Un rubio

Crítica de Paula Vazquez Prieto - La Nación

El deseo y su insistente postergación es la fuerza que alimenta las historias de Marco Berger ( Ausente, Hawaii, Mariposa). No solo el del despertar sexual en esos universos masculinos de corrientes eléctricas y miradas insinuantes, sino también el que la sociedad modela en el tránsito adulto con sus rutinas y obediencias. Un rubio es su película más compleja, la que permite despegar a sus personajes de la coyuntura que los une para espiar su trascendencia, la que mejor representa esa narrativa lúdica y llena de secretos que cuando se descubren ya no pueden volver a guardarse.

La llegada de Gabriel, el Rubio, a la vida de Juan es la puerta a su escondido interior, a ese silencio mutuo que los atraviesa entre el bullicio de los amigos que toman cerveza o el sonar de las máquinas en la fábrica donde trabajan. Berger descompone su puesta en escena en los cuerpos que se mueven, se tensionan, habitan ese espacio que comparten. Y, como todas sus historias de amor y dolor, está tan adherida a un mundo material de decisiones, a interrogantes y sentimientos, como a los recovecos del paisaje del conurbano, a los viajes apretados en el tren, a los restos de una pizza compartida.

Un rubio explora el contexto en el que todo deseo se abre paso, los obstáculos que sortea, las prohibiciones que lo aniquilan. El camino de Gabriel, el rubio de esta historia, es también el de la propia película, que se aventura estoica en un mundo lleno de miradas.