Un golpe con estilo

Crítica de Benjamín Harguindey - EscribiendoCine

Tarde de jubilados

Un golpe con estilo (Going in Style, 2017) es una comedia que oscila entre mediocre y competente y si termina ganándose la simpatía del público es más por la buena onda de sus intérpretes que por cuan hilarantes son sus chistes. En realidad hay un único chiste en toda la película: “miren cómo la edad no detiene a Michael Caine, Morgan Freeman y Alan Arkin”.

Los tres ganadores de la Academia interpretan a trabajadores de fábrica, despedidos tras décadas de arduo trabajo e injustamente despojados de sus pensiones. Uno de ellos, Joe (Caine), encima está a punto de perder la casa que comparte con su hija y su nieta. Luego de atestiguar en persona un robo, se inspira y decide enlistar a sus amigos Willie (Freeman) y Albert (Arkin) para robar el banco que se ha apropiado de sus pensiones.

Es divertido ver a los tres cascarrabias peleándose y sacándose de quicio porque por un lado poseen personalidades incompatibles pero por otro transmiten cariño y familiaridad entre sí. Los actores se están divirtiendo tanto que verlos de por sí es entretenido. Tal es el caso de Christopher Lloyd, que hace de un allegado senil del trío principal y nomás con aparecer en cámara arranca sonrisas, y de Ann-Margret, hermosa y radiante y a sus 75 años aportando el sex appeal del film.

En lo que refiere al guión de Theodore Melfi, las situaciones a las que los personajes son sometidos no son muy graciosas, quizás porque nunca sentimos que Michael Caine, Morgan Freeman y Alan Arkin se encuentran en desventaja. Las mejores comedias de alguna manera humillan e incomodan a sus protagonistas; ésta es demasiado bienintencionada y preocupada con dejar a su venerable elenco bien parado.

Cuando tenemos situaciones que en teoría serían graciosas (por ejemplo,Morgan Freeman acurrucado en el canasto de una moto), la gracia es socavada por 1) una banda sonora tan obvia que es el equivalente a los aplausos y carcajadas de una sitcom y 2) la dirección de Zach Braff, que haría bien en aprender de Wes Anderson y Edgar Wright sobre cómo encuadrar una escena de forma graciosa en vez de mostrar algo y cruzar los dedos.

Por otra parte consideren al antagonista, el agente del FBI (Matt Dillon) a cargo de la investigación. Éste es un personaje que falla en todo, no pega una y cuando sobra tiempo se lo humilla. Muy satisfactorio todo, pero no es gracioso porque queremos que todo eso le pase. Lo mismo con el banquero engreído que antagoniza a Joe, un tipo que ante la menor crisis entra en pánico, se mea los pantalones y se pone a gritar histéricamente. Son el tipo de villanos pavos que uno encontraría o en una película infantil o en una de Adam Sandler.

Lo que tenemos aquí es la misma película que Robert De Niro hace casi exclusivamente desde hace cinco años: una testaruda celebración en negación de los efectos de la vejez. Es complaciente porque reafirma nuestra creencia en que la juventud es eterna y nuestras estrellas favoritas todavía “lo tienen” (lo cual es empíricamente cierto sobre Ann-Margret). Pero una buena película tendría un mejor guión, una mejor comedia tendría mejores chistes, y si bien la intención de vengarse de un banco vuelve inmediatamente simpáticos a nuestros héroes, más vale ver Sin nada que perder (Hell or High Water, 2016) para una versión más realista y entretenida de lo mismo.