Todo lo que veo es mío

Crítica de Rodolfo Weisskirch - Visión del cine

El cineasta Mariano Galperín y el dramaturgo Román Podolsky unen fuerzas en Todo lo que veo es mío, esta seudo biografía sobre el artista Marcel Duchamp durante su residencia en Buenos Aires a principios del siglo XX.
No es muy difícil aventurarse a pensar que si bien Todo lo que veo es mío se trata de una codirección entre dos veteranos artistas argentinos de diversas ramas culturales, también podría verse casi como una secuela de Su Realidad -anterior obra del director de Dulce de Leche-, que ganó la Competencia Argentina del Festival de Mar del Plata en 2015.

El concepto narrativo es similar. No atarse a una estructura fija, no seguir una linealidad temporal, con escenas, e incluso planos, aislados de un relato típico o clásico y una propuesta visual, por momentos, casi onírica e incluso abstracta filmada en blanco y negro.

Al igual que en la obra sobre la gira de Daniel Melingo, Galperín toma el punto de vista de un artista que critica la realidad desde una visión simbólica y lúdica. Incluso desde los títulos elegidos le anticipa al espectador que lo que va a ver está casi dentro de la mente -o recuerdos- del personaje seleccionado para la ocasión.

Y si bien, Galperín y Podolsky parten de cartas que Duchamp, desde su estancia en un departamento de Buenos Aires, donde convive con su novia Yvonne -elegante, expresiva y delicada Malena Sánchez-, le escribe a sus amigos y colegas de París, esto termina siendo más que nada una excusa para poder volar con la imaginación y retratar los movimientos artísticos rupturistas, y críticos, con la pintura de aquel entonces, movimiento que se estaba generando en todo el mundo a principios del siglo XX.

Duchamp -notable, austero y minimalista Michel Noher- intenta vivir a lo bohemio en una Buenos Aires convulsionada, pero a la que le presta poca atención. Si bien dice que trabaja, los realizadores deciden exhibir mayormente su haraganería que sería funcional para la creación de obras claves, posteriores, como El gran vidrio (1923). Duchamp nunca se ató a ningún movimiento en particular y creaba a partir de lo que veía, mientras se obsesionaba con encontrar jugadas perfectas de ajedrez -parece que a Galperín le gusta mostrar a personajes solitarios jugando solos o contra sí mismos; ya lo hizo también en Su Realidad-.

El atractivo de Todo lo que veo es mío pasa por esta posición lúdica, libre de grandes conflictos marcados, cargada de un espíritu bohemio a tono con el estado de los personajes. Esto no significa que no podamos ver en las miradas de ellos -especialmente en el de la periodista Katherine Dreier que interpreta Julieta Vallina- algo similar a la desolación y referido a la discriminación por parte de una sociedad altamente machista.

Sin embargo es lejana la intención de los realizadores a hacer una bajada de línea directa. Entre contemplativa e íntima, Todo lo que veo es mío muestra celos y critíca a la aristocracia nacional, sin nunca pretender ser ambiciosa con la puesta en escena.

Usando lo mínimo y necesario, la reconstrucción de época no es pretenciosa y, por lo tanto, no toma más protagonismo que la mirada del personaje, que es lo que más impera. Incluso, su manera de ver la economía es clave para comprender la desazón de Duchamp que no deja de comparar peyorativamente a Buenos Aires con Nueva York.

El cuidado estético, los cruces de miradas, el buen humor -no es una comedia, pero lejos está de ser un drama de época pretencioso y solemne- son aditivos que, apoyados por una excelente banda sonora, convierten a Todo lo que veo es mío es una experiencia curiosa, disfrutable y magistralmente llevada a cabo.