Un traidor entre nosotros

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Una película de espionaje, pero no de espías o, en todo caso, de espías improvisados, de gente ordinaria atrapada en una trama que los excede como en El hombre que sabía demasiado (como Hitchcock en general). Un traidor entre nosotros es la transposición de una novela de John Le Carré de 2010 y cuenta la historia de un matrimonio que se ve envuelto en una guerra de espionaje, mafia e intrigas entre grandes potencias. La película comete errores desde el principio, desde que desaprovecha el malestar de la pareja: poco y nada se sabe de los personajes de Ewan McGregor y Naomi Harris, salvo por unos pocos datos sumarios (profesión, estado civil, situación sentimental). Perry, de vacaciones con su esposa en Marrakesh, es abordado por Dima, un corpulento gángster ruso al que no se le puede decir que no. Dima captura la atención de Perry y lo convence de enviar un mensaje a MI6 a su regreso a Londres. El motivo del hombre común arrojado a un conflicto que lo supera ampliamente es bien conocido, pero Susanna White (tal vez la primera mujer en dirigir una película de espionaje) nunca se toma el trabajo de robustecer el relato dando cuenta, por ejemplo, de qué es lo que de Dima y del submundo de la mafia rusa atrae tanto a Perry como para arrastrar a su esposa a semejante aventura (ya dentro del conflicto, ambos aceptarán participar para cuidar a la familia de Dima, pero se trata de una excusa pobre y aburrida). Al igual que lo que ocurre con los personajes, el guion jamás termina de retratar a fondo el universo de la historia: la película recorre espacios lujosos y exclusivos, observa a gente peligrosa y descubre algún que otro ritual interesante, pero jamás los describe en profundidad. La cámara se comporta parecido: barre las estancias algo decadentes y a sus habitué a las apuradas, casi de compromiso, y enseguida vuelve a su rutinario esquema de primeros planos. La película asemeja un muestrario de texturas, una catálogo de efectos de luces, colores y decoraciones; ningún espacio se muestra realmente vivo, todo exhibe un toque cool que lo vuelve artificial, incluso en las escenas en las que la directora trata de jugar con la oscuridad y, en vez de suspenso, solo obtiene planos confusos. Una fotografía aséptica que juega a la sofisticación.

Se creería que el misterio es el corazón de una película de espionaje, pero Un traidor entre nosotros parece tan segura de su plan que se permite prácticamente desechar la maquinaria de la intriga: uno de los momentos de mayor tensión (un tiroteo nocturno en una casa secreta) es resuelto en off y consumiendo pocos segundos, en algo que podría entenderse como un gesto iconoclasta (porque se despoja al género de una de sus principales convenciones), pero que también puede atribuirse a la falta de talento. En este sentido, no es casual que la dimensión física de las películas de espionaje haya sido anulada: tratándose de la variante de los espías improvisados, es de esperar que el cuerpo esté mayormente en reposo, frente al tipo más canónico del espía profesional, que contempla un despliegue de proezas físicas mucho más espectacular. Pero Un traidor entre nosotros neutraliza por completo el movimiento: la película se reduce a diálogos y a algún que otro intercambio de gestos, sin ninguna clase de esfuerzo físico (hasta James Stewart, ya grande, se movía de un lado a otro en El hombre que sabía demasiado). En el contexto de pereza y quietud generales, Stellan Skarsgard se las arregla para imponer su cuerpo en la escena y entrometerlo en las imágenes: su Dima gordo, abundante, pero también gritón y maleducado, profuso en gestos y tatuajes, sobresale de la medianía actoral que lo rodea en buena medida gracias a la fisicidad que le imprime a su personaje. Como contrapartida, el Hector de Damian Lewis, con su rigidez casi mecánica, no se sabe bien a qué juega, si a una parodia explícita de la figura del agente de inteligencia obsesivo, o si solo se está ante una actuación mal dirigida. En cualquier caso, Hector es uno de los principales pivotes del relato y jamás alcanza a acercarse siquiera al nervio casi animal del personaje de Skarsgaard. No por nada, Dima ocupa el lugar de víctima sacrificial: más allá de su función en la trama, Dima ocupa un lugar claro en el sistema de la película en su conjunto, el de un exceso (de imagen, de palabras, de cuerpo) que hay que dosificar y contener, y que pone de manifiesto la materia cinematográfica más bien escasa con la que están formados los demás personajes.