Un reino bajo la luna

Crítica de Santiago Balestra - Alta Peli

Un impecable trabajo de Wes Anderson, perfecto por donde se lo mire.

Las pocas veces que he ido a ver una película de Wes Anderson, fueron todas de casualidad. Vi The Royal Tenenbaums porque un amigo me paso el guión, vi The Darjeeling Limited porque durante una noche en la que concluyo una nefasta reunión familiar estaba necesitado de ir al cine y esa película me pareció la mejor opción; y el título que nos ocupa simplemente para cumplir mis obligaciones para con este honorable blog. Si hay algo que puedo decir de las tres ocasiones, es que en todas salí más que satisfecho. Wes Anderson es uno de esos realizadores que hay que ver, simplemente por la idiosincrasia que despiden sus películas; esos colores, esas texturas que parece que vamos a leer un libro de cuentos, esos personajes tan diferentes entre sí y tan desarrollados al milímetro pero que comparten una inconfundible característica: Una infancia permanente más allá de la edad que se tenga.

¿Cómo está en el papel?

Moonrise Kingdom es la historia de amor de dos jovencitos, ovejas negras de sus entornos de pertenencia, que después de un encuentro casual, empiezan una amistad por carta que da inicio a un romance de verano. Por otra parte, lo único que inicia no es el romance, sino una búsqueda frenética por parte de los padres de ella, y los boy scouts que están a cargo de él.

El desarrollo argumental del film se divide en dos claras mitades: por un lado, la evolución del romance entre la pareja protagonista y por el otro, una vez que sus grupos de pertenencia los vuelven a encontrar, la persistencia en mantener ese amor. Es en esta segunda mitad que nos percatamos de que hemos dado con el tema de la película: El amor no tanto como un concepto melosamente romántico, sino de aceptación y pertenencia, que son elementos esenciales de esa sensación. Los protagonistas no encajan con sus grupos de pertenencia y ese punto en común es fundamental para que encuentren entre ellos lo que no pueden con sus familias. Es un hallazgo de Anderson el que no haya apelado a utilizar ningún golpe bajo y simplemente se limite a mostrar lo mínimo indispensable de la disfuncionalidad familiar de los personajes.

A medida que avanza la película, nos percatamos que más allá de la notoria inocencia que es inherente a la pubertad de los protagonistas, son estos los que muestran algún signo de madurez, mientras que los adultos presentan rasgos de infantilismo. Son adultos que se comportan como niños que quieren ser adultos y es la manera adulta en la que estos chicos confrontan su romance que hace que reevalúen no solo sus crisis interpersonales (los personajes de Bill Murray y Frances McDormand), sino también aquellas de carácter intrapersonal (los personajes de Bruce Willis y Edward Norton).

Otra cosa que no se queda afuera es el universo de la isla en la que viven, que con la ayuda del narrador que interpreta Bob Balaban se vuelve un personaje más de la película.

¿Cómo está en la pantalla?

La pequeña pareja protagonista se conoce tras las bambalinas de una obra de teatro infantil. La misma es fundamental para la trama no solo como intriga de predestinación sino para las elecciones estéticas de Anderson a nivel fotografía, música, cámara y escenografía.

La gran mayoría de los planos son fijos y frontales como si se alternara el punto de vista de los hablantes que integran la escena. Hay un rico uso de travellings laterales, como si Anderson nos deslizara a lo largo de un gran escenario teatral. La paleta de colores se basa íntegramente en una clave alta y con un acentuado uso de las texturas.

El montaje yuxtapone con sobriedad los pocos planos que hay por escena. Pero es un instrumento fundamental a la hora de narrar cómo evoluciona la relación por carta de los protagonistas.

La partitura es rica en percusiones y hace un extenso uso del leitmotiv. Si se quedan a los créditos, el compositor de la misma, Alexandre Desplat, les enseña paso a paso, algo de composición orquestal.

Por el lado de la actuación los que brillan son incuestionablemente Edward Norton y Bruce Willis, ambos en roles en los que no estamos acostumbrados para nada a ver, y en los que quisiéramos ver más seguido, sobre todo en películas de Wes Anderson.

Bill Murray y Frances McDormand aportan muchas de las risas de la peli; él por sus excentricidades (como hachar un árbol en calzoncillos) y ella por usar el megáfono hasta para hacer el mas mínimo anuncio. Sin embargo llegan a hacer gala de su maestría interpretativa en una escena en particular donde están en la intimidad de su habitación.

Obviamente no podemos dejar a un lado a la joven pareja protagonista ya que, argumentalmente hablando, la película descansa en sus hombros y debo decir que salen bastante indemnes del desafío. El muchacho protagonista, Jared Gilman, entrega un rol a la altura del desafío, pero la que sorprende es su partenaire, Kara Hayward, por una madurez interpretativa inusual en actrices de su edad y que estoy seguro la pondrá en el mapa.

Conclusión

Con un pulso narrativo digno de la mejor literatura y haciendo uso de pintorescos personajes, interpretados de un modo brillantemente inusual por un variopinto ensamble de actores, Wes Anderson nos entrega un cuento de verano que emociona y hace reír como la vida misma. Que nos hace recordar lo que éramos como niños, lo que somos como adultos, y sobre todo cómo desde uno u otro punto de vista, esos caminos se pueden bifurcar. Puedo decir, sin temor a equivocarme, que estamos ante una de las mejores películas del año.