como el año pasado y dejando la historia igual de abierta. Pero esta vez el golpe de efecto no es tan concreto. Más allá de un punto de giro que sorprende -no tanto para aquellos que hayan leído la novela- el impacto no es tan fuerte. Quedamos a la espera de un tercer capítulo que retome las mejores ideas de la primera y el ritmo trepidante de esta segunda.
¿Ready Player One? En las últimas dos décadas la industria de los video juegos ha sido una fuente de inspiración para el cine comercial, con resultados desparejos. ¿Se puede hacer una transposición exitosa del universo fichinero hacia los dominios del séptimo arte? ¿Cómo se respeta la esencia de una experiencia interactiva cuando se la muda a una más “contemplativa”, como lo son los films? Hitman: Agente 47 (2015) es una película que busca concentrar cosas interesantes de ambos mundos. La trama es simple: el Agente 47 es un sujeto alterado genéticamente para ser una máquina de matar inexpugnable. Su misión es detener al Syndicate, una organización malévola que quiere localizar a Litvenko, el hombre que desarrolló a estos súper agentes, para obligarlo a retomar su trabajo. Esta línea argumental se intersecta con la de Katia, la hija de Litvenko que fue separada de su padre cuando era pequeña, a quien busca desde entonces. Lo que Katia desconoce es que su padre también hizo de ella una súper agente. Los caminos del Agente 47 y Katia se cruzan ya que ambos buscan lo mismo: encontrar a Litvenko con vida antes que el Syndicate haga lo propio. La secuencia inicial es la que mejor representa el costado gamer de la película del debutante Aleksander Bach. Vemos al Agente 47 planificando y llevando a cabo una exitosa misión para “terminar” a uno de los hombres del Syndicate: colocando trampas y explosivos, haciendo uso de sus habilidades como sniper, mostrando cuán letal es en combate mano a mano y aprovechando las ventajas de la tecnología en clave Bond. Conforme se desarrolla el relato, si bien no cesan las secuencias de acción llenas de adrenalina, tiros, persecuciones y headshots del gusto más variado, la historia comienza a inclinarse en favor de Katia y su pasado borroso. Una movida que -sin ser un acto de genialidad- sirve para sacarle de encima el peso de la historia al Agente 47, algo inteligente teniendo en cuenta que no es el personaje más interesante, sino aquel cuya función exclusiva es regalarnos buenos momentos de acción, y ahí -como buen hitman- nunca falla. Zachary Quinto -el Spock de la más reciente Star Trek– hace las veces de agente mejorado genéticamente que juega para el equipo de los malos, y se encargará de aparecer cuando el guión así lo requiera para poner palos en el camino de los protagonistas… palos, golpes, disparos, etc. Es imposible no percibir ciertos puntos en común con la saga de Jason Bourne, ya que juega prácticamente con los mismos elementos. Tratándose de la adaptación de un video juego (el cual ya cuenta con una versión cinematográfica bastante fallida del año 2007), seguramente los fans tendrán cuestionamientos respecto del espíritu y el camino que elige tomar este film. Pero a pesar de todo no deja de ser un producto de acción que entretiene sin tener otro tipo de aspiraciones, y puede ser leído como una obra independiente con respecto a su fuente original.
