Un reino bajo la luna

Crítica de Gastón Molayoli - Metrópolis

Una de las claves para comprender el cine independiente norteamericano es la idea de disfuncionalidad, que se suele pensar en oposición con el intento histórico de Hollywood por reproducir el status quo. Si bien las películas de Wes Anderson suelen estar protagonizadas por actores conocidos y suelen tener buenos presupuestos, puede decirse que su manera de entender el cine se corresponde con la independiente (o la manera indie, como también la llaman). En este territorio, las relaciones familiares nunca van de la normalidad hasta su alteración ni tampoco hacen el recorrido inverso. En general, los integrantes de estas familias recorren un trayecto que va desde la conciencia de su situación hasta la aceptación de la misma.

En el universo de Wes Anderson no hay una mirada condenatoria hacia los personajes sino una verdadera empatía. Para decirlo de otra manera: el director demuestra afecto por sus personajes y no los trata como enfermos, sino que se dedica a observar el espacio que los rodea con la atención puesta en cada detalle.

Por eso mismo, para bien y para mal, sus películas fueron calificadas como sobrecargadas, ya sea si pensamos en la composición meticulosa de sus planos, en su dirección de arte casi barroca o en sus movimientos de cámara siempre milimétricos. Esos detalles también tienen que ver con un autor que se aleja del realismo que suele prevalecer en el cine clásico. En su cine, a diferencia de aquél, no se oculta el aspecto artificial que implica estar frente a una película. Cuando vemos cualquiera de las que componen su filmografía sentimos que estamos ante algo que se escapa de lo cotidiano y que, por momentos, se parece a un cuento de hadas. O a una fábula: su anterior película, por ejemplo, es una historia animada sobre un zorro que por más que lo intente no puede evitar seguir sus instintos.

Un reino bajo la luna transcurre en una isla de Nueva Inglaterra durante el verano de 1965. Cuenta la historia de Sam, un boy scout huérfano que se escapa del campamento para encontrarse con Suzy, una chica de la isla a quien conoció en una obra de teatro. Tanto el boy scout principal como los padres de la niña salen en busca de la pequeña pareja, ayudados además por quién parece el único policía del pueblo.

La fuga de los niños no se mueve jamás dentro de las coordenadas del melodrama, ni siquiera para los padres de Suzy que viven todo con una mezcla de patetismo y perplejidad. El romance entre Sam y Suzy se vuelve tan creíble y la situación tan densa que todo parece la parodia de una historia de amor adulta. El mérito de Wes Anderson es hacernos creer que en su universo los roles que asumen tanto los adultos como los niños se ven afectados.

En un gran texto dedicado a Las vacaciones del señor Hulot, la película de Jacques Tati, Bazin decía que gran parte de los logros del director francés tenían que ver con su capacidad para construir un espacio propio. Según el crítico, los grandes directores cómicos hacen eso en primer término y luego insertan allí a sus personajes. La referencia se podría aplicar a las películas de Anderson, especialmente porque el movimiento de los cuerpos es mínimo, lo que destaca el tratamiento que se hace del espacio. Los personajes están dispuestos de tal manera, en el centro de la imagen, casi siempre de frente y con los brazos a los costados, que parece como si se prepararan para una confesión.

Lo que sí se mueve (y mucho) es la cámara, a través de travellings, panorámicas, acercamientos o alejamientos. La sucesión de imágenes se transforma en una especie de danza visual que, por otro lado, subraya el carácter artificial y mágico que la película posee. (En una escena que funciona como un guiño al espectador, Suzy le cuenta a Sam, mientras le muestra sus libros, que le encantan las historias con poderes mágicos, ya sea en los Reinos de la Tierra o en los planetas exteriores.)

Pero el cine de Anderson no se queda allá, a lo lejos. La manera de ser de cada uno de los personajes y la manera en que transcurre la trama oscilan todo el tiempo entre sensaciones opuestas. De la misma manera en que los roles se mezclan, se vuelven difusos en una trama que desconcierta, los géneros hacen lo propio. Por eso hay escenas que nos obligan a preguntarnos dónde estamos parados. En un momento, Suzy le dice a Sam que le encantaría ser una huérfana porque piensa que los que viven en orfanatos tienen una vida feliz y libre de preocupaciones. Sam la mira y le responde: te amo pero no sabés de que estás hablando. Casi todas las respuestas pronunciadas por Sam poseen tanta carga que resulta difícil precisar si se trata de un adulto vestido de niño o de un niño demasiado maduro, si deben causarnos risa o emocionarnos. Decíamos: Un reino bajo la luna borra los límites entre los niños y los adultos, entre el drama y la comedia, y hasta aquella que separa al realismo del artificio. Pero esto no se da como un juego banal sino como una manera de decir que las etapas, los géneros y las maneras de posicionarse frente al cine no son tan distintas entre sí.

Este punto se traslada a todos los niveles de la historia. Desde el tratamiento que se hace de la sexualidad cuando Sam y Suzy están en la carpa antes de que sus padres los encuentren, pasando por la noción misma de matrimonio, hasta llegar a un momento particularmente intenso en que los dos niños están preparados para tirarse al agua desde un campanario aún sabiendo que pueden morir en el intento.

Wes Anderson nos dice que para ingresar en su universo sólo hay que entregarse, lo que no significa necesariamente perder la capacidad de pensar en lo que estamos viendo. Su filmografía se instala cada vez más en un terreno que se parece a la isla que sirve de escenario de esta historia: bella, extraña y por momentos tormentosa.