Zama

Crítica de Luly Calbosa - Loco x el Cine

¿Ser pacificador de indios es un pecado? Este interrogante atraviesa el presente largometraje de la emblemática directora salteña Lucrecia Martel (La ciénaga, La niña santa y La mujer sin cabeza) que, tras nueve años de ausencia, vuelve al ruedo sin mayores preámbulos que abordar -desde el título- la vida y obra de Don Diego de Zama; el atípico “héroe” que devino en figura literaria en 1976. Martel basa su cuarto largometraje en la novela homónima del escritor mendocino Antonio Di Benedetto para ahondar el drama universal existencial de este hombre peculiar que, desde la ficción, representa un funcionario americano al servicio del imperio colonial español y espera su traslado a Buenos Aires desde Asunción del Paraguay (a sabiendas, la clave alegórica: entender Asunción como sinécdoque de todo el continente, espacio abstracto). Estilísticamente este espacio-tiempo de la espera -de un barco con noticias de su familia, de su traslado o de un acto heroico- que se torna tediosa y desmoralizante, es el principal protagonista de esta narración que inmoviliza a Don Diego de Zama (Daniel Giménez Cacho); un hombre taciturno que rememora el complejo espíritu de época que los años ’50 inscriben la trama en cine de autor clásico apropiándose de hechos y personajes para volverlos propios; retroalimentando su propia mirada al sistema.

Martel desnuda el abuso de autoridad frente a los derechos humanos. En efecto, las escenas contienen excesos políticos; racismo; violencia sexual y de género para enfatizar lo que padecieron los criollos y nativos durante el período de colonización española, pintando el cuadro con un complejo entramado de texturas discursivas, metafóricas y artísticas cuyo leitmotiv atraviesa el surrealismo, en su máxima expresión, en post de la esperanza del devenir de una Latinoamérica nueva y mejor en esta tierra propia de una pesadilla kafkiana donde, aún hoy, reina una compleja red de intereses e influencias.

A grandes rasgos, es un relato no lineal inmerso en la atmósfera opresiva cuyo espesor histórico se dispersa progresivamente para poner en primer plano la angustia del sinsentido y la falta de constitutivos de la vida del hombre. La génesis del guión pivotea narrativamente entre lo poético y filosófico. Converge en el drama y reconstruye una América desde la figura del héroe empapado de significantes que brindan la atmósfera anacrónica y substrato del relato. Hay diálogos y vocablos de la lengua tupí-guaraní (mpaipig, mbeyú, y-cipó, manguruyú); empleo de títulos como gobernador, corregidor, pacificador o asesor letrado que permiten identificar la época. También hay elementos como por ejemplo: hidrografía, fauna (caballos), flora (árboles, mar); las familias indígenas y la sociedad colonial: sus medicinas, creencias, armas, el trabajo rural, en un tiempo verosímil que denota la dimensión metafísica, abstracta y universalista inmersa en el contexto opresivo colonial. Este concepto opresores/oprimidos, presente desde el primer minuto, anticipa el estancamiento y la espera cruel y perpetua que paraliza a la vez que desintegra; la vida de Zama.

En este sentido Martel circunscribe la metáfora que lo identifica con el pez ante la frustrada posibilidad del viaje marítimo: “Hay un pez, en ese mismo río, que las aguas no quieren y él, el pez, debe pasar la vida, toda la vida en vaivén dentro de ellas; de un modo penoso porque está vivo y tiene que luchar constantemente con el flujo líquido que quiere arrojarlo a tierra. Estos sufridos peces, tan apegados al elemento que los repele, quizás apegados a pesar de sí mismos, tienen que emplear casi íntegramente sus energías en la conquista de la permanencia”; el pez es espejo de Zama. Martel utiliza este tipo de elementos de la novela y aborda desde la dimensión mítica, analogías o lenguaje simbólico el relato; así se condensa; expande; revela y enmascara para desestabilizar su linealidad sólo aparente de un archipiélago de tierras firmes donde el agua sugiere purificación y renovación: es el medio a través del cual Zama puede reencontrarse con Marta y sus hijos, y también el que posibilita la llegada de la viajera del Plata. Este esquema administrativo, pirámide invertida, se erige sobre un espacio violado real y simbólicamente, determina la suerte de Don Diego: aquello que no se adapta a la estructura de este mundo tensionado por la barbarie natural de una tierra indómita y destructiva, y por el ya retraído impulso civilizador de la burocracia real, no puede prosperar. Así, oscila entre un decurso histórico, objetivo y lineal, y otro subjetivo, vinculado a las reflexiones y al fluir de la conciencia de Don Diego de Zama, al que las apariciones providenciales del niño rubio -que irrumpe en varias escenas- proyectan el plano simbólico.