Road movie en zunga y con esteroides. Magic Mike XXL (2015) caerá en la creciente lista de “secuelas innecesarias a la caza de un mango extra a costa del éxito inesperado de la producción original”. No hay nada que podamos hacer al respecto, digámoslo desde el arranque y saquemos a ese enorme elefante de la habitación. Saquemos al elefante metafórico y hagamos espacio literal para los bailarines cuyos músculos también necesitan cierto lugar para hacer su gracia. Magic Mike (2012) había sido un éxito inesperado que -sin dejar de ser un mero entretenimiento- combinaba el espectáculo del erotismo masculino con una historia de “maestro y aprendiz” que intentaba brindarnos más de una capa de lectura, y se apoyaba 100% en el tándem Matthew McConaughey- Channing Tatum. En esta ocasión McConaughey se bajó del proyecto y Tatum es el encargado de llevar todo el peso en sus aceitados hombros. Transcurrieron tres años desde lo ocurrido en la primera entrega, y ahora Mike (Tatum) se encuentra alejado del mundo de los strippers y los clubes nocturnos. Vive una vida tranquila junto a su prometida y se dedica tiempo completo a su negocio de muebles artesanales (porque claramente el cliché de los hombres viriles siempre los obliga a hacer cosas con sus propias manos). Pero cuando su prometida abandona el barco, Mike vuelve a reconectarse con sus viejos amigos de la noche y se suma a un viaje hacia una convención de strippers. La película se encarga en cinco minutos de destruir todo aquello que el personaje de Tatum construyó durante el film anterior, simplemente para restaurar la fórmula “tipos musculosos sin ataduras y bien predispuestos para divertirse”. Es así como nos encontramos ante una road movie que inserta como puede secuencias en las cuales los muchachos hacen su necesaria gracia y exponen sin restricciones pectorales, glúteos y abdominales en las situaciones menos esperadas, como puede ser comprar comida en una estación de servicio. Ya sin el club nocturno como espacio de acción, el formato road movie obliga a los guionistas a sacar conejos -sin doble intención- de la galera para justificar que los muchachos hagan lo que hacen. Y por tratarse de una película de bailarines eróticos, los números musicales son escasos y sin mucho trabajo coreográfico, incluso en la secuencia final. La ausencia de McConaughey obliga a que los amigos de Mike tengan más peso en el relato, y es así cómo cada uno tendrá “su momento” dentro del film. Los guionistas intentan meter en medio de esto una historia de amor entre Mike y Zoe (Amber Heard) para levantar un poco los ánimos, pero con apenas tres escenas entre ellos es un poco difícil construir algo atractivo, o creíble. Heard no es una actriz descollante, pero así y todo se la percibe desperdiciada. Lo mismo ocurre con las apariciones especiales de Andie MacDowell y Jada Pinkett Smith. Finalmente cuando llegamos a la resolución del film -no decimos conflicto porque difícilmente haya uno- la historia se ha ido por la tangente de tal forma durante sus eternos 115 minutos, que poco nos interesa lo que vaya a pasar, sin importar cuánto aceite y purpurina intenten echarle encima.
Sangrienta mitopoiésis bufonesca. Si hay algo que el terror como género siempre supo explotar a su favor es esa habilidad innata que posee para convertir incluso las cosas más inocentes en verdaderos elementos horripilantes, salidos de los rincones más oscuros del retorcido subconsciente de la mente humana. Los payasos se encuentran circunscriptos desde hace tiempo dentro de esa lúgubre categoría. Cuando pensamos en payasos terroríficos, todos asociamos automáticamente al Pennywise de It (1990), esa novela de Stephen King llevada a la pantalla chica como film televisivo. Y en segunda instancia, los que somos un poco más viejos recordamos con cierto resquemor al payaso de juguete de la habitación de Robbie, el hijo del medio de esa familia acosada por espectros del más allá en Poltergeist (1982). El Payaso del Mal (Clown, 2014) vuelve sobre el tropo del bufón pensado como aterrador antes que figura de entretenimiento infantil. Dentro de esa burbuja idealizada que es la clase media suburbana norteamericana en el plano ficcional, Kent es un padre de familia que no quiere decepcionar a su hijo de siete años el día de su cumpleaños, y al enterarse de la ausencia sin aviso del payaso animador de la fiesta, decide él mismo ponerse el traje para salvar el día. Claro que el traje que utilizará no es uno comprado en el cotillón más cercano, sino uno que encuentra en una vieja baulera cuyo origen es desconocido. Todo transcurre con normalidad hasta que llega el momento de sacarse la peluca, la nariz y el traje: todo se encuentra pegado a Kent y no hay forma de retirarlo. Todo lo que hasta ese momento tiene tintes de horror con pizcas de humor negro se torna hacia el gore más gráfico y explícito. Kent se está convirtiendo progresivamente en un