Van Gogh: en la puerta de la eternidad

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

El suicidado por la sociedad

Tratar de reconstruir la vida de Vincent van Gogh y/ o capturar su esencia es siempre desde el vamos un intento artístico condenado al fracaso porque su obra pictórica de por sí superará cualquier croquis historiográfico/ psicológico que pretenda resumir su sentir y su atribulado paso por este mundo. Aclarado ese punto podemos afirmar que las tentativas más eficaces en el campo de las biopics fueron Sed de Vivir (Lust for Life, 1956) de Vincente Minnelli, encarada desde la arquitectura dramática altisonante del Hollywood Clásico, Vincent & Theo (1990) de Robert Altman, enmarcada en el naturalismo semi experimental típico del realizador, y la reciente Loving Vincent (2017) de Dorota Kobiela y Hugh Welchman, una epopeya animada constituida en un cien por ciento por cuadros realizados por un centenar de artistas imitando el estilo y las diversas variantes de la inflexión estética del pintor holandés. Van Gogh en la Puerta de la Eternidad (At Eternity's Gate, 2018), la flamante adición a la lista y el último film de Julian Schnabel, cae unos escalones debajo de aquellas -todas muy buenas propuestas- pero incluso así resulta una experiencia interesante.

Schnabel, un artista plástico él mismo y director de trabajos atractivos como Antes que Anochezca (Before Night Falls, 2000) y La Escafandra y la Mariposa (Le Scaphandre et le Papillon, 2007) y de opus algo escuálidos como Basquiat (1996) y Miral (2010), adopta el mismo enfoque cinematográfico de siempre en lo que atañe al devenir del neerlandés, el de centrarse en el último período de su vida en general y en su estancia en Arlés -en el sur de Francia- en particular, haciéndola suya vía una fotografía bien intrusiva/ reflexiva -hoy a cargo de Benoît Delhomme- plagada de cámaras en mano, primeros planos poéticos, tomas subjetivas desde el punto de vista del protagonista e instantes varios de quietud que pasan de repente al éxtasis doloroso. La insólita decisión de elegir a Willem Dafoe, actor norteamericano de 63 años, para interpretar a un hombre que al morir en 1890 tenía 37 años le sirve de maravillas a la película para acercarse aún más a ese tono entre abstracto y lírico que tanto busca el realizador mediante la sutil presentación de una andanada de episodios relacionados a los vaivenes emocionales y mentales del Van Gogh más ajado y crepuscular.

La historia nos entrega todos los motivos clásicos del rubro como su cariñosa relación con su hermano Theo (Rupert Friend) y su tortuosa amistad con Paul Gauguin (Oscar Isaac), además de reconstruir las circunstancias de célebres cuadros o series de cuadros como La Arlesiana, retrato de Madame Ginoux (la gran Emmanuelle Seigner), esposa del dueño de un café al que solía asistir. Como todos los estudios sobre la figura del pintor, el film está fuertemente influenciado por Van Gogh, el Suicidado por la Sociedad, aquel famoso ensayo de 1947 de Antonin Artaud, una crítica muy lúcida a la psiquiatría y a la comunidad en su conjunto en lo referido al tratamiento/ incomprensión de la genialidad detrás de la locura, haciéndolas responsables a ambas de la muerte del holandés por el desprecio, la falta de reconocimiento y ese constante lavaje mental orientado a “normalizar” el intelecto fracturado del pintor; un planteo que queda de manifiesto en las escenas del encuentro con una maestra bien boba (Anne Consigny) y sus insoportables alumnos, quienes molestan al protagonista mientras pretendía trabajar tranquilo, y en las excelentes secuencias centradas en sus conversaciones con el Doctor Félix Ray (Vladimir Consigny), al que derivan porque se cortó el lóbulo de la oreja izquierda luego de una discusión con un Gauguin que deseaba abandonar Arlés, y con un sacerdote (el sublime Mads Mikkelsen), cabeza de otra de las tantas instituciones psiquiátricas en las que lo encerraron a lo largo de su vida y con el cual mantiene uno de los intercambios más atrapantes y sinceros de todo el metraje en torno a su condición de eterno mártir y la subvaloración de la época para con su producción artística.

Como suele ocurrir en el cine de Schnabel, al señor se le va un poco la mano en materia de unos excesivos 111 minutos de duración que en algunas ocasiones se sienten repetitivos y algo automatizados en su catálogo de paneos minimalistas etéreos a la Terrence Malick o Víctor Erice aunque en versión “cámara hiper movediza”, varias veces sin lograr llegar al nivel de los susodichos en el terreno de la sublimación ideal de las minucias cotidianas vía el andamiaje de lo estético visual austero. Curiosamente, y a pesar de lo que deben haber sido las intenciones originales del cineasta, los verdaderos puntos fuertes de Van Gogh en la Puerta de la Eternidad son las charlas del neerlandés no sólo con los personajes ya mencionados sino también con otro paciente de un manicomio (Niels Arestrup), con el Doctor Paul Gachet (Mathieu Amalric) y sobre todo con el mismo Gauguin, un intercambio caracterizado por la idea de ambos pintores de cierto aburguesamiento tecnicista del movimiento impresionista y la necesidad de llevar el postulado de base -filtrar la naturaleza desde la matriz personal del artista- hasta sus últimas consecuencias saliendo de las tristes ciudades y recorriendo lo agreste indómito (de todos modos, el Gauguin de Schnabel le dice directamente a Vincent que los arlesianos -léase el pueblo en general- son “estúpidos, malvados e ignorantes”, por ello pretende abandonar el lugar en pos de otros aires, casi tratando de convencer al protagonista de que haga lo mismo y deje de someterse a la indiferencia popular del momento). Como Loving Vincent, la película retoma la hipótesis contemporánea -pero con más ímpetu- de que Van Gogh fue asesinado accidentalmente por los hermanos René y Gaston Secrétan, dos tarados importantes que andaban jugando con una pistola, sin embargo el trasfondo retórico continúa pegado al concepto del suicidio tácito por un cansancio producto de aquello mismo que decía Artaud: hablamos de una sociedad vanidosa, conformista y mediocre que lo empujó a dejar de luchar porque no supo comprender que el artista había alcanzado en su misantropía la plenitud de una belleza en la que el espíritu estaba por encima de la superficialidad corporal, logrando llegar a la esencia de la vida natural a partir de esas trivialidades que casi todos los mortales omiten a diario…