X-men: Primera Generación

Crítica de Carlos Schilling - La Voz del Interior

Historia mutante

A veces el cine puede ser un niño que juega con el tiempo. La quinta entrega de la saga X-Men vuelve atrás para empezar por el principio y consigue lo que no había conseguido la precedente, X-Men, los orígenes: Wolverine: trastornar la historia y contarla de nuevo en sus propios términos.

X-Men, primera generación se enfoca en el origen de la rivalidad entre Charles Xavier, el futuro Profesor X, y Erik Lehnsherr, el futuro Magneto. Todo arranca en Europa a comienzos de la década de 1940: Erik es un niño judío internado en un campo de concentración junto con sus padres. Cuando lo separan de su madre, descubre que tiene poderes paranormales que se activan con la ira. En cambio, Xavier vive en un palacio de la campiña inglesa, es consciente de sus facultades sobrenaturales, y comparte la infancia con una niña de color azul.

Esa diferencia guiará sus energías en distintas direcciones una vez que crezcan y el contexto deje de ser la Segunda Guerra Mundial y se convierta en la Guerra Fría. Erik es impulsado por el deseo de venganza. Quiere matar al hombre que lo educó en la maldad: Sebastian Shaw (otro villano perfecto marca Kevin Bacon). Xavier se dedica a estudiar genética en Oxford y a seducir chicas con sus conocimientos sobre la importancia de las mutaciones en la evolución de la especie humana.

La coincidencia de sus destinos con el episodio histórico más importante de la década de 1960 forjará entre ellos una alianza ambigua que los hará trabajar juntos para formar un equipo especial (los futuros X-Men) cuya misión es evitar que estalle la guerra atómica entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Detrás del conflicto entre ambas potencias se proyecta la sombra de Shaw, el villano nazi, que pretende imponer el imperio de los mutantes sobre la Tierra.

X-Men, primera generación tiene múltiples focos de interés. Los nuevos personajes con alteraciones genéticas son fascinantes, como Frost, una mujer capaz de leer la mente y convertise en diamante, interpretada por la bella January Jones (Mad Men). También es notable el ritmo de la narración, que combina el delirio cientificista de los comics de Marvel con los escenarios de la era dorada del espionaje al estilo James Bond. Cierto, hay algún error geográfico, como transformar a Villa Gesell en Bariloche, un detalle menor en una película que nos hace creer en mujeres-libélulas o diablos que se mueven a la velocidad de la luz.

Pero lo más interesante es la libertad creativa que se toma en relación con la Historia. Si bien no llega tan lejos como Bastardos sin gloria, de Quentin Tarantino, que se imaginaba una muerte alternativa de Hitler, se permite plantear una clave distinta, imaginaria, para descifrar una época que ya pasó, pero no por eso está enterrada o embalsamada. Gracias al cine –que en este caso sí es un niño que juega con el tiempo– todo un mundo vuelve a vivir como un fantasma luminoso y terrible a la vez.