payaso; pero no un payaso amistoso, sino uno monstruoso, que debe alimentarse de niños para subsistir. Una vez expuesto el núcleo central dramático, aparecerá ese personaje que toda historia fantástica de horror necesita: el que explica el porqué de lo que sucede y qué hacer para detenerlo, interpretado por el siempre efectivo Peter Stormare (Fargo, 1996; Prison Break, 2005). El verdadero origen de los payasos/ “clowns” es mucho más tenebroso que el conocido popularmente, y el director/ escritor Jon Watts se encarga de generar toda una nueva mitopoiésis en torno a la figura del payaso, que se siente como una bocanada de aire fresco dentro de un género que últimamente parece no encontrar otra alternativa ante el binomio “espectros paranormales” y “registros vía cámara en mano”. La segunda mitad del film comienza a transitar los lugares comúnes del género y un ritmo narrativo cada vez más desparejo empieza a jugarle en contra a todo lo discretamente construido en la primera parte. Si bien se toman ciertos riesgos, como por ejemplo la violencia gráfica de los ataques del payaso contra los niños (caractéres que suelen ser tabú en casi todo tipo de ficción, ¿o acaso recuerdan muchos films -sin contar el género bélico- donde mueran niños de manera violenta?), conforme se acerca la resolución todas las piezas se acomodan según dicta el manual, el relato pierde tensión y queda poco espacio para algún tipo de sorpresa. Si bien la sangre y las tripas son de buen nivel para una película con este presupuesto -algo que seguramente complacerá a los fanáticos del género- resulta bastante decepcionante que una obra producida por un hombre entendido del tema como Eli Roth (Cabin Fever, 2002; Hostel, 2005) termine diluyéndose fotograma tras fotograma, entregándonos un producto final tan estandarizado y anodino como el resto de aquellas obras simplonas que desgraciadamente ofrece el género desde hace varios años.
Hollywood cabe en un cameo. No es novedad que los grandes estudios apuestan a lo seguro con muchos reboots y demasiadas secuelas en esta época de pocas ideas dentro del cine comercial. Por ende no es extraño que algunos formatos televisivos se crucen a la vereda cinematográfica y le ahorren algunos dólares a los estudios, evitando contratar a alguien que se siente a pensar algo nuevo. Como consecuencia coyuntural de esto, hoy llega Entourage (2015), una película basada en la serie televisiva de HBO que culminó en 2011 tras 8 temporadas. La serie se centraba en Vince Chase, una estrella en busca de fama en Hollywood, así como en las curvas y contracurvas de un delicado ecosistema compuesto mayormente por representantes turbios, ostentación del orden material más elevado, drogas accesibles y mujeres aún más accesibles. El largometraje funciona como una extensión de la serie, de la forma más básica imaginable. Tenemos la sensación de estar frente a un episodio de treinta minutos que fue estirado hasta los 104 actuales a fuerza de puros cameos. El meollo de la cuestión es que Vince (Adrian Grenier) ahora es uno de los actores más solicitados de la industria y aprovecha el momento para dirigir y protagonizar su nueva película. Ari Gold (Jeremy Piven) es el hombre al mando del estudio detrás de la producción y quien fuese también su representante en sus inicios. Vince y Ari se pondrán el proyecto al hombro para defenderlo de inversionistas malintencionados, ejecutivos inescrupulosos y otros personajes prototípicos de la industria. Johnny (Kevin Dillon), Turtle (Jerry Ferrara) y Eric (Kevin Connolly), al igual que en la serie, serán parte de la “mesa chica” de Vincent y siempre estarán para darle una mano o complicar aún más la cuestión. El director Doug Ellin (también creador y director de la serie original) no encontró aparentemente otra forma para rellenar la trama simplona y televisiva que no fuese colocando -literalmente- alguna celebridad en cada escena, en especial para hacer chistes internos sobre la industria o la localidad californiana meca del cine norteamericano. Ese mecanismo, que intenta ser un guiño simpático, se torna bastante tedioso conforme avanza el film, logrando que todas las apariciones especiales no hagan otra cosa más que demorar la resolución del conflicto. Que no se malinterprete, disfrutamos las breves apariciones en pantalla de Kelsey Grammer, Ronda Rousey o Emily Ratajkowski (entre muchísimos otros) tanto como cualquiera. Pero el gag se agota muy rápido. Sumado a una historia con personajes bidimensionales y un guión que no pone a nadie a prueba, el film sólo puede ofrecer un final tan de manual como podrán imaginar. Esto no quita que los fans de la serie disfruten un poco más la aventura en pantalla grande de estos personajes televisivos, pero la susodicha no aporta nada novedoso ni expande de forma considerable el universo ficcional en comparación con lo ya expuesto durante ocho temporadas en la pantalla chica.
