Un reino bajo la luna

Crítica de Aníbal Perotti - Cinemarama

El tiempo del amor y de la aventura

La nueva película de Wes Anderson monta su trama elegíaca sobre un tiempo de utopías infantiles. Una edad de escapes y pactos terribles, de primeros besos y primeras heridas. Un reino bajo la luna es una historia de amor entre dos chicos solitarios que se dan a la fuga a través de mares, bosques y acantilados con Françoise Hardy como madrina y con una tropa de scouts, los servicios sociales y todas las neurosis del mundo adulto a sus espaldas. Conducida por el ritmo de la joven pareja fugitiva, la película palpita en una búsqueda amorosa, en un gesto liberador y fantasmal, en una aventura a toda costa.

Sam es un boy scout huérfano odiado por sus compañeros que acampa en la isla donde vive Suzy, una joven bella de rostro serio que no se siente a gusto con sus padres y sus hermanos pequeños (la típica familia disfuncional de genios apáticos del cine de Anderson, con dos abogados a la cabeza). La secuencia de apertura despliega todos los recursos formales de un director autoconsciente habituado a construir ficciones cerradas como casas de muñecas. La descripción metódica y exhaustiva de la casa donde vive Susy comienza con un plano fijo bien organizado y sigue con una sucesión de travellings que presentan cada espacio de manera frontal repitiendo el mismo procedimiento. El campamento scout, en el que las carpas son una suerte de casas en miniatura, se muestra de manera similar: un largo travelling acompaña al jefe en su recorrida mientras descubrimos a los scouts ocupados cada uno en su actividad.

El pequeño Sam tiene una afición por el orden, el inventario y la cartografía. La película está controlada por un deseo similar de puesta en orden con sentido estético. Como sus personajes, Wes Anderson construye un mundo acorde a sus deseos, un mundo ideal y alternativo. En el primer campamento de los enamorados, en una isla desierta sacada de las novelas de aventuras, Sam le pide a Susy hacer un inventario de sus pertenencias. El cineasta rescata la dignidad de las pequeñas cosas: las cajas de alimento para gatos, un peine, una pipa, un simple de Françoise Hardy. Así se mezclan, íntima y delicadamente, la función cómica y el significado metafísico. Cada gesto y cada motivo poseen una infinita sofisticación: el uniforme de Sam se cubre de pequeñas insignias con significado propio. Las listas, los mapas, los enormes anteojos de él y los prismáticos de ella, todo tiende a considerar al universo de manera analítica antes que sintética, más como una suma de elementos que como un conjunto. Pero los personajes de Un reino bajo la luna están poseídos por pasiones y ansias de aventuras que trascienden el rigor obsesivo de la puesta en escena. El cineasta consigue una película extremadamente formal e inmediatamente placentera en la que buena parte del placer proviene de la fuerza seductora de los colores y de la geometría.

Los chicos, al igual que el director, cultivan el gusto por el detalle, pueden detenerse a juntar piedritas para su colección y organizar pieza a pieza un mundo particular en el bosque o en su habitación. La fuga es también un escape libertario y transgresivo. La cámara observa el cuerpo semidesnudo de la bella Susy con un descaro evidente, Sam perfora las orejas de su amada con unos anzuelos en forma de pendientes que hacen fluir un hilo de sangre por su cuello en una hermosa metáfora de la pérdida de la virginidad. La aventura no es inocente. La desaparición de los chicos del campamento y de la casa familiar reabre viejas heridas existenciales en padres y profesores. Una temible cerrazón impregna la película y se personifica en los retratos del desencanto adulto. Una tormenta descomunal se avecina. Una sombra recubre la intriga infantil en la noche azul y plateada del huracán. Un rayo puede abatirse sobre un niño pero nada detendrá el destino romántico de los pequeños amantes. Para ellos sigue sonando la canción: aún es el tiempo de los amigos, el tiempo del amor y de la aventura.