Un traidor entre nosotros

Crítica de Juan Pablo Cinelli - Página 12

Síntesis entre lo clásico y lo moderno.

Basada en una novela de John Le Carré, el film de espionaje dirigido por Susanna White propone un escenario global con la forma de un rompecabezas siempre incompleto, en el que las piezas se van ordenando y desordenando varias veces a lo largo del relato.

Como ocurre con la mayoría de los moldes narrativos del cine, las películas de espías tienen un conjunto de reglas y códigos precisos en los que se cimenta el espíritu de eso que en su momento supo llamarse intriga internacional, que luego se redujo a una línea dentro del espectro amplio del thriller, pero que es un campo vasto con un carácter propio. Una identidad que el final de la guerra fría consiguió debilitar sensiblemente, pero que el panorama post 9/11 volvió a cargar con energías y fuentes de inspiración renovadas. Ambas líneas del género tienen a su vez características particulares. De estética muchas veces cercana al film noir, la línea clásica tenía la paciencia necesaria para hacer que la clave del misterio estuviera siempre delante de los ojos del espectador, pero que sólo se revelara al final, como un truco de magia realizado en cámara lenta. Con la saga de Jason Bourne como modelo, las películas de espías modernas adquirieron una personalidad frenética que volvió al género más ágil, pero igual de asfixiante. Con el tiempo empezaron a aparecer películas que consiguieron amalgamar algunos elementos de ambas genealogías, a veces con buenos resultados. Un traidor entre nosotros, de Susanna White, es una de esos casos.

El largo primer acto de la película alcanza para dejar entrever las características híbridas del film. En la primera secuencia un contador ruso es asesinado en un bosque nevado junto a su mujer y a su hija mayor, luego de asistir a una reunión que tiene lugar durante una función de ballet en un teatro, en la que firmó una serie de documentos que le permitirán a un joven empresario, también ruso, comenzar a articular sus planes para extender hacia occidente sus turbios negocios bancarios. De ahí el relato salta a una pareja de ingleses pasando unas vacaciones en Marruecos. Perry es profesor universitario y su mujer abogada. Durante una cena en la que ella debe volver al hotel para atender cuestiones de su trabajo, él acaba haciendo amistad con Dima, otro ruso, quien se encuentra con un grupo de compatriotas en algún tipo de celebración. El ruso evidentemente es un hombre peligroso, pero también es agradable y seductor, y Perry acaba aceptando ir con ellos primero a una fiesta y días más tarde al cumpleaños de su hija, al que es invitado junto a su mujer. Ahí Dima le revelará que es testaferro de la mafia rusa y que necesita de su ayuda para poder salirse de ese círculo, porque sabe que luego de firmar ciertos documentos, él y los suyos también serán asesinados como aquel contador y su familia.

Todo ese inicio pone de manifiesto la capacidad de Un traidor entre nosotros para combinar los dos registros del género, recuperando por un lado el espíritu clásico de las películas de espías, al demostrar que de alguna manera el final de la guerra fría fue solamente una formalidad. Una fachada detrás de la cual aquel enfrentamiento bipolar empezó lentamente a reconvertirse en otra cosa, en este caso una guerra por el dominio de los capitales negros, pero sin perder su carácter original. Pero también para establecer un escenario global en el que la historia comenzará a moverse a los saltos, dándole forma a un rompecabezas siempre incompleto, en el que las piezas se irán ordenando, desordenando y reordenando varias veces a lo largo del relato.

Un traidor entre nosotros maneja de manera eficaz tanto la intriga como la acción, haciendo que los diferentes ingredientes se vayan revelando de manera orgánica, sin perder nunca el eje del verosímil, imprescindible para esta clase de historias. Aunque no se trata de un film en el que la espectacularidad entendida a la manera estadounidense sea un elemento preponderante, su directora se las arregla para que el nivel de adrenalina se mantenga alto, aunque para ello recurre más a provocar sobresaltos sobre la línea del relato que a artificios coreográficos de alto impacto. Ewan McGregor vuelve a demostrar su versatilidad para poner la cara y que todo se vuelva creible para el espectador, y encuentra en el duelo actoral con el sueco y cada vez más britanizado Stellan Skarsgard un contrapeso ideal para sostener juntos el andamiaje de intriga que la película propone.