Zama

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Al igual que otros proyectos de Lucrecia Martel, Zama aparece rodeada de un aura de mitos, fanatismos y prejuicios que opacan la película. En el paisaje del cine argentino, Martel es lo más parecido a una star, una creadora que suele mostrarse libre y algo quijotesca, fiel a sus caprichos, capaz de opinar de todo con un repertorio de frases vistosas siempre a mano. También es una directora con un mundo y una mirada personales, una de esas figuras a la que le calza justo el mote de auteur, con todo lo bueno y lo malo que trae la etiqueta. Esa consistencia parece haberle restado vitalidad a su filmografía con el paso del tiempo: sus retratos de grupos de clase media alta de Salta se sienten a veces mecánicos, calculados, como artefactos elaborados para provocar efectos precisos. La celebrada ambigüedad de la puesta en escena marteliana deja ver los hilos demasiado seguido: ¿cuántas veces se puede filmar a un personaje fuera de cuadro sin que el recurso pierda su eficacia?

Zama, en cambio, tiene otra escala: la película abandona las coordenadas seguras (geográficas, pero también narrativas, sociales) del coto que supo ponerse Martel y se dirige hacia el Paraguay colonial. El cambio de espacio viene de la mano con la caída del género como clave interpretativa: la directora toma una novela en la que el punto de vista pertenece a un personaje masculino, como si tratara de dejar en el pasado una buena cantidad de tics que habían modelado su cine (un lugar, Salta, y una forma de observar –la famosa sensibilidad femenina de sus películas, mencionada hasta el hartazgo). Para Diego de Zama, las aborígenes de la zona conforman un cuerpo misterioso con funciones propias ajenas a su entendimiento: uno de los planos iniciales muestra a un montón de mujeres en el barro entregadas a alguna forma de comunión inmemorial, casi como si fueran ídolos antiguos, al menos hasta que descubren al hombre espiándolas y lo ponen en ridículo al grito de “mirón, mirón”. El resto del tiempo, las mujeres que rodean a Zama van y vienen, pasan delante suyo, son agentes silenciosos y diligentes de un mundo hermético. No quedan restos del proclamado pulso femenino de la directora, sino un montón de mujeres cuyo misterio no se deja encapsular en alguna vaga noción al uso de género.

Más bien habría que decir que hombres y mujeres integran una especie de sistema, o de organismo, que la película trata de apresar. La anécdota no tiene muchos dobleces: el protagonista, un funcionario de la Corona, quiere volver a España, y una larga serie de contratiempos se lo impiden. Hay que filmar la espera, entonces, el tiempo espesándose; pero eso sería muy poco o directamente nada, teniendo en cuenta que, al menos desde finales de los 50, ese fue más o menos el proyecto del cine moderno. Zama hace otra cosa: cuenta la historia de un hombre fuera de su lugar que tiene que medirse con una tierra que se le aparece como ininteligible, que le niega el sentido. Bazin, Eisenstein y seguramente muchos otros dijeron que en el cine, al contrario de lo que pasa en a literatura, no hay una página en blanco que llenar, y que, al revés, el trabajo del cineasta consiste en elegir qué tomar, recortar, sustraer. Zama procede de otra manera: la película no arranca nada, sino que se abre, se deja contaminar por elementos extraños. La acumulación de episodios confusos y el enrarecimiento de la puesta en escena sugieren una invasión, una corriente subterránea que se asoma a la superficie de los planos a través de, por ejemplo, los animales que se entrometen cada vez más seguido en el encuadre y en la banda sonora, como esa llama que aparece por detrás de Zama y se instala en el plano mientras el funcionario habla.

Esa acumulación va en aumento y presenta signos de irregularidad: en algunas escenas, el extrañamiento se siente forzado por la utilización excesiva del sonido o por el trabajo demasiado evidente de los actores, que a veces exageran las formas. Zama confirma algo que siempre se dijo: que Martel es una cineasta de climas, pero también muestra que no es una cineasta especialmente sofisticada, sino que logra sus objetivos con laboriosidad, a fuerza de insistir, de remarcar, de señalar la disrupción, la disonancia. Así y todo, la directora se juega más cosas que en otras ocasiones: en Zama no están las referencias sociales que apuntalan las películas anteriores y sus claves de lectura más habituales, o sea, faltan los lugares compartidos con el público en relación con temas más o menos cómodos como la decadencia de una aristocracia salteña venida a menos, la mirada femenina o las tensiones familiares. Zama es mucho menos complaciente, no invita al espectador a dialogar sobre cosas compartidas, sino que lo sumerge en un reino desconocido, una zona que la película traza de a poco frente a sus ojos, en parte replicando el comportamiento de la tierra que enloquece de a poco al protagonista.

Curiosamente, la película adquiere con el correr de los minutos un aire humorístico: el orden borroso que regula la vida del territorio provee a la directora de oportunidades para una comedia alucinada, como la reacción del ayudante de Zama que, ante una caja que se mueve sin explicación, sentencia: “Ojalá fuera lo inaudito, pero hay un chico debajo”. Ciertas acciones se repiten como rimas y develan el costado absurdo de la tragedia del protagonista, como el “¿tengo que hacerlo todo yo?” que dice en más de una ocasión el nuevo gobernador, o el dato escuchado furtivamente sobre una avispa que pone sus huevos en una araña viva, que revelado por segunda vez sugiere un peligro desconocido para otro personaje desprevenido.

La segunda parte produce un cambio notorio: la película deja de lado el trabajo con los climas y trata de acometer una especie de parodia discreta del western o de película de aventuras. Una expedición en la que todo sale mal permite continuar con la exploración de un paisaje inédito, como la escena en la que se ve a un contingente de indios ciegos que viajan de noche guiados por sus hijos. Zama y su grupo sufren una emboscada: cuando tratan de escapar, los indios salen de los matorrales, como si brotaran del suelo, y los capturan con sogas y golpeándolos en la cabeza. Son conducidos ante la tribu: la inquietud del momento surge menos de la actitud de los captores que de la fragmentación de la escena, que se sirve de la agitación y el terror de la situación y colma todo con un remate: después de los rituales y el miedo, los personajes fueron liberados y están sentados en medio de la nada, perdidos y con el mismo aire lastimero que tenían antes de la captura. El humor que se mueve por los planos, la banda sonora y las actuaciones de Zama muestran a una directora en madurez, que puede volver sobre sus mundos y motivos personales sin las apoyaturas ni los tics de sus películas anteriores.