Van Gogh: en la puerta de la eternidad

Crítica de Leandro Arteaga - Rosario 12

En el fragor de una luz que se escapa

Nominado como mejor actor en los últimos premios Oscar, Willem Dafoe regala una interpretación alucinada, transformadora, en un film que va derecho al asunto.

La cámara subjetiva, la mirada alterada, el foco extrañado, con demasiado para ver, sentir y pintar. El arrojo (del pintor, de la película, del espectador) sobre el lienzo es demoledor. No hay tiempo para nada más. Un arrebato que es un impulso constante. La luz se percibe y se escapa, irremediablemente. En ese intento desesperado se ahonda el Van Gogh de Willem Dafoe. Sucedía también en otra y célebre encarnación, a través de Kirk Douglas. A la manera de espasmos en continuado, llamados repentinos de una vida evanescente. Como la luz.

En aquella oportunidad, era Vincente Minnelli el director y Sed de vivir la película. Ahora -y entre tantos referentes más, como Robert Altman y Akira Kurosawa- es el norteamericano Julian Scnabel quien dedica su mirada de cine a ese mundo de un amarillo que palpita. (Ojo, porque no todo amarillo, por amarillo, palpita. Bien podría ser un color muerto. Lamentablemente, abundan ejemplos). Lo hace en el intento de inundarse, de ensimismarse, en esa verdad revelada. ¿Cuál es el misterio tras la luz del pincel? Van Gogh: en la puerta de la eternidad no ensaya respuesta alguna, sino que se detiene en la formulación de la pregunta.

Se trata de emular una fiebre creadora que no puede perder oportunidades ni tiempo. Toma por asalto lo que le rodea

Pregunta que se reviste de un ahogo existencial, para el que utiliza la virtud del relato. Un relato apocado, que prescinde de demasiadas explicaciones. Va directo al asunto, al hecho, al fragor de la luz que huye. Desde el inicio, condensa ya el deseo, el impulso, con la bella campesina encontrada al paso. El viento, la naturaleza, ella. La cámara prácticamente se arroja, no contiene la excitación. Para la resolución del hecho habrá que esperar, más importa que sea desencadenante de la película.

En todo caso, se trata de emular una incontinencia creadora, que se sabe finita y no puede perder oportunidades, tampoco tiempo. Así, toma por asalto lo que le rodea. Y su arma no es otra más que el color. Visiones. Tal vez, justamente, de eso se trate. De un mundo que se desdobla o repliega, que desoculta por momentos otras posibilidades o se quita de encima la hojarasca inútil con la que empecinadamente es recubierto. El Van Gogh de Defoe parece capaz de atisbar lo que asoma y por eso el desespero, el pincel sobre el blanco con el fin de iluminar el secreto que algún viento le susurra.

Una mirada, podría decirse, enfermiza. Felizmente, tristemente enfermiza. Lust for Life es el título de la película de Minnelli. Lujuria por la vida. Por allí ronda también este Van Gogh, situado ahora en el umbral de lo eterno. De modo sonámbulo, preso de un trance que alguien tiene que sobrellevar porque, de lo contrario, no habría girasoles, cuervos ni trigales. Tampoco botas embarradas para que Heidegger, un siglo después, dejara vagar otra lujuria, la intelectual.

El Van Gogh de Dafoe/Schnabel corre sin rumbo aparente, hacia él entonces las fuerzas represivas que lo encierran y, presumiblemente, equilibran. Entre ellas, el diálogo ambivalente que habrá de sostener con el sacerdote. Nadie mejor que Mads Mikkelsen para encarnar al hombre de hábito y su mirada siniestra. Mirada que el actor ha cultivado entre varios personajes perversos. Un comentario iconográfico ladino, que la película, como metonimia evidente, enuncia. A la vez, las palabras van y vienen y desnudan lo maleables que resultan ser. El artista las abre hacia el conflicto. La justa verbal -"en el principio ya existía el Verbo", viene bien recordar- tiene en el pintor al mejor esgrimista. Como si la imagen se sobrepusiera a una palabra que presume preeminencia. Imagen que es, vale recordar también, el cine mismo. Y aquí con uno de sus mejores guionistas de todos los tiempos: Jean-Claude Carrière. De su imaginería compartida con Luis Buñuel y Pierre Etaix a la luz que hace posible a las imágenes que encarnan en el nunca mejor Willem Dafoe.

Dafoe es el film, hace propia la sensibilidad de este hombre alucinado, que vaga con la mirada puesta en algo más, situado a la vista de cualquiera, pero invisible. Dafoe pinta de verdad. Es su pulso el que busca el color escondido. La entrega del actor es dolorosa. Y eso es algo que la cámara captura. No sucede lo mismo con el Gauguin de Oscar Isaac, evidentemente caracterizado, de interpretación correcta y diálogos bien pronunciados. No hay encarnación ostensible. ¿Será, tal vez, por lo devorador del propio Dafoe, cuya impronta tiende a denunciar lo que no aparece igual de transformado? Sí hay una luz igual de viva, refulgente, en las miradas de Emmanuelle Seigner -de seducción imperturbable- y Mathieu Amalric, como el doctor Paul Gachet. (Amalric, a su vez, ya había encarnado a otro dolor vivificante en La escafandra y la mariposa, del propio Schabel.)

Ente que transforma todo lo que toca, este Van Gogh es demasiado poderoso. También frágil. Contenido al estar encerrado, su aparente calma equilibra un interior que explota. Un balance que procura escapar a las previsiones y castigos sociales. Van Gogh es un ánima peligrosa. Lo fue en su momento, lo es ahora. Al respecto, vale la manera desde la cual Schnabel retrata el momento fúnebre, rodeado de sus cuadros, amados hijos. La muerte conoce una transmigración que se reparte entre todas las pinturas, como el vuelo de esos cuervos en el que tal vez sea el último de sus cuadros. Mientras, los mercaderes acuden solícitos. Es el turno del mercado -esos otros cuervos-, poderoso en su simbología, de efectos devastadores. El manicomio antes, el valor económico ahora.

El film de Schnabel permite contradecir lo habitual del asunto y precisar que no se trata de pensar si la suerte económica le fuera esquiva en vida al gran pintor, sino que fue su ardid de vida el que lo mantuvo decididamente al margen de tamaña banalidad. Hoy el pleito continúa.