Viajo sola

Crítica de Ignacio Andrés Amarillo - El Litoral

Una travesía interior

En principio, hay algo en la premisa de “Viajo sola” que nos transporta a “Amor sin escalas”, la cinta en la que Ivan Reitman reflexionaba sobre la soledad de los “no lugares” como aeropuertos y hoteles (ya Marc Augé cedió al mundo la expresión “no lugares”, ya se puede usar en alguna reunión social entre canapés), aquella cinta en la que el protagonista, interpretado por George Clooney, hace un periplo entre la soledad, el encuentro en el desierto y un regreso con cierta resignación a ese vacío.
Pero si en aquella película los no lugares estaban expuestos en su dimensión de espacios intercambiables de puro tránsito (en la misma tesitura que los pasillos interminables en “Anomalisa”, de Charlie Kaufman y Duke Johnson, en la obra de Maria Sole Tognazzi que hoy nos ocupa aparecen fundamentalmente en cuanto lugares que deberían ser ámbito de disfrute (Gstaad, Marrakech, San Casciano dei Bagni), incluso cuando se trate de ciudades donde uno va por negocios (París y Berlín son destinos turísticos aun cuando uno no sea turista).
Crisis
Aquí, el centro de la escena es para Irene, una inspectora de hoteles cinco estrellas que se infiltra como “cliente misteriosa” para evaluar los estándares de atención y servicio y certificar así las estrellas. A diferencia de “Amor sin escalas” (donde el motivo de los viajes permanentes era el despedir gente), aquí el viaje y la estancia en los carísimos hoteles y resorts es el trabajo principal y la forma de inserción en el capitalismo, bajo la forma de una excepcionalidad que se vuelve tensión: como se lo hace notar su hermana Silvia, esa tensión reside en el hecho de tener que vivir como pudiente dentro de los hoteles por un salario de empleado calificado.
El tema es: para gastarlo en qué: porque el secreto del éxito de Irene en su trabajo es que no tiene una vida demasiado desarrollada fuera de ese ir y venir entre baños turcos, masajes y sábanas prolijas. Tiene, como el Ryan Bingham de Clooney, un “aterrizaje” familiar, en este caso con su hermana, su cuñado y dos sobrinas, a las que ve intermitentemente. Y también en Andrea, un amigo que fue su pareja hace unos 15 años, con el que puede abrirse y compartir.
Toda crisis incuba durante largo tiempo, hasta que algún incidente la detone. La de Irene comienza cuando Andrea le anuncia que dejó embarazada a Fabiana, una clienta (él se dedica a vender verduras orgánicas) con la que tuvo una relación casual, dispuesta a seguir con la gestación “porque a esta edad sería una locura no tenerlo”. Fabiana pisa la cuarentena como ellos, y la situación deja a Irene al desnudo: ella no tiene hijos, ni un marido cansado como su hermana, y teme perder a Andrea en el proceso.
Así seguirá procesando su situación en medio del lujo manifestado como pura apariencia en sus diferentes estancias (la manifestación última de la soledad son esos cuartos y esos serviciales empleados), hasta que un encuentro crucial traerá consecuencias inesperadas. Irene tiene también su revés, siguiendo el paralelo que hacíamos al principio, pero el final se vuelve ambiguo; la aceptación del propio destino es más gozosa, si se quiere: la vida es un viaje que uno hace en última instancia solo, y a la propia manera, sin manuales ni referencias.
Episodios
Tognazzi (hija del histórico Ugo) firma el guión junto a Ivan Cotroneo y Francesca Marciano, y le escapa a varios clichés del cine italiano (y francés, podríamos decir) a la hora de tematizar las familias de clase media. La narración es reposada, con las elipsis adecuadas como para avanzar y no perdernos nada importante: quizás la vida es así, una sucesión de episodios, al menos cuando queremos recapitularla. Un sobreimpreso nos dice la ciudad en la que estamos y su temperatura exterior, como para que el espectador no se pierda en la geografía (o sí, para que pueda “sentir” ese extravío de manera consciente).
El plano se abre a la hora de retratar el exotismo o la grandiosidad (la Berlín de construcciones yuxtapuestas, los jardines acuáticos de Marrakech), pero se cierra sobre los actores, deconstruyéndolos incluso por momentos, como para no perderse ni una de sus expresiones.
Contrapesos
Es que se trata de una película de actuaciones, de intérpretes que puedan llenar la pantalla con su sola presencia. Como lo hace Margherita Buy con su Irene, la medida justa del dramatismo, el hastío, la angustia y la autoafirmación, sin excesos, como en la vida misma, cuando la procesión va por dentro. El resto del elenco principal son sus contrapesos, o sus pivotes. Como Stefano Accorsi, comodísimo en su Andrea, bonachón y querible; o la intensa Fabrizia Sacchi, una Silvia que no se calla nada, todavía en pie de guerra. La británica Lesley Manville le pone el cuerpo a Kate Sherman, la académica que le dará que pensar a Irene, primero por acción y después por ausencia. Completan la troupe Gianmarco Tognazzi (hermano de Maria Sole) como Tommaso, el entumecido marido de Silvia, y Alessia Barela como una Fabiana deseable en su madurez (un desafío para la protagonista).
De nuevo: cada uno resolverá cómo transita este viaje que es el paso por el mundo. Lo que no hay es margen para desandar el camino: a fin de cuentas, nadie sale vivo del viaje.