Párrafo aparte para el preciso trabajo de DF a cargo del portugués Rui Pocas cuya artística y encuadre, en conjunción a la magistral musicalización de Guido Berenblum enaltecen el drama y las tensiones mediante un cameo excepcional de elipsis, planos detalles y locaciones que recorren interiores y exteriores de Formosa y Corrientes para situar los tres períodos de degradación de Don Zama: 1790, los trámites infructuosos ante la gobernación para lograr el ansiado traslado y el deseo sexual, que desmorona la imagen idealizada que Don Diego ha construido de sí mismo; 1794 el tópico del hambre y la subsistencia económica y 1799 la necesidad de inventarse una gesta heroica para ganar los favores del Rey; todos anclados a Buenos Aires, Europa, Rusia, el Plata. Este híbrido de períodos y elementos sumerge al espectador en la dualidad temporal y la angustia del sujeto inmóvil y expectante: la espera, la soledad y el espacio intersticial que ocupa en todo momento la figura de Zama. Así Martel construye desde un ritmo lento el paso del tiempo; invirtiendo la primacía de la esencia sobre la existencia, sobre todo en 1799 hacia el final de la trama; se enfatiza la idea del fracaso. La espera tiene su correlato histórico en la espera de los americanos a fines del Siglo XVIII donde las reformas administrativas de los Borbones determinan la política, nacen las intendencias y sustituye la figura del corregidor por la del gobernador intendente y posterga a los criollos (entre ellos Zama) en los puestos jerárquicos ocupados por españoles, situación que dio nacimiento al movimiento independentista.

Zama había sido y no podía modificar lo que fue. Desestabiliza el orden constituido; transmite la angustia de lo irremediable en la piel de Zama como símbolo del hombre americano; la espera como plano simbólico y ejercicio de poder entre dominantes/dominados -cual estadíos de Paulo Freire– donde Zama ocupa ambos roles; es asesor letrado que humilla a los comerciantes e indígenas, dejándolos morir en una zanja, y como el doctor, el pacificador de indios que hizo justicia sin emplear la espada, el ejecutivo. Atributos que no lo alejan del deshonor porque, en definitiva, él también espera que su vida se encauce; que la promesa del gobernador de que “Su majestad celebraría este retorno a las armas y lo compensaría” se cumpla; que sus mujeres lo correspondan; que su carrera lo dignifique. Sin embargo, la frustración de este asesor insaciable dueño de una pluma filosa e impulso libidinal que no apunta a ninguna cosa material sino al trayecto, lo estancan como pez en el río; sólo se dignifica su figura cuando abandona su norte y su anhelo al punto cardinal de la muerte y opresión de Vicuña Porto. Aparece el deshonor, el quebranto económico que él mismo inició cuando profesaba “haz hijos, no libros”; cual efecto boomerang en esta tierra circular cuya retórica lleva al hombre a replegarse sobre sí, desactivando sus impulsos de rebeldía.

No es casual que el fin de la novela sea en el mismo sitio donde comienza y la delgada línea entre la vida y la muerte que conduce al drama existencial que representa el descubrirse completamente solo frente a un mundo regido por un dios incognoscible que juzgará sus actos post-mortem. Esto disemina el devenir de una respuesta totalizadora y la entropía del sujeto, cuya visión teratológica y la progresiva degradación y la espera interminables reducen al sujeto a las formas mínimas de una existencia caótica y escindida de la sociedad. ¿Es entonces Zama un pacificador de indios que cometió pecado?