Todos tenemos un... ex

Crítica de Diego Maté - Cinemarama

Viendo la película de Brizzi, uno no sabe con qué enojarse más, si con la imbecilidad de los personajes, las pruebas y condenas a las que los somete la historia, o el trazo grosísimo con que está delineado el film en general. De todo el conjunto que integra el reparto, probablemente el más miserable sea el personaje interpretado por Silvio Orlando, al que le perdonamos todavía menos el ridículo por el hecho de haber sido una de las caras más reconocibles del cine de Nanni Moretti. Luca, juez que alecciona sobre el cuidado de los hijos a una pareja que tramita un divorcio, no sólo resulta patético en su trabajo sino también en su vida personal, que después de su propio divorcio se reduce a irse a vivir con su hijo adolescente, bailar y cantar Sex Bomb y ponerse remeras de La naranja mecánica o The Misfits. Pero el papelón constante de Luca es solamente la punta del iceberg, porque Brizzi, tal vez en la creencia de que la comedia no es más que griterío, exageración y sátira ramplona, va a ir incrementando notoriamente el nivel de idiotez a tal punto que escenas que en otra película alcanzarían para rechazarla de plano, en Todos tenemos un… ex (al tratarse de una película coral) integran una especie de verdadero sistema estúpido, en el que las partes se encuentran estrechamente relacionadas y funcionan como contrapunto de las demás. Así, la escena en que la hija de Andrea le pide a su padre un preservativo (un chico la espera en la habitación de arriba) y éste, totalmente superado por la situación, se lo da aclarándole que es retardador (lo que produce unas sonrisas burlonas tanto en el chico –que le agradece- como en la hija), entabla un diálogo particular con la despedida de soltera en la que un montón de mujeres se ponen histéricas cuando el striper se desnuda o con el momento en que se descubre el cuaderno de notas de la homenajeada, en el que califica numéricamente el desempeño sexual de sus amantes. Entonces, la potencia sexual se convierte en vara (metáfora fálica a un lado) con la que medir y juzgar a los personajes: al cínico y seductor Andrea se lo pone en vergüenza mediante el preservativo, y al cura Lorenzo (único “diez” del cuaderno) se lo ensalza sorpresivamente, como si ese dato solo tuviera necesariamente que iluminar al personaje con una luz distinta. De la misma forma, el comentario sobre la cobardía de Paolo frente al acoso del ex de su novia, Davide (que además de policía es corrupto y extorsionador) está conectado con la incapacidad de Marc de seguir a su novia a Nueva Zelanda y, a su vez, la relación prácticamente imposible y minada por los celos y la distancia de ellos (sobre todo de él, que es al que más se lo ve sufriendo) se parece en cierta medida a la adoración que repentinamente Andrea profesa por su ex mujer después de enterarse de su muerte: los dos, Marc y Andrea, por uno u otro motivo, tienen a sus respectivas mujeres como objetos de deseo inalcanzables, y la adoración que les profesan (Marc acabando de armar el rompecabezas que ella no pudo terminar, Andrea hurgando en las cosas de la fallecida e intentado redescubrirla) los convierte en dos personajes débiles, incompletos, con los Brizzi intenta sin éxito de elaborar una trama romántica (con Marc) y melodramática (con Andrea).

Este funcionamiento sistémico es muy propio de las películas corales, en particular en las que se esboza alguna clase de denuncia social (Traffic, las de Iñárritu, Camino a la redención, el traspié de Linlater Fast Food Nation) o románticas (Realmente amor, El día de San Valentín). También en Todos tenemos un… ex, el mecanismo efectista del relato coral se resuelve en las conexiones imprevistas entre personajes: de repente nos enteramos que uno es pariente/amigo/amante, etc de otro, y eso constituye una suerte de mini vuelta de tuerca, de las que estos relatos suelen estar plagados. La película de Brizzi no es la excepción, y en cierta forma esas relaciones ocultas entre personajes que se descubren progresivamente están en sintonía con los temas que amalgaman las diferentes historias, como la condena o consagración sexual, o la devoción por mujeres que son inaccesibles. Todo esto no sería algo tan negativo si la película de Brizzi no fuera una serie de viñetas indignantes en las que el director no repara en utilizar los métodos más viles para conseguir algo de emoción, ya sea carcajadas mediante el grotesco más torpe, o tristeza a través del melodrama más deshilachado.