Tokio

Crítica de Rodrigo Seijas - Fancinema

Desencontrados

Las ambiciones de Tokio no eran muy grandes, si tenemos en cuenta su argumento: Nina (Graciela Borges), una mujer con un pasado repleto de frustraciones, llega a un club de jazz con la intención de encontrarse con un hombre que nunca llegará, y termina entablando contacto con Goodman (Luis Brandoni), un pianista bastante desapegado y sin muchas expectativas, entablándose entre ambos un vínculo fluido casi inmediato, pero que parece limitado a sólo una noche. Es decir, básicamente el encuentro fortuito entre dos personas ya entradas en años, buscando superar las mutuas barreras, sus miedos, ciertos secretos o historias pasadas fallidas, en un margen de tiempo acotado.

Y aunque poner como vara a un referente inmediato como la trilogía conformada por Antes del amanecer, Antes del atardecer y Antes de la medianoche sería quizás demasiado, sí se podría pedir un film que reflexione con un grado mínimo de lucidez sobre el amor, las expectativas al conocer a otro, el paso del tiempo, el contacto entre los cuerpos y la influencia del espacio-temporal en las personas. Pero en Tokio no se puede detectar nada de eso, porque el guión de María Laura Gargarella nunca encuentra el equilibrio necesario y los diálogos alternan entre lo intrascendente y la remarcación de lo “importante”, mientras que la dirección de Maximiliano Gutiérrez (quien venía de una comedia algo fallida pero interesante en sus propósitos y propuestas, como era El vagoneta en el mundo del cine) no consigue encontrar el tono apropiado para la narración o aportar algo distintivo desde la puesta en escena, excepto una serie de planos en cámara lenta que no tienen más sentido que estirar las acciones. En consecuencia, hay mucho material desaprobado: es difícil identificarse con los protagonistas, con sus inseguridades y deseos, justo en una historia que pide a gritos herramientas que permitan que el espectador sienta empatía con lo que está sucediendo en la pantalla.

Tokio es una película que sólo tiene como recursos a la presencia carismática de Borges y la simpatía de Brandoni, y que a pesar de durar sólo 82 minutos aburre en numerosos pasajes. Su final forzado y hasta incoherente con lo expuesto en los minutos previos, sumado a una arbitraria aparición de Guillermina Valdés -apenas una herramienta del guión-, lo terminan delatando como un mero producto que partió de una idea estimable, pero que nunca terminó de explotar en todo su potencial. Lo que se dice una película de concepto.