La familia posmoderna en clave Apatow Allá a principios de los cada vez más lejanos 80s, Chevy Chase era un comediante en ebullición salido de la escuela del exitosísimo programa Saturday Night Live. Uno de sus roles más recordados en films cómicos es uno en el que interpretaba a Clark Griswold, padre de la familia norteamericana tipo, y los enredos y contratiempos de planear unas vacaciones en familia. La película se llamaba Vacaciones (National Lampoon’s Vacation,1983), parte de una saga de films cómicos de la época. Treinta y dos años después llega a nuestras salas Vacaciones (Vacation, 2015), una suerte de híbrido remake/spin-off del film homónimo. Pero las cosas, el mundo y la vida cambiaron un poco desde 1983. Esta vuelta es Rusy Griswold (hijo del viejo Clark en la ficción) quien planea unas vacaciones familiares que incluyen un excesivamente largo viaje en auto para llegar a Wallyworld, un parque de diversiones que cuenta con la montaña rusa más grande, peligrosa o rápida del mundo, cualquiera sea el rasgo característico que la haga digna de semejante periplo desde el guión. De más esta anticiparles que el viaje en cuestón se vera plagado de contratiempos, accidentes y elaboradas complicaciones de la mayor variedad imaginable. Y justamente es el guión el primer lugar desde el cual el film intenta despegarse de su antecesor. Es el mismo Rusty quien dice “estás vacaciones tienen valor por si mismas, nada que ver con las anteriores” como queriéndonos convencer de que no vamos a ver algo integramente copiado, o al menos no tanto. Las secuencias de accidentes, golpes y mal entendidos tienen el mismo aire que en 1983, pero con un giro escatológico, como si Judd Apatow hubiese supervisado escena por escena el trabajo de la dupla de directores John Francis Daley y Jonathan M. Goldstein (Quiero matar a mi jefe [2011], El Increíble Burt Wonderstone [2013]). La comedia sigue siendo la misma, pero más cruda. Si al Griwold de Chevy Chase le hacia ojitos una rubia desde un convertible rojo en la ruta, al Griswold de Helms le sucede lo mismo pero con la diferencia de que la rubia se distrae y se cambia de carril accidentalmente colisionando de frente con un camión. La comedia llevada a un extremo para ganar en impacto. Mentiríamos si les dijesemos que ninguna secuencia es capaz de sacarles una risa. Ed Helms (¿Qué pasó anoche?, 2009) y Christina Applegate (La Cosa Más Dulce, 2002) haciendo las veces de papá y mamá Griswold se mueven bien dentro del género y demuestran también ductilidad para la comedia física. El elemento que más sufre es el eje temático del film: esa familia clásica norteamericana de hace treinta años difícilmente encuentre paragón en un Siglo XXI plagado de familias disfuncionales, con falta de comunicación y lazos afectivos. La base sobre la que intenta asentarse el universo de la película prácticamente ha dejado de existir en nuestro tiempo. Tal vez sea este el problema más grande con el que tenga que lidiar la película, porque sin importar cuanta escatología por fotograma podramos tolerar o cuan corrosivo se haya vuelto el humor en el nuevo milenio, cuando el nucleo de una historia ya no responde a un modelo de fácil asociación, es difícil que tenga una buena recepción.
