Un hombre en apuros

Crítica de Emiliano Fernández - Metacultura

Los oligarcas también sufren

Sin duda realizaciones como Un Hombre en Apuros (Un Homme Pressé, 2018) ilustran claramente que no sólo la industria hollywoodense cae en estereotipos y automatismos dramáticos de toda clase cuando pretende encarar el difícil tópico de los minusválidos, los pacientes terminales, las enfermedades semi progresivas y cualquier problema físico o psicológico -o ambos- que deje con muy pocas posibilidades a la persona de turno de desarrollar una vida más o menos normal, léase sin mayores impedimentos en cuanto a su salud y desenvoltura cotidiana. Este film escrito y dirigido por Hervé Mimran está basado no tan lejanamente en el derrotero de Christian Streiff, otrora directivo estrella de Peugeot y luego despedido cuando sufre un accidente cerebrovascular por la casi letal acumulación de estrés y sedentarismo, amén de esa triste tendencia a una soberbia que siempre deja huellas.

La película, de hecho, juega con la metáfora del castigo psicosomático contra el enfermo de turno, el oligarca Alain Wapler (Fabrice Luchini), aquí también una de las cabezas de una de las principales automotrices de Francia y el mundo, por su pedantería todo terreno y sus reiterados ninguneos o hasta maltratos contra su sirvienta, su chófer, su secretaria y su propia hija, Julia (Rebecca Marder), una joven que no soporta su egoísmo y su decisión de haber privilegiado toda la vida al trabajo corporativo por sobre su parentela, detalle que derivó -por ejemplo- en que su esposa muriera sola. La apoplejía llega con reiterados mini ataques que el hombre pasa por alto porque es un workaholic que está obsesionado con no aminorar la marcha en función del lanzamiento de un coche eléctrico de alta gama, el LX2, en un evento circense del jet set de Ginebra, en Suiza, símil feria publicitaria/ marketinera.

Así las cosas, el derrame cerebral lo deja sin consecuencias visibles a nivel físico pero en simultáneo le afecta los centros del lenguaje y la memoria, lo que le impide encontrar las palabras adecuadas para expresarse y hace que se pierda constantemente al desplazarse por París, ahora transformada en un laberinto. Si bien Mimran trabaja con respeto el tema y no recurre a las idioteces del gremio mainstream yanqui en cuanto al retrato burdo del paso de la petulancia de antaño a una humildad forzada de acuerdo a su indefensión actual, lo cierto es que jamás se aparta de todos los clichés del rubro y esta falta de una mínima novedad termina empantanando en parte lo que podría haber sido un estudio un poco más abarcador de los sectores directivos del nuevo capitalismo hambreador contemporáneo, más centrado en la especulación conservadora y mediocre que en la innovación o el mismísimo trabajo.

El talentoso Fabrice Luchini pilotea bastante bien un personaje protagónico que de querible no tiene nada y cuya redención aquí está presentada de manera un tanto baladí mediante el despido cantado en cuestión, su faltazo en ocasión de la presentación de un ensayo de su hija en un concurso de elocuencia y hasta el risible giro narrativo posterior sustentado en el hombre encarando el Camino de Santiago en plan -algo mucho tardío y tirado de los pelos- de “viaje de autodescubrimiento”. Lo mejor del film a nivel general, y la dimensión que lo termina volcando hacia el campo de lo correcto/ pasable en serio, se condice con la relación que Wapler establece con su fonoaudióloga, Jeanne (Leïla Bekhti), una mujer adoptada que busca a su madre real y desarrolla una relación bien freak con un enfermero del hospital donde trabaja, Vincent (Igor Gotesman); todo un entramado también algo remanido aunque bastante más disfrutable que esta idea vetusta y mentirosa de fondo de que los oligarcas se pueden regenerar mágicamente cuando una catástrofe personal/ médica les cae del cielo…