Zama

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Y -como era de esperar- Martel vuelve a filmar la misma película por cuarta vez consecutiva, pero ahora con dos diferencias significativas que aportan un colorcito propio a la experiencia que nos ocupa: en Zama cambia la óptica femenina por la masculina y toda la historia se sitúa en un contexto de época con resonancias de los tres trabajos similares/ sudamericanos del dúo compuesto por Werner Herzog y Klaus Kinski, léase Aguirre, la Ira de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, 1972), Fitzcarraldo (1982) y Cobra Verde (1987), por supuesto sin llegar al nivel de ninguno de ellos. En lo que respecta a los elementos constitutivos del combo, aquí reaparecen los de siempre: tenemos un relato basado en un desarrollo fragmentado de personajes, instantes de contemplación preciosista, algunos chispazos oníricos casi surrealistas, la crudeza de la naturaleza en todo su esplendor y ese extrañamiento narrativo marca registrada de la salteña. La premisa reproduce al pie de la letra su homóloga de la novela original de Antonio Di Benedetto, con el oficial judicial español del título asentado en un puesto desolado de Asunción durante el siglo XVII, en eterna espera por ser trasladado a Buenos Aires vía un estoicismo que se va cayendo a pedazos a medida que sus esperanzas de abandonar el lugar se desvanecen con la apatía y las mil vueltas que le presenta el gobernador ibérico de la ciudad, su superior directo. Martel hace maravillas con los pocos recursos expresivos de los que dispone o en los que gusta limitarse/ encerrarse, vaya uno a saber cuál es la opción correcta… por un lado consigue un desempeño magnífico por parte de Daniel Giménez Cacho (un actor español que interpreta a Don Diego de Zama desde la economía de los gestos y las posturas corporales defensivas/ paranoicas) y por el otro lado aprovecha cada minuto de este verdadero festín de tiempos muertos (el dolor y la incomodidad ante el calor sofocante de los personajes argentinos y europeos es impagable). Si bien no se puede negar que el tiempo transcurrido entre La Mujer sin Cabeza (2008) y Zama al fin de cuentas fue más que excesivo porque ésta última sufre de un metraje igualmente dilatado e injustificable en función de sus diversas redundancias distribuidas en casi dos horas, a decir verdad -y al mismo tiempo- la directora redondea un muy buen trabajo en lo que atañe a retratar la idiosincrasia masculina en su versión vinculada a la angustia, lo que deriva en silencios sufridos, relámpagos de violencia gratuita y un “afán reparador” que paradójicamente destruye todo a su paso y traiciona desde un maquiavelismo que coquetea con la cobardía y el desenfreno más egoísta. Otro punto a destacar es la puesta en escena del film en general, definitivamente la mejor de toda la carrera de Martel: aquí cada toma está craneada/ diagramada con una meticulosidad inaudita para el cine argentino, habilitando en todo momento una riqueza plástica y conceptual francamente maravillosa (en la dialéctica entre lo que sucede en primer plano y lo que acontece en el fondo se juegan muchos elementos centrales de la propuesta, la cual disfruta de reservarse información acerca de los acontecimientos). Si se hubiesen emparejado un poco mejor el nivel macro de las actuaciones y los acentos del elenco caucásico, la obra podría haberse convertido en lo que estaba destinada a ser, léase la película definitiva sobre la fase histórica del Virreinato del Perú -y el posterior Virreinato del Río de la Plata- y asimismo un pantallazo demoledor en torno a la estupidez de la burocracia homicida, alienada y corrupta de las nacientes sociedades sudamericanas, muy en sintonía con un pulso pesimista de inflexión kafkiana.