El Terror con la soga al cuello Lamentablemente decimos esto más a menudo de lo que quisiéramos, casi copiando la polémica frase del Sr. Luis Barrionuevo: Tenemos que dejar de hacer películas de terror cámara en mano por 10 años. Si, reconozco que es una pésima forma de empezar la crítica de una película de Terror… pero sino, el que calla otorga. Desde El proyecto Blair Witch (The Blairwitch Proyect, 1999) en adelante el terror empujó hacia el mainstream un subgénero que desde hace tiempo viene dando señales alarmantes de agotamiento. Y en medio de todo esto llegó La horca (The Gallows, 2015) para darle otro empujoncito sobre el borde del precipicio. Un grupo de estudiantes de teatro de un colegio secundario ponen en cartel una obra en la que 20 años atrás un alumno perdió la vida misteriosamente, y alguien tiene la revolucionaria idea de filmarlo todo. Como ya estarán sospechando, hechos misteriosos comienzan a tener lugar en torno a la obra cuando dos chicos y dos chicas quedan atrapados en el colegio. Un par de curiosidades atentan contra nuestra suspensión voluntaria de la incredulidad –o “Suspension of Desbelief” como le dicen en inglés- y son difíciles de seguir ignorando en el año 2015: celulares que se quedan sin señal, cámaras digitales con problemas de reproducción dignos de la era del VHS y personajes que explican todo mediante diálogos. Es muy difícil como espectadores del Siglo XXI que somos hacer la vista gorda a este tipo de tropos en pos de permitirnos disfrutar lo que nos ponen en pantalla. La dupla Travis Cluff-Chris Lofing consiguió cubrir los costos de producción casi en su totalidad con aportes de amigos y conocidos, lo que explicaría un par de cosas. Este es su primer largometraje y antes que esto sólo tenían un par de cortos en su haber. El arreglo de distribución con Warner Bros. llegó después, así como la manito de los productores de Actividad Paranormal (Paranormal Activity, 2007) La noche del demonio (Insidious, 2010), que parecería que solo prestaron su “chapa” en esta ocasión. Hay que reconocer que en los cortos 75 minutos que dura la película, la cuestión se mantiene bastante digna casi hasta el final. Pero en los últimos 15’ todos los clichés que se puedan llegar a imaginar comienzan a apilarse unos sobre otros. La lógica planteada hasta este punto –sin necesidad de ponernos a detallar punto por punto- comienza a contradecirse para favorecer los sustos fáciles y las resoluciones de manual que el subgénero ofrece. Lo que comienza como un found footage que intenta construir un nuevo mito urbano-cinéfilo, como ser el Hombre de la bolsa o La Llorona, adquiere involuntariamente y de forma atropellada tintes de slasher que terminan enrareciéndolo todo. Por suerte todo termina antes de que podamos plantearnos seriamente qué acabamos de ver, o antes de que tengamos ganas nosotros mismos de atar una soga a la viga del techo.
Paradoja temporal de la Inteligencia Artificial. Había mucha expectativa detrás del regreso de Arnold Schwarzenegger al papel que lo convirtió en una de las estrellas de acción más grandes de Hollywood y el universo cinematográfico. Y esa ansiedad no hizo más que aumentar tras ver los trailers, de diversa duración y contenido, que anticipaban el inminente estreno. Daba la sensación de que habían agarrado y metido lo mejor de todos los films de la saga en una coctelera, alterando líneas temporales a troche y moche, superponiendo personajes, etc. Corrió un sudor frío por la frente de todos los fans, que se rompían la cabeza pensando “¿cómo van a hacer para unir todo este lío?” Podemos decir con alivio que la apuesta salió bien, y estamos antes la mejor película de la franquicia después de las insuperables Terminator (1984) y Terminator 2: El Juicio Final (1991). Aquello sobre lo que se apostó con más fuerza en Terminator Génesis (Terminator Genisys, 2015) se vuelve su mayor fortaleza, al entregarnos una propuesta que se nutre de lo mejor de la saga, volviendo a aquello que la hizo épica, únicamente para deconstruirlo y crear una nueva historia más grande y sumamente más complicada a partir de la cual arrancar prácticamente de cero. En esta ocasión volvemos al futuro (al mejor estilo