Un cine en concreto

Crítica de María Bertoni - Espectadores

Partículas luminiscentes atraviesan con parsimonia la oscuridad de un recinto donde se proyecta una película. La secuencia inicial de Un cine en concreto resulta tan inspiradora como la persona que Luz Ruciello retrata en su primer largometraje: el albañil Omar José Borcard, administrador de la sala de cine que él mismo construyó y acondicionó a pulmón en un rincón de su Entre Ríos natal.

Fiel a su nombre de pila, la realizadora –también entrerriana– echa luz sobre una historia que rara vez cruzó los límites de Villa Elisa. El hallazgo de esta vida consagrada a la preservación del hábito de mirar cine en una sala especialmente diseñada es el primer acierto de Ruciello. El segundo radica en la decisión de retratar a Borcard a medida que pasan los años, y así acompañar la evolución de sus sueños.

En términos estrictamente narrativos, el albañil de 60ytantos años encarna a un prototipo clásico de héroe: de apariencia vulnerable pero con una voluntad y fortaleza a prueba de adversidades. A diferencia del David que enfrentó a Goliat, Omar cuenta con algunos aliados, característica que recuerda la excepcionalidad de las gestas absolutamente solitarias.

El cine como fenómeno colectivo aparece en todo su esplendor. La reivindicación de la sala de proyección en tanto lugar de encuentro reparador y enriquecedor para toda una comunidad, la férrea intención de legarles la pasión cinéfila a las nuevas generaciones, cierto sentido de retribución trascendental contribuyen a combatir la tendencia contemporánea a reducir el séptimo arte a un negocio especializado en ofertas cada vez más personalizadas de entretenimiento audiovisual.

La inclusión de algunos entretelones del rodaje dentro del retrato mismo también aporta su granito de arena en este sentido. De hecho, en la visibilización del equipo técnico que trabaja detrás de cámara, el cine se manifiesta como expresión de (sincronizada) pluralidad.

Con perdón del pequeñísimo adelanto, Borcard bautizó su sala Cine Paradiso, quizás en homenaje al largometraje que Giuseppe Tornatore filmó en 1988. Al margen de la validez de esta hipótesis, existen sobrados motivos para relacionar al albañil entrerriano con aquel Salvatore que, de chico, aprendió a ver cine de la mano del proyeccionista del pueblo y, ya adulto, retribuye ese amor por las películas y por su lugar natal con las gestiones necesarias para impedir la destrucción de la sala de su infancia.

Pasaron treinta años desde el estreno de aquella ficción inolvidable y cabe un océano entero entre Omar y Totó/Tornatore). Nótese, sin embargo, que el obrero entrerriano, el cineasta italiano y su personaje pertenecen a la misma generación. A la luz de esta coincidencia conmueve todavía más que una realizadora joven haya encontrado en el Cine Paradiso litoraleño una o varias historias dignas de contar, y nueva oportunidad para homenajear al séptimo arte y a uno de sus –tantos– ángeles guardianes.