Vuelo Nocturno

Crítica de David Obarrio - Cinemarama

Una historia de entonces

Un catálogo de fantasmas: Imágenes, voces grabadas, evocaciones, recuerdos. Un hombre aterriza su avión forzosamente en Concordia, Entre Ríos, en un siglo remoto. Las dos niñas de la familia que acierta a darle alojamiento al recién llegado lo observan como a un pájaro exótico, una criatura caída del cielo cuya presencia trastoca la serenidad de provincia. El hombre es un piloto consumado que busca una ruta alternativa. También es escritor, tiene el aspecto de un gigante; hace gala de un carácter reservado y unas maneras amables. Habla francés, igual que los integrantes de la familia. La elección del autor de El principito (puesto que de él se trata) importa menos por la relevancia artística del personaje en cuestión que por la curiosidad municipal del episodio en el que una celebridad se codea por azar con los miembros de una porción de la burguesía argentina de entonces. Sin embargo Nicolás Herzog, el director de la película, está interesado en un aspecto particular del asunto, ese que se deja entrever en el título, en el que la aparición en escena de las dos chicas de la familia adquiere ribetes legendarios, de cuento de hadas cuya contundencia se afirma en el esgrima delicado de acercamiento y recelo que se produce entre el visitante y las pequeñas mujeres. La película exhibe un pulso nada desdeñable en el despliegue de registros con el que se recrea esta aventura ínfima de encuentros destinados a no prosperar sino más bien a perderse o a perseverar apenas en la estela melancólica con la que se invoca un pasado de cruces venturosos, de caprichos de la fortuna y de contraluces. Las imágenes en las que esas niñas vuelven a la vida, por ejemplo: planos que parecen temblar, como si tuvieran impreso el misterio de sus pensamientos, de sus deseos, de su incertidumbre, de su arrogancia. Saint-Exupéry describe a una como extrovertida, ligera, lúcida en su determinación y en su “alegría de vivir”. La otra en cambio le parece opaca, acaso colérica, inteligente y esquiva. La película discurre en los bordes de un enigma en el que los contendientes se observan para atraerse y repelerse alternativamente. La casa de la familia de marras, denominada “el palacio San Carlos”, muestra en imágenes actuales un aspecto ruinoso que acrecienta la sensación de un pasado regio que el imperio del tiempo y los avatares de la historia han reducido y doblegado, confinando a los personajes y sus circunstancias a la arqueología de las promesas incumplidas. La mirada piadosa de Herzog parece establecer un mapa emocional que echa a andar a los personajes por entre las brumas de un pasado en el que todo es posible pero en el que nada alcanza una concreción definitiva: en la serie de dispositivos mediante los cuales los fantasmas que pueblan la película adquieren un relumbre vital se destaca un hallazgo no menos fantástico. Una suerte de andanada epistolar grabada que Saint-Exupéry le envía a un amigo, nada menos que el cineasta Jean Renoir. El escritor podía alternar las eternas sentencias edificantes de El principito con textos sobre viajes, aventuras en los cielos del mundo y disquisiciones acerca del estatuto heroico de algunos de sus personajes en textos como Tierra de hombres o el propio Vuelo nocturno. Las niñas de la familia Fuchs, “las princesitas argentinas” a las que observa en sus días de Concordia, constituyen para Saint-Exupéry el capítulo de una experiencia de vida de primer orden y quizá el germen secreto para libros por venir. La idea de una película del maestro Renoir que contara ese encuentro fascinante sonaba perfectamente plausible. Sin embargo, como se ha sugerido, Vuelo nocturno, la película, es el intento de reconstrucción narrativa de lo que se ha perdido, de lo que se ha disuelto antes de alcanzar su cenit, de lo que pudo haber sido pero no fue: una historia de amistad idílica no concretada, una película no realizada, un pasado próspero que termina en ruinas. Con una pericia de espiritista, Herzog consigue hacer hablar esas voces perdidas mientras reflexiona acerca de las convulsiones diurnas que pasan a veces intempestivamente alimentar el mundo de los sueños, es decir al territorio denodado de la ficción.