Robert Zemeckis), al momento exacto en que John Connor, llamado a ser el salvador de la humanidad en la guerra contra las máquinas, envía a Kyle Reese a 1984 a evitar que un Terminator asesine a su madre y eventualmente anule su propia existencia. Pero el 1984 al que llega Kyle ya no es el mismo visitado en la primer película de James Cameron, la línea temporal fue alterada y es la misma Sarah Connor quien lo está esperando para ponerlo al tanto de las novedades, que por cierto son muchas y es recomendable reveer las entregas anteriores si no están frescas en la memoria. Con el eje central de la trama planteado, asistimos a 126 minutos de acción y Sci-Fi en estado puro, con una primera mitad de la película que atrapa al espectador colocanco hábilmente en el camino toda referencia posible a los eslabones anteriores, con el ojo puesto en el detalle casi cuadro a cuadro; y una vez que nos tiene a todos en la palma de la mano, el film configura una segunda mitad que no repara en explosiones, persecuciones, tiros y “cosha golda”. Por momentos las paradojas y líneas temporales se vuelven un tanto desconcertantes, casi como sucede en Volver al Futuro II (1989) con su 1985 alternativo, pero en vez del Delorean y Hill Valley tenemos robots exterminadores y Skynet. Seguramente no faltarán las teorías y los interminables posteos de los fans/ trolls de internet buscándole agujeros a un argumento que -recordemos- trata sobre robots cibernéticos enviados desde el futuro para terminar con la humanidad: no es necesaria la extrema rigurosidad. Estamos ante un producto que pone en primer lugar todo aquello que los fans adoran de la saga y lo usa como base de despegue para el inicio de una nueva trilogía (como se viene rumoreando), logrando un resultado final tan satisfactorio que logra ubicarse más allá de cualquier crítica meticulosa que pueda recibir desde los rincones más oscuros del mundo digital. Sin duda Schwarzenegger es ese componente que lo une todo, el que da sentido de pertenencia a todo lo que sucede en el relato. Si bien Emilia Clarke (Sarah Connor) y Jai Courtney (Kyle Reese) no desentonan interpretando personajes emblemáticos, Arnold se lleva todos los aplausos. El director Alan Taylor y su dúo de guionistas -con el guiño favorable de Cameron- logran que la historia y las exigencias del personaje no sean una carga para el ex Gobernador de California de 67 años, sino todo lo contrario. Se ve en pantalla lo mucho que “Arni” disfrutó esta vuelta. En un año en el que las viejas sagas se encuentran en modo “regreso triunfal” (con Jurassic Park y Star Wars a la cabeza), Terminator Génesis entrega un producto que revalida el pasado pero hace honor a su título (re)creando un nuevo futuro, más allá de lo que las paradojas del espacio-tiempo nos deparen.
Dos clichés en fuga. Las mentes publicitarias y creativas de nuestro país lo hicieron de nuevo, pusieron su palabra favorita en el título de una comedia norteamericana. Lo que originalmente lleva el título de Hot Pursuit en su país de origen, algo así como “Persecución Caliente/ Sensual”, se dio a conocer en nuestras tierras como Dos Locas en Fuga. Porque sí, aparentemente para nuestros creativos la palabra “loco” y todas sus variantes (loca, locura, locos) se asocian automáticamente con el género cómico en el cine. Como si la neurosis fuese el único recurso disponible con la cual tentar a los inocentes espectadores en busca de noventa minutos de distención frente a la pantalla. Y si de neurosis se trata, los personajes de Reese Witherspoon y Sofía Vergara se acercan mucho a la descripción. La Sargento Cooper (Witherspoon) es una oficial de policía torpe y acelerada, encargada de la protección de la Señorita Riva (Vergara), la esposa de un ex traficante colombiano puesta en un programa de protección de testigos, a quien debe llevar hasta Dallas para testificar en un gran juicio contra el capo más capo de los narcotraficantes (que también es colombiano, obviamente). Sobre esta trama inicial se da paso a una road movie cruzada con una buddy movie, donde parece que el único recurso a mano de la directora Anne Fletcher para mantener al público interesado es: A) mostrar las gracias voluptuosas de Vergara, B) sugerir algún tipo de tensión sexual del orden chica-chica, o C) poner a las protagonistas en medio de un tiroteo, persecución motorizada o escape fortuito. Y cuando todo lo demás falle, combinar A, B y C en una misma escena, como se puede apreciar en cierta secuencia arriba de un micro lleno de jubilados. Flecther es una directora con antecedentes en el género (27 Vestidos, 2008, y La Proposición, 2009), pero esta puede llegar a ser una de sus obras menor logradas. Nadie está en contra de una comedia liviana que podamos ver con el cerebro en “modo off”, pero cuando desde lo narrativo y desde la construcción de los personajes se obtiene algo tan básico y elemental, la primera sensación que tenemos es la de estar ante un producto que subestima al espectador. Poco ayudan los esfuerzos de Witherspoon y Vergara, cuya química en pantalla se nota bastante forzada. En particular Witherspoon, a quien no sentimos natural con la misión de ser el comic relief de la película. El exotismo y la vibra latina tal vez le funcionen a Vergara en series corales de corta duración como Modern Family, pero cuando se la lleva a un largometraje y se pretende extrapolar al medio cinematográfico a ese personaje hiper-sexual con un acento durísimo para el inglés, el yeite nos cansa muy rápido puesto en el centro de la escena. Los personajes son víctimas de los propios límites estereotipados en los que los guionistas los obligan a moverse, por ende todos los chistes y tiros por elevación a la raza latina y los sureños (de Texas) se sienten gastados y repetidos. Curiosamente, los momentos más graciosos del film se encuentran al final del mismo, en el reel de gags que vemos cuando pasan los títulos. Al menos sirve para dejar constancia que quienes estuvieron involucrados en la producción pasaron algunos momentos divertidos. No todos podremos decir lo mismo.
La noche anterior Decir que Stockholm (2013) es una película extraña es algo de lo más derivativo, es reducirla a la mínima expresión. El film de joven director español Rodrigo Sorogoyen habla de muchas cosas, y aquellas de las que no habla también dejan una huella tan indeleble en el espectador como cualquier otra. El film que le valió a Sorogoyen una nominación a los Pemios Goya del año pasado como Mejor Director Novel cuenta la historia de un chico y una chica que se conocen en una fiesta, y durante toda esa noche el muchacho –de quien nunca sabemos el nombre- intenta ganarse a toda costa a la muchacha –de quien tampoco sabremos el nombre en ningún momento- con largas conversaciones, exposiciones temáticas y desafíos nudistas entre otras cuestiones. Pero eso es sólo una mitad del film. Cuando nos encontramos a la mitad del mismo, lo que inicialmente parecía una película simple apoyada en la repetidísima fórmula “chico conoce chica” toma un giro inesperado, donde otra realidad aflora y el romanticismo del formato comedia romántica juvenil escapa por la salida de emergencia más cercana. Javier Pereira, quien interpreta al joven de la historia, llamó la atención de muchos con esta interpretación a tal punto que se llevó un Premio Goya por Mejor Actor Novel. Es interesante su ductilidad para interpretar dos caras muy diferentes de un joven madrileño que vive en estado de fiesta constante, pasando de una chica a la otra sin mayores problemas. Aura Garrido también se destaca en su papel de la muchacha, en especial con el particular vuelco que sufre la historia en su segunda mitad. Sorogoyen es un director que viene del mundo de la televisión, con poca trayectoria en el cine. Pero vale reconocer su pericia al momento de retratar situaciones íntimas o discusiones acaloradas entre los protagonistas, así como su facilidad para poner en la boca de veinteañeros palabras que suenan sumamente naturales y uno podría escuchar tranquilamente si sale a dar una vuelta un sábado a la noche por alguna concurrida zona nocturna. Ya sea en Madrid o Buenos Aires. Un interesante film que muestra las dos caras de las relaciones fugaces, y nos hace reflexionar sobre lo poco que podemos llegar a conocer a una persona, sin importar cuanto manejo del chamuyo tengamos al apoyarnos en la barra de